Me desaté con la lectura, sin orden ni concierto, disperso, a golpe de día, a salto de silla. Y muy joven me convertí en un lector empedernido, casi resiliente… tomaba los libros por derecho y resistía a pesar de mis castigados ojos, incluso la desilusión, cuando no el desinterés. Mazo de hojas que tomaba en mis manos, lo desentrañaba y me hacía con su contenido. Ni por muy grueso que fuera me rendía.
Pero vamos por partes. Primero, lo primero. Los responsables de este atentado contra mi salud -más mental que física- y el sentido común: una abuela y un novelista. Éste, del que hablo más abajo, Julio Verne. Aquélla, mi gran maestra. Insensata la familia que me dejó en sus manos. Ya su nombre avisaba de lo que sobrevenía: Encarnación. Mi abuela, mi nunca olvidada abuela, no me empujó a leer. Ella sólo fue mi espejo, en el que me miraba una y otra vez. Había sido una mujer fuerte, fuerte en tierra dura y tiempo de conflicto. Y tan fuerte como admirable. Pasados los setenta años, de riguroso luto, su cabello blanco recogido en un moño menudo en la base de su cabeza; habitualmente en la cocina, sentada en su silla de patas recortadas. Alternando sus momentos de ensoñación, lectura o de atenta escucha de la radio, sin perder de vista la hornilla de carbón, mientras la olla o la sartén canturreaban. Y yo a su lado, intenso, curioso, como queriéndome agarrar a aquel árbol que sabía fuerte. Ella, que a pesar de la edad seguía teniendo mucho carácter, no había día que no se quejase de lo latoso que era este nieto suyo que con sus gigantes ojos, cabezón y flacucho no dejaba de mirarla y preguntarle por cada gesto que hacía frente al guiso.
– Abuela, ¿por qué le echas eso? ¿y qué es, abuela?, ¿por qué apagas el fuego, se quemó la comida? Abuela… y si dejas de mover la cuchara, ¿qué pasaría?
– ¡Lolaaaaa (mi madre) …| ¡Quítame de encima al pesado de tu hijo…! – solía decir entre molesta y divertida. Y de inmediato añadía que yo era un «cazolón» o un «jaquecoso».
Qué bien se siente uno al lado de la abuela, entre fogones y siendo un niño. Medio siglo después no olvido esa sensación.
Y nada comparable con un regalo maravilloso que me hizo bien pronto: un pasaje para volar sin levantar los pies del suelo, descubrir el Amazona entre los geranios de mi casa, recorrer los cerros del Himalaya en continuidad con el empedrado del patio… Ese billete para viajar fue un libro. Ella era una empedernida lectora. No había día que no volviera a las andadas y la molestara en su tarea. Y cuando leía igualmente reclamaba ayuda para quitarse al pegajoso niño de encima. Pero un día, que era del milenio pasado, muy abajo, casi llegando a la mediación del último siglo, me sentó a su lado y abrió ante mí el libro que leía… bastó… fue suficiente…
Empecé a acompañarla en algunas de sus lecturas. Primero ella, luego yo, al final el universo me acompañó sin mucho esfuerzo de mi parte. Y sus lecturas eran laberintos de palabras y narraciones atravesadas. Libros enormes, de gruesas hojas, con toscos grabados y todo atado a cordel. Todo un dechado de edición, sin duda. Pero luego supe que eran los llamados libro de pliegos de cordel. Historias inverosímiles, personajes increíbles, situaciones imposibles, pero qué emocionante todo. A calor de mi abuela leía historias como Gorriones sin nido o Sonia y el martirio del pueblo ruso. Qué emocionante pasar, qué regalo…
Un regalo que se completó con otro que recibí algunos años después, en forma de un libro de gruesas tapas con sobrecubiertas muy coloreadas. Era la historia del capitán Nemo y de sus andanzas submarinas. La firmaba un tal Julio Verne. La leí con fruición. Y cuando la acabé sentí que despertaba desconsoladamente en la cárcel de mi habitación.
Meses más tarde pude viajar de nuevo como yo estaba queriendo hacerlo, de la mano de aquel escritor francés que tan bonito nombre tenía. Mis padres me regalaron una auténtica joya: un primer volumen de las obras completas de este relator de viajes, editadas por Plaza y Janés. En un papel biblia y con una cubierta de piel bellamente grabada.
Empecé leyendo La Jangada. Una travesía por la selva. No me hizo falta sentir el roce de las hojas de los árboles, el cantar de las aves, ni tan siquiera el gruñido de los primates, porque yo ya me adentraba en el boscaje. Y luego siguieron otros itinerarios, en navío, globo o tren.
Mi abuela me hizo en aquel verano maravilloso en que navegaba al lado de Dick Sand, un capitán que justo tenía la misma edad que yo -quince años-, un último regalo: un lugar para perderme. Ya no vivíamos en el pueblo. Ella al fin nos dejó, mudándose a la casa de otros familiares. Me instalé en su habitación, me apropié de su cama y me acompañé de su espíritu. Y su espíritu no me dejó nunca. Todavía hoy cierro los ojos y me transporto fácil a ese momento, cuando hice mío aquella pequeñita estancia. Era mi refugio. Y conmigo se encerraron el profesor Aronnax, Claudius Bombarnac, Sand y muchos otros personajes. Algunos ya no los retrató Verne, sino otros escritores que empecé a conocer y a amar, como Emma Bovary o Julien Sorel. En mis locos devaneos con la literatura tuve otro descubrimiento que me fascinó. En realidad, un duo: Tolstoi y Balzac. Balzac en especial dio entrada en mi vida a Eugenia Grandet, César Birotteau y tantos otros que pululaban por aquella impresionante Comedia Humana, que devoré en meses. Tolstoi, a continuación. Y luego Zola, Flaubert, Stendhal. Incluso empecé a reconciliarme con la literatura española, que no supe leer en el colegio. Me entusiasmó Carmen Laforet, Ana María Matute y de manera muy especial algunos de los escritores latinoamericanos, empezando por Mújica Laínez. Nunca dejaré de agradecer que los hados me hicieran nieto de aquella poderosa mujer. Sin su influencia hoy no sería lo que soy, sobre todo un apasionado de la investigación histórica. Tengo por seguro que nada hubiera sido igual sin el despertar a la lectura al lado de mi abuela y sin el acompañamiento de Verne y los buenos amigos que luego se nos unieron en este transitar.
· Foto de portada: Alcalá del Río, principios del siglo XX (x).
F. Quiles.