Año tras año conmemoramos fechas relevantes como el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo), el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia (11 de febrero) o el Día Internacional contra la Violencia de Género (25 de noviembre), una fecha, esta última, que desgraciadamente sigue siendo “sangrante” con todas las letras en nuestras sociedades.
“No quiero que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas”.
Mary Wollstonecraft
Días que nos recuerdan el camino que queda por recorrer. Porque sigue siendo necesario demandar y reivindicar: acabar con lacras como la violencia de género, alcanzar una igualdad real o una representación verdaderamente paritaria en la sociedad, o eliminar la brecha salarial. Pues lamentablemente el horizonte de la consecución de estas metas se aleja de manera directamente proporcional al avance de las luchas feministas. ¿Por qué es tan difícil conseguir una meta que se presenta avalada por el “sentido común”?
Las políticas de igualdad
Desde finales de los ochenta los movimientos feministas internacionales estuvieron convencidos de que la solución estaba en la instauración de “políticas de igualdad”. Estas políticas han sido promovidas durante décadas por muchos gobiernos e instituciones progresistas en el mundo occidental con los resultados que conocemos.
La oposición creciente de ideologías políticas conservadoras que insisten en una educación y socialización “diferenciadas”, tras la que se esconden costumbres ancestrales grabadas a fuego en las conciencias de varones y mujeres, que abonan la creencia tradicional en una inferioridad de capacidades en las mujeres.
El hecho que constatamos a estas alturas del siglo XXI es que los prejuicios “culturales” y “sociales” son los que a la larga impiden que se alcance la igualdad real de las mujeres. Y los que, además, convierten en insalvables las barreras para que las mujeres tengan un acceso paritario a los puestos de poder y verdadero reconocimiento.
En la IV Conferencia Mundial sobre las mujeres, celebrada en Beijing en 1995, ya se insistió en la necesidad de aplicar la perspectiva de género a todos los ámbitos de la vida social y política, algo que no solo compete a los dirigentes políticos, sino que tiene que implicar a toda la ciudadanía.
Las “acciones positivas” que promueven las políticas de igualdad sólo conseguirán combatir los estereotipos de un androcentrismo recurrente si todas y todos asumimos nuestra cuota de responsabilidad. Mientras nos sigan (nos sigamos) educando y socializando de manera distinta a hombres y mujeres en las familias, en las escuelas, en las universidades y, desde luego, en los medios de comunicación, tendremos que seguir entonando en las manifestaciones el “ni una más”, “las mujeres también piensan”, o el “se va a acabar la brecha salarial”.
Sistema educativo e investigación
En otras publicaciones he subrayado cómo, a pesar de los avances obtenidos de iure en las sociedades occidentales, comprobamos que en una gran parte de nuestro mundo “globalizado” y “posmoderno” las mujeres no reciben de facto un trato igualitario. Siendo así que este enfoque distorsionado viene arrastrándose desde los orígenes de la modernidad en la instauración paulatina de una educación para todos, pero “diferenciada” para las mujeres.
Quisiera insistir ahora en que las políticas de igualdad sólo pueden ser efectivas si empiezan a aplicarse de abajo hacia arriba en todos los ámbitos de la sociedad y, desde luego, en el sistema educativo. Empezando por cambiar los planes de estudios de educación primaria, secundaria y superior. Pues de nada nos sirve defender una “perspectiva de género” si los contenidos de los que el alumnado debe examinarse siguen siendo los mismos o si no se incluyen de manera “normalizada” las aportaciones de mujeres pensadoras o científicas.
Modelos femeninos más allá del botón de muestra de la excepción, que muestren que es factible llegar a ser una buena profesional e incluso alcanzar puestos de poder y reconocimiento. Los medios de comunicación pueden convertirse, desde luego, en un buen aliado de la educación, si dejan de reforzar un statu quo sexista, empezando por el empleo de un lenguaje inclusivo.
De lo contrario, seguiremos viendo cómo el horizonte de la consecución de la igualdad real se aleja de manera asintótica, mientras ese camino sigue empedrado de barreras insalvables e invisibles, hasta convertir en una auténtica carrera de obstáculos el que las mujeres alcancen la paridad en el acceso a los puestos de trabajo y de poder. A la par que sigue manifestándose de manera sangrante en la violencia física, psicológica y laboral que se sigue ejerciendo contra las mujeres.
Durante los últimos años se han aplicado en España, a nivel institucional en ámbitos políticos, universitarios y de investigación, políticas igualitarias que han incidido positivamente en la constitución paritaria de las comisiones juzgadoras de concursos y evaluaciones. Sin estas “acciones positivas” para favorecer la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres tampoco habría condiciones de posibilidad para promover esos cambios educativos, culturales y sociales.
Sin embargo, las conclusiones a que han llegado durante las dos últimas décadas los estudios sobre la incidencia de la denominada “cuestión de género” en la Universidad y, particularmente los informes “Mujer y Ciencia” de la Fundación española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) o del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), son alarmantes y reflejan que en la investigación, al igual que en la docencia o en el desempeño de cargos políticos, no ocurre algo muy diferente de la sociedad en general.
Por doquier siguen dominando subrepticia e inconscientemente las leyes del patriarcado que quieren relegar a las mujeres a “su papel de madres, esposas y cuidadoras en general”, dedicadas a “sus labores”.
El sesgo patriarcal y su agujero negro
La influencia del sesgo patriarcal se nota en el todavía mayoritario desempeño de “trabajos de cuidado” por parte de las mujeres, así como en las mismas “estadísticas oficiales” que cargan en exceso las cifras generando una discriminación en el fenómeno de la maternidad y en la compatibilidad de la vida familiar con el trabajo fuera de casa, de forma que la sociedad siga “penalizando” la maternidad en las mujeres con aspiraciones profesionales.
