Probablemente, todos los sevillanos hemos paseado por el barrio de Santa Cruz al menos una vez en la vida. Sin embargo, son menos los sevillanos que conocen la trágica historia que encierran sus calles, las cuales han vivido algunos de los acontecimientos más sombríos de los últimos 800 años desde la reconquista cristiana de Sevilla, en 1248. Concretamente, me refiero al papel histórico del barrio de Santa Cruz como testigo de las persecuciones contra la comunidad judía que en él residió hasta el Edicto de expulsión de los Reyes Católicos, en 1492.

  Aunque es creencia común entre muchos sevillanos que el barrio de Santa Cruz y la judería de Sevilla ocupaban un mismo espacio urbano, lo cierto es que los límites de la antigua judería excedían los del actual barrio de Santa Cruz, abarcando una parte de dicho barrio para extenderse hasta Santa María la Blanca y San Bartolomé. Los judíos que allí vivían, al igual que los que habitaban en el resto de la Península Ibérica, eran descendientes de aquellos que abandonaron Judea con la diáspora del año 70 d.C., tras la conquista de Jerusalén por Tito y la destrucción del Templo. Sin embargo, en aras de alejarse del estigma que suponía el deicidio de la crucifixión de Jesús, los judíos hispanos elaboraron toda una serie de mitologías genealógicas que situaban su presencia en la Península en momentos muy anteriores, como en la diáspora del 583 a.C., con la destrucción del Templo por el rey babilonio Nabucodonosor, o incluso mucho antes, en tiempos del rey Salomón, en el s. X a.C.

  Según las fuentes antiguas, el solar de 16 hectáreas que ocupaba la judería estaba delimitado por una cerca (muro) con cuatro puertas, que comunicaban respectivamente con la moderna Puerta de la Carne y las actuales calles de Mesón del Moro, Rodrigo Alfonso y Rodrigo Caro; un muro segregador que, en última instancia, protegía más a los “pérfidos judíos” de los “buenos cristianos” que al revés. Sus aproximadamente 3000 habitantes disfrutaban de la protección del rey de Castilla y de los notables de la ciudad, a cambio de una serie de tributos especiales que, entre otras prerrogativas, les concedían el derecho a dirimir por sí mismos las disputas en el seno de la judería, así como a practicar su religión en paz.

Mapa con la ubicación de la antigua judería de Sevilla.

   De hecho, los judíos constituían uno de los pilares económicos de Sevilla, ya que copaban los cargos de la administración real de la ciudad, principalmente los vinculados a la recaudación de impuestos como el almojarifazgo (tasas de exportación e importación de mercancías entre Castilla y el extranjero), además de las profesiones liberales vinculadas a la Medicina y las ciencias en general. A nivel intelectual, la judería de Sevilla destacaba por su pujanza cultural, con eruditos de la talla del teólogo, médico y astrónomo Rabí Salomón o el afamado talmudista Ibn Gauison.

   Sin embargo, toda esta prosperidad material e intelectual quedó destruida para siempre con el pogromo de 1391, en el que la población cristiana de Sevilla asaltó la judería con gran violencia. Las revueltas se propagarían a Córdoba, Toledo y otras ciudades castellanas, en un contexto de inestabilidad política agravada por una crisis económica