Cargando

Sabrosuras Vallecaucanas y Canarias

Advierto

Relatos olorosos a tamales y a empanadas, a pandebonos y a pandeyucas, a cucas y demás amasijos aromados de abuelas, y dulces de frutas en almíbar. Comidas en las que caminan tentadoras mulatas paseadoras, pringadas de seviches y encocados.  Incluso, si aguzan los sentidos, escucharán zambullirse en los ríos a peces alados, bocachicos, barbudos y veringos, y en las selvas verán retozar a los chigüiros, guaguas e iguazas. Con todos estos comistrajos, y muchos otros tubérculos, frutas, yerbas y especias se toparán en las páginas de este libro.

Nuestra intención no es otra que convertirnos en gustosos guías, llevarlos a deleitarse con las viandas que se cuecen en el Valle del Cauca, a explorar mediante sencillas preparaciones culinarias la forma de expresarse de un pueblo a través de su comida. Hay recetas que llevan siglos en nuestros fogones, cocciones e ingredientes de los nativos indígenas, que a través de los años tomaron nuevos productos y formas de hechura de los conquistadores españoles, de los africanos esclavos y moriscos que llegaron a estas tierras.

El desprevenido visitante tentado con la ricura de los guisos, el fragor de las frituras, la sazón del sencillo sancocho y muchas otras golosas tentaciones de dulces y frutas, come con glotonería. Los que prueban estas viandas, dicen sentir una dicha casi divina que deleitosa se deshace en sus bocas.

Mas es un hecho que a veces, estos festines tienen propiedades inesperadas para quien en sus encantos cae.

Pero créanme, intentarlo vale la pena y advertidos quedan.

Patricia Rojas de Leunda

Olores de archivo

Los olores regresan a los lugares que pisamos. Si te sitúas en el abandono y en la quietud de un paraje que crees muerto, cierras los ojos y hueles.

Hueles a pólvora un domingo de agosto cuando las montañas despiertan asustadas por los tiros de los cazadores.

Hueles las aulagas y las bostas de vaca que arden dentro del horno desde amanecida, la humareda que arroja el respiradero de su bóveda y la que se cuela por la puerta de la entrada, ese trozo de latón sostenido por un palo anclado al suelo. Más tarde hueles a redondo pan de campo, de trigo o de millo; la mujer los saca de la cueva con mimo, se abrasa los dedos cuando los libera de restos de ceniza uno a uno y los va arrojando a un cestón.

Hueles el gasoil del viejo camión que llega a mediodía con la carrocería cargada de liñas en las que penden conejos boca abajo, y el sudor de los hombres que descienden de él con un racimo de perdices en sus perneras.

Hueles el asado del animal que la mujer ha marinado previamente, tras el despelleje; la hoguera humea a la intemperie.

Hueles las papas asadas en las brasas restantes al abrirlas con las manos y espolvorearlas con sal.

Hueles el alcohol sin identidad que se vierte en diminutos vasos.

En el interior, la casa se inunda con el penetrante olor del café con azúcar quemada absorbiendo el de duraznos y camuesas.

Amalgama de olores.

Cuando el sol se va, se lleva los mejores aromas del día: los de las risas.

Menchu Calero