Cargando

Recuerdo… unos libros y un reloj

Recuerdo, recuerdo…. una casa,  grande sobre todo para el tamaño y la experiencia de una niña de tres años: inmensa cocina (reino indiscutible de Fermina, la cocinera asistida por sus damas, las pinches) un pequeño escalón de la escalera donde me gustaba sentarme, el patio de mármol, la fuente con peces rojos donde casi me caí una vez… y un cuarto de la planta baja con una ventana con reja que separaba del mundo, pero unía con él  porque desde el asiento del alfeizar se veía la calle… Sevilla.

Esa habitación, grande y cuadrada era del abuelo, era su reino, como el “cuarto de la costura” era el de la abuela y la cocina el reino de Fermina. Allí solo entraba el abuelo y él toleraba que se limpiase por las “chachas” sólo cuando no estaba en la casa. Era su despacho y allí vivían sus libros, los que mi abuelo llamaba sus amigos. Eso me dijo un día y ante mi cara de estupor de infancia recién estrenada me dijo que cada libro era una persona porque era lo que ella pensaba, lo que sentía, lo que había estudiado, lo que no quería que se perdiese, lo que quería que otros supieran… cada libro era como el cuerpo casi inmortal de la mente de una persona.

Como, evidentemente, yo seguía sin comprender mi abuelo me llevó al despacho, me sentó junto a él en un sofá (nunca he encontrado uno más cómodo) y abrazándome abrió un libro y comenzó a leer en voz alta… era como oír a otra persona que contaba cómo era un burrito pequeño, peludo, suave… con el que soñé porque me quedé dormida.

Recuerdo… al día siguiente le dije a mi abuelo que quería oír a otro amigo suyo. Volvimos al despacho y fue cuando me di cuenta de la cantidad de  amigos, de libros, que había allí; estaban en todas las paredes, solo dejaban libre el hueco de la ventana y la puerta. El abuelo me dijo que ese cuarto de la casa se llamaba biblioteca y que ese día íbamos de viaje sin salir de ella. El libro que alcanzó era grande, muy grande… ¡con tantas fotos de tantos lugares y sus mapas! ¡Ea, a viajar!

Recuerdo… cada día leía un libro para mí, cada día un amigo distinto hablando de distintas cosas… y de fondo, siempre, el tictac de un reloj que colgaba de la pared. Desde entonces me gusta leer oyendo el tictac de un reloj.

Yo miraba las páginas de los libros y poco a poco fui distinguiendo las palabras escritas que leía el abuelo; no aprendí a leer con el método tradicional de “la eme con la a se dice ma” gracias a Dios y a los libros amigos de mi abuelo, así con mi poca edad ya sabía leer casi perfectamente.

Pero un día me di cuenta de que los libros amigos de mi abuelo estaban incómodos y desordenados. ¡Los pobres! Uno pequeño y bajito al lado de uno grande y alto, otro estrecho y delgadito justo pegando con otro ancho y gordo. Y los colores ¿para qué decir? Todos mezclados. Así que decidí ponerlos de forma que se sintiesen más a su gusto y comodidad.

Saqué de las estanterías todos los libros a los que me permitía alcanzar mi estatura de algo más de tres años, los puse todos en el suelo y los fui ordenando por sus tamaños y según los colores de las cubiertas.

Para comprender lo siguiente he de decir que mi abuelo tenía una personalidad que imponía, pausado y serio, muy alto y con una autoridad natural que pocas personas tienen; bien lo sabían mi padre, mis tíos y mis tías, además de todos en la casa.

Pues bien, cuando entró en la biblioteca, su “sancta sanctorum”, venía acompañado de uno de mis tíos que se puso blanco cuando vio el panorama: yo estaba sentada en el suelo entre libros aún por ordenar según “mi sistema” y con otros ya perfectamente “organizados” por tamaños y colores. Mi tío estaba temiendo la tormenta, pero mi abuelo miró  con cara seria a su única nieta, rompió en una enorme carcajada y sólo dijo: ¡qué buena bibliotecaria vamos a tener en la familia!

Reyes Pro Jiménez: historiadora, archivera… y bibliotecaria (evidentemente).