Aunque no lo parezca, la crisis del COVID-19 no es la primera epidemia de gran calado que azota Sevilla. Ya en 1649, Sevilla sufrió una epidemia de peste bubónica que se cobró las vidas de 60 000 de sus aproximadamente 150 000 habitantes. Aún así, y pese a que muchos sevillanos de entonces tuvieron la impresión (no sin razón) de que se encontraban ante el fin de los tiempos, nuestra ciudad logró salir adelante y recuperarse de la hecatombe económica que supuso esta epidemia de peste.

  Como era costumbre en la época, un acontecimiento de tal magnitud como fue esta epidemia, requería de un cronista que dejase constancia de la misma para la posteridad, labor que finalmente asumió un religioso anónimo. Esta persona publicó un libro de apenas 50 páginas, titulado Copiosa relación de lo sucedido en el tiempo que duró la epidemia en la Grande y Augustísima Ciudad de Sevilla, año de 1649, que permite plantear una comparación -a mi juicio muy interesante- entre la actitud con la que los sevillanos de hace 371 años capearon la epidemia y la reacción ante el coronavirus de los habitantes de la Sevilla de hoy. Como se verá a continuación, la respuesta de los sevillanos a las crisis sanitarias de gran envergadura no han cambiado excesivamente, tanto para lo bueno como para lo malo.

  Una de las primeras similitudes que se advierten es la tendencia a buscar chivos expiatorios, a quienes culpar de la epidemia en cuestión. Según recoge nuestro cronista anónimo:

“Esta pestilencia, pues, dizen vulgarmente comunicaron unos gitanos a Triana en una ropa de Cádiz. […] Murieron todos, y los de la casa que les ocultó pagaron su villana codicia con la vida.”

  En otras palabras, la población de la Sevilla del siglo XVII se aprestó a inculpar de la catástrofe a unos gitanos -minoría étnica históricamente discriminada en España- que supuestamente habían traído desde Cádiz un cargamento de ropa infectada, con la intención de venderla en Sevilla. No obstante, cabe destacar que ni siquiera el propio cronista disponía de pruebas fehacientes de que estas habladurías fuesen ciertas (“dizen vulgarmente” equivale a las expresiones modernas “se dice” o “la gente dice”, muy útiles para tirar la piedra y esconder la mano).

  Teniendo en cuenta que vivimos en una sociedad de la información -las antípodas de la sociedad sevillana del siglo XVII- resulta especialmente decepcionante constatar cómo algunos de los sevillanos de hoy (y también parte de la ciudadanía española en general) todavía siguen cayendo en el mismo error. Concretamente, me refiero al impulso subyacente -ya sea por racismo o por simple ignorancia- de atribuir indiscriminadamente la responsabilidad de la pandemia a todas las personas con rasgos asiáticos (incluidos japoneses, coreanos, vietnamitas, etc.): mensajeros del Apocalipsis de los que hay que alejarse.

  Otro de los aspectos en los que, como sevillanos, seguimos tropezando con la misma piedra, es nuestra tendencia a sumirnos en una psicosis colectiva contraproducente. Durante la epidemia de peste de 1649, esta psicosis colectiva se manifestó de formas totalmente estrambóticas, e incluso espeluznantes en algunos casos. De entre las muchas anécdotas recabadas por nuestro clérigo sin nombre, me ha resultado especialmente llamativa la siguiente:

“[…] muger hubo que a gritos confesó siete años de amistad con su padre, del qual supe dexava hijos.”

  Dicho de otra forma, el miedo a morir llevó a muchos a confesar sus secretos más oscuros, como a esta mujer anónima que admitió públicamente haber tenido hijos de una relación incestuosa con su padre. Hubo otras personas que directamente cayeron presas de la locura, lo que les indujo a cometer actos absurdos, como el que protagonizó el portugués Manuel Rodríguez, quien:

“[…] dándole un furioso frenesí […] subiéndose al más alto tejado del Hospital, se arrojó de más de diez y seis estados [una gran altura] en un Carnero [fosa común] del Hospital, donde estuvo día y medio entre más de ocho mil difuntos.”

  Sin embargo, algunos sevillanos, más inclinados a sobrevivir a cualquier precio -incluso a costa de propagar aún más la peste-, huyeron a las zonas rurales aledañas a Sevilla:

“De la Ciudad salio mucha gente huyendo al campo y a las quintas […] y como estos que huyeron el riesgo, ya a manos del mesmo daño que les alcanzó […] perdieron muchísimos la vida.”

  Como constató el propio cronista, la decisión de saltarse la cuarentena no salvó la vida de estas personas. Más bien al contrario, la insolidaridad solo redundó en un más que probable incremento del saldo de víctimas en las comarcas cercanas a Sevilla.

  En cualquier caso, debe recordarse que la falta de medios eficaces para combatir la enfermedad justificaba -sobradamente en mi opinión- este pánico extremo. En esencia, un pánico desatado por la posibilidad de morir entre atroces sufrimientos, con el cuerpo cubierto de llagas supurantes e inflamaciones, algunas de ellas del tamaño de una manzana.