Sin duda, han sido muy importantes la promulgación de leyes (como la Ley de Igualdad, marzo 2007) y las comisiones que intenten corregir estas desigualdades (como la creación de la Unidad “Mujeres y Ciencia” en el CSIC). Mas no podemos olvidar que las propias prácticas se resisten y se resienten a causa de la “tendencia natural” a perpetuar la división sexual de tareas en nuestras sociedades neoliberales, en las que todo se puede comprar o vender, haciendo cada vez más profunda la brecha social entre los ricos y los pobres, entre quienes se encuentran muchas más mujeres y niñas.
Muchas han sido las denuncias de ese gran agujero negro en que han estado sumidas las obras de las mujeres científicas.
Precisamente la Asociación de Mujeres Científicas y Tecnólogas ha lanzado este año por el Día Internacional de la Mujer y de la Niña una acción denominada #NomoreMatildas.
Sin políticas de igualdad no hay posibilidad de cambio. No perdamos de vista, sin embargo, que es responsabilidad de toda la ciudadanía y de todos los ámbitos laborales cambiar las pequeñas cosas en nuestro día a día. Máxime en el periodo actual de pandemia –más propiamente sindemia–, en la que, junto a las muchas incertidumbres sanitarias y económicas que nos recuerdan que “no somos dioses”, Covid-19 nos ha traído la rotunda certeza de que “no somos iguales”, ni siquiera en los países gobernados por mujeres…
Una desigualdad real que afecta mucho más y mucho más rápido a las mujeres. Algunas estadísticas están mostrando cómo crece desgraciadamente la violencia de género en las situaciones de confinamiento. Y cómo se resiente el mercado laboral femenino, sin contar con el descenso de la productividad que está teniendo la actividad profesional de muchas mujeres. Al tener que ocuparse en el confinamiento unilateralmente de las tareas domésticas y del cuidado de menores, mayores o dependientes.
Desafortunadamente lo sostenido por Virginia Woolf en Una habitación propia (1929) sigue estando vigente en pleno siglo XXI. Las desigualdades sociales y económicas que esta pandemia está poniendo de manifiesto, hacen aflorar que falta mucho trecho por recorrer aún para alcanzar la igualdad de facto entre hombres y mujeres. Lo que incluye desde luego alcanzar la paridad en los puestos de mayor poder, responsabilidad y reconocimiento.
Así por ejemplo, constatamos que, a pesar de haber un número igual o mayor de mujeres científicas dirigiendo proyectos de investigación sobre el coronavirus y la pandemia que nos asola, el porcentaje de proyectos que finalmente se financian están liderados por varones. Hay un sesgo importante en la concesión de proyectos que responde a predominios de grupos de poder y a mecanismos patriarcales que no han dejado de permear los foros académicos y científicos. También aquí las mujeres siguen ocupando puestos de responsabilidad más bajos o, sencillamente, están sometidas a una mayor invisibilidad. Si bien es cierto que cada vez hay más investigadoras mujeres liderando grupos y proyectos, sobre todo en organismos como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde se promueve más investigación básica que clínica, más sometida esta última a los círculos de influencias.
Cautelas con los cuidados
Por eso cuesta aceptar sin una pequeña sombra de escepticismo la tesis de que los países gobernados por mujeres han tenido la mejor respuesta a la pandemia. No sólo porque es una afirmación que en principio contraviene la tesis de igualdad fundamental entre mujeres y varones. También por los muchos ejemplos aportados por la historia del pensamiento y de la ciencia ilustrativos de que el discurso de la excelencia es enemigo de la verdadera igualdad. Esto nos lo que recuerda Celia Amorós, refiriéndose al “pacto de equipolencia” acuñado por Amelia Valcárcel.
Pero, sobre todo, porque cualquier afirmación que se haga para poner de manifiesto las mayores habilidades de las mujeres en orden a tratar las enfermedades o su mayor sensibilidad para aplicar el cuidado inmediatamente se va a volver contra ellas, al hacer que se minusvalore su capacidad de gestión pública o verdaderamente política, recordando que las mujeres somos más capaces “por naturaleza” de realizar y organizar “tareas de cuidado”.
Para concluir en un tono esperanzado, atemperadamente optimista, diremos que esta crisis nos brinda la oportunidad de reflexionar y desarrollar mecanismos de cooperación, solidaridad e igualdad que no sólo nos permitan superar esta pandemia y prevenir otras venideras, sino desarrollar mecanismos éticos, sociales y políticos más igualitarios e inclusivos. Los seres humanos no somos ni buenos ni malos “por naturaleza”, y la empatía y la solidaridad conviven con la desconfianza hacia los otros. Por ello, resulta de gran importancia reflexionar sobre nuestros viejos conceptos ético-políticos para incorporar esas nuevas perspectivas que nos está obligando a elaborar nuestra reflexión y comprensión de la pandemia.
Una apuesta interdisciplinar –como la que impulsa la Red Transversal de Estudios de Género (GENET)– empeñada en tender puentes entre la biología, la ética, la antropología y las ciencias socio-políticas y económicas, para contribuir a instaurar una adecuada pedagogía social sobre el sentido y el alcance de las pandemias, que también incluya una determinada perspectiva de género, un acercamiento a su relación con la destrucción paulatina del ecosistema y un mayor desarrollo de la justicia intergeneracional.
¡Ojalá logremos pronto despejar ese camino hacia la igualdad actualmente plagado de obstáculos!
Concha Roldán Panadero, Profesora de Investigación y Directora del Instituto de Filosofía del CSIC. Presidenta de la AEEFP y de GENET – Red transversal de estudios de género
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.