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Sevilla olía a pueblo

Sevilla, como España, olía a pueblo

(Benito Moreno nos lo cantó: «España huele a pueblo»)

En tanto se reconocía ese olor se disfrutaba de la esencia de que emanaba. Aventado el ambiente y renovados los aires, dejamos de respirar esa Sevilla. Volver la mirada atrás para llegar a la sustancia de lo sevillano, nos habría de llevar irremisiblemente a los barrios, a las viejas calles con sus oquedades, pero también a los excelsos espacios de devoción, donde se pudo salvaguardar tanto el arte como la cultura. Por ello mismo celebro grandemente este libro que tengo la alegría de presentar, el de Ramón Cañizares, dedicado a un pintor singular de la escuela sevillana del cambio del siglo XVII al XVIII, Francisco Pérez de Pineda; pero igualmente valoro el que no haya sucumbido ante la llamada de su arte, para olvidar que ante todo fue hombre de su tiempo, a quien le tocó vivir en unas circunstancias y desenvolverse por unos espacios, que hubieron de ser claves para el progreso de las artes sevillanas, a pesar de lo cual todo ello ha perdido entre las sombras de la petulancia de nuestra sapiencia. El catálogo de su obra no es amplio, más bien al contrario, pero destella como otras luces de la pintura barroca sevillana. La iglesia de san Lorenzo es el tarro de las esencias de este arte, del que atesora una parte, que se dispone entre la sacristía y el presbiterio. En sus muros las podemos ver, como creaciones al gusto cortesano, donde algo trasluce la tramoya calderoniana. Pero igualmente deja ver la huella de la inventiva rubeniana. Y junto a esta obra, la derrama del taller, del que formaba parte su hijo, que no hemos de ignorar. Y de la labor del pintor y de los artífices de su entorno, Cañizares pasa a lo acontecido fuera del taller, para llevarnos por las calles en las que se desenvolvieron igualmente otros artistas. Porque, como dicho queda, al final son los espacios públicos donde interaccionaron los creadores entre sí y con sus clientes, para dar forma a las producciones que hoy ensalzamos, incluidas las de Pérez de Pineda. Y Ramón Cañizares con toda la pasión y paciencia que le caracteriza, ha logrado adentrarse en este mundo para poner a nuestro alcance la vida y milagros de un artista, al tiempo que nos ha trasmitido el murmullo de la ciudad que hizo posible que hoy podamos reconocernos en este arte barroco.

Y Sevilla a ojos de Kinkead

En este espejo he podido ver el reflejo, una vez más, de alguien que igualmente sintió una pasión exacerbada por la Sevilla barroca, en la que se sumergió decididamente y sin temor al idioma que tardó en dominar. Llegó a adentrarse aun en los rincones más recónditos de nuestra historia, a la búsqueda de la esencia perdida. Me estoy acordando, una vez más, de Duncan Th. Kinkead, a quien tanto Ramón Cañizares como yo personalmente queremos traer a nuestro lado. Su talante personal y su obra hoy nos permiten reconocer en él a uno de los más importantes hispanistas de los tiempos modernos. Tras de cuarenta años trabajando en el Archivo de Protocolos Notariales de Sevilla, guiado asimismo «del consejo y del estímulo de muchos eruditos excelentes», logró levantar un gran monumento al barroco sevillano, la compilación de un repertorio documental que abarca medio siglo de historia de la pintura sevillana. Por ello, al prologarlo, a modo de testamento, dejó dicho:

«Espero que la documentación presentada en esta colección por lo menos compense parcialmente mis deudas animando y facilitando a los estudiantes de mis viejos amigos y colegas», para que llegaran a gozar de la fascinación que él sintió por esta riqueza «histórico, social y cultural de Sevilla». Y Sevilla, la que huele, si no a pueblo, a autenticidad, lo recordará.

— Fernando Quiles