Fotografía de las inflamaciones (bubas) en un enfermo de peste contemporáneo.

  Así pues, me confieso incapaz de entender el motivo de que, en una Sevilla dotada de medios científicos y sanitarios para hacer frente al coronavirus, todavía haya personas que reaccionen de forma innecesariamente exagerada ante la crisis. Y digo exagerada porque, por mucho que pensemos lo contrario, el papel higiénico y las mascarillas no nos van a convertir en caballeros de blanca armadura invulnerables al virus. Al contrario, acaparar productos de primera necesidad solo va a incrementar las posibilidades de que todos podamos vernos desatendidos, por una escasez de medios en los hospitales que nosotros mismos habremos contribuido a provocar. Flaco favor haríamos también a la imagen de Sevilla si decidiésemos saltarnos la cuarentena y huir a nuestras casitas en la playa, incrementando así el riesgo de llevar el virus a otras localidades menos afectadas (o directamente sin casos de coronavirus conocidos).

  Ahora bien, tampoco sería justo recordar solo lo malo y olvidarnos de las actitudes positivas de los sevillanos ante la catástrofe. En 1649, la población sevillana comprendió la necesidad de realizar sacrificios por el bien de todos, tal y como demuestra el siguiente pasaje del libro:

“La ropa que se ha quemado ha sido cosa inmensa: lo precioso de las olandas [tejidos de Holanda, caros y de gran calidad], lienzos delicados, telas, colgaduras, oro, plata, sedas y otras alajas de omenaje de casa fue cosa indecible, y que valía una India.”

  Con tal de poner remedio a la epidemia, los sevillanos fueron capaces de desprenderse de sus posesiones más preciadas, sin importar su valor económico o sentimental. Es más, hubo quienes generosamente -en especial clérigos y monjas- desafiaron al riesgo de contagio para cuidar de los más vulnerables, e incluso algunas personas prestaron su ayuda a pie de calle, exponiéndose igualmente a la muerte y sin obligación alguna de hacerlo. Tal fue el caso de Antonio Venegas de Cordova, caballero de la Orden de Santiago, quien:

«Hizo empeño su valor en favorecer a un hombre […] ya con sobre sí más de ocho cuerpos muertos […] que [Antonio Venegas] fue apartando, y tomando entre sus brazos el Enfermo (que juzgando que estaba muerto lo avían arrojado en aquel lugar [una carreta para cadáveres]), le embolvió en su capa, y llamando en la Iglesia le entró en ella […].»

  También el personal médico de los hospitales sevillanos de la época cumplió diligentemente y sin tacha con su labor, pese al riesgo (muy real) de morir por contagio. Diego Ortiz de Zúñiga -noble e historiador del siglo XVII- dejó constancia de estos hechos en sus propias crónicas, que complementan a las de nuestro religioso anónimo:

“De los Médicos que entraron a curar [en el Hospital de las Cinco Llagas, actual sede del Parlamento de Andalucía] en el discurso del contagio, de seis solo quedó uno. De los Cirujanos, de diez y nueve que entraron quedaron vivos tres. De cincuenta y seis Sangradores quedaron veinte y dos.”

El Hospital de las Cinco Llagas durante la epidemia de 1649.

  Al igual que los sanitarios sevillanos de antaño, los profesionales de los actuales hospitales de Sevilla están realizando también una labor encomiable, pese a la falta de medios y la situación límite que se está viviendo en algunos centros sanitarios (como sucedió en su día con la epidemia de 1649).

  Por su parte, la ciudadanía sevillana de nuestros tiempos -de la misma forma que sus antepasados de hace casi 4 siglos- está dando muestras de su capacidad para mantenerse a la altura de las circunstancias. Sevilla entera ha logrado unirse para plantarle cara al virus: las hermandades, la Archidiócesis y las Organizaciones No Gubernamentales están intensificando su labor de atención a las personas más vulnerables. Además, un buen número de particulares y empresas están aportando su granito de arena, ya sea participando en programas de voluntariado o donando hoteles, alimentos o medicinas a las autoridades sanitarias.

  Si hay algo que la epidemia de 1649 nos ha enseñado, es -sin lugar a dudas- que las crisis como esta solo se superan desde la solidaridad, la racionalidad y el sentido común. Ahora más que nunca,

#YoMeQuedoEnCasa

 

Para saber más sobre la epidemia de 1649, se recomiendan los siguientes enlaces:

Historiador, traductor, cofrade, amante de la buena comida de mi tierra (Andalucía) y trianero de toda la vida. Actualmente estoy cursando el último año del Doble Grado de Humanidades y TEI, en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Contacto: alejandro (arroba) patiocolorao (punto) org

3 Replies to “Memorias de la peste”

  1. Me ha gustado mucho el artículo. Muy bien traído, alternando datos históricos con la realidad que vivimos. Interesantisima la transcripcion de documentos antiguos y conclusiones. Enhorabuena por tu trabajo, Alejandro, continúa por el camino iniciado y que Clio te sea propicia!

  2. He leído con mucho detenimiento la publicación y me ha gustado mucho el modo en que no solo se describe sino que también se compara una época y una situación del pasado con la actualidad

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