Cargando

Sobre letras, libros y almas

Las palabras tienen magia, eso es evidente. No es un secreto que un autor deja, detrás de cada historia, un poco de sí mismo.

De muy pequeña, hablo de la tierna edad de cuatro años, mi madre, con toda su sabiduría, decidió abrir las puertas a algo que yo desconocía: la lectura. Ella me enseñó a leer y escribir.

Recuerdo mis cuadernos de escritura y muchas páginas llenas de letras de un tamaño enorme e irregular. Esas letras que parecían existir al azar, poco a poco, comenzaron a formar palabras que pronto se convirtieron en oraciones. Fue en ese momento cuando accedí a un mundo que no ha dejado de sorprenderme.

Mis padres me llevaban una vez por mes a una librería que hoy ya no existe. En ella, de entre todo el universo de estantes abarrotados con todo tipo de escritos, elegía libremente los libros que deseara llevarme a casa. Tuve la fortuna de comenzar, así de joven, a formar mi biblioteca.

Mis primeras lecturas, claro, fueron historias infantiles llenas de ilustraciones. Hans Christian Andersen estaba entre de mis favoritos.

Los libros elegidos fueron cambiando conforme los años iban pasando y yo definía mi personalidad.

Pude leer a muchos autores. Bécquer, por ejemplo, me acompañó en mi etapa romántica. Y así, progresivamente, fueron llegando Homero, Kant, Fromm, Borges, Hesse, Nietzche, Cortázar, Goethe, Pushkin, Benedetti, Dostoyevski, Alighieri, Tolkien, Dumas, Baudelaire, Galeano, Freud, Cervantes, Shakespeare, Poe, Quiroga, Lovecraft, Pacheco, Kundera, Stoker, Alarcón y muchísimos más. Todos ellos compartían espacio y hogar en mi vida.

Y aquí he de confesar que uno de los libros que he mantenido más cerca de mi corazón es “Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley. Esa historia, a la fecha, me sigue atrapando entre las reflexiones de una criatura que intenta saber el significado de su vida y un hombre que comprendió, demasiado tarde, que sus acciones fueron su juez y su verdugo.

Desde que leí ese libro, hace unos veinticinco años, me sigo preguntando dónde radica el alma humana.

Me intriga cómo a través de la historia se ha concebido el alma, el espíritu, el cuerpo, la mente y el paraíso. La trascendencia ha sido y es un tema que aún tiene mucho por revelar.

Si yo pudiera, retomando lo que contaba sobre mi amadísimo texto de Shelley, consolaría a la criatura de Frankenstein diciéndole que no importa de cuántos cuerpos distintos fue hecho. Él, sin duda, posee un alma.

Y así es como los libros evocan, generan conocimiento, alimentan la curiosidad, desarrollan la imaginación. Encontrarse con una historia se vuelve algo muy íntimo, algo que se experimenta profundamente entre lector y escritor.

Miro mi pequeña biblioteca y veo que cada libro encierra entre sus páginas una parte de mi historia. Ellos llevan días de todo tipo, tardes de café, noches de insomnio, recuerdos de juventud, encuentros con personas. Ellos han sido mi compañía y han estado presentes tanto en mis momentos de sufrimiento como de felicidad.

Un libro nunca será un objeto inanimado para aquellos que decidan ahondar entre sus líneas, sentir o empatizar. Y quien lo lee posiblemente sienta que un texto contiene alguna vivencia, anécdota o sueño que encaja perfecto con un momento de su vida.

Al final, todos somos los protagonistas de nuestra historia.

Mi madre, sin saberlo, definió mucho de lo que soy en el momento en que puso por primera vez un lápiz en mi mano y me ayudó a “dibujar” la primera letra.

Me convertí en una soñadora incansable, contadora de historias propias y ajenas. Quizá sea por esta relación tan estrecha que formé entre las letras y mi madre que no me es extraño escribir a la vieja usanza, con folio y pluma en mano. A pesar de la modernidad y la inmediatez en este mundo, amo escribir cartas y recibir postales.

Gracias a mi madre y a esos primeros libros no he dejado de imaginar, de creer, de crear, de asombrarme.

Lo dije al principio de este texto: las palabras tienen magia.

Y en cada palabra y en cada historia que escribo no puedo evitar dejar un poco de mí, de mi amor, de mis sueños y de mi pasión.

Kena Rosas. Días silenciosos. México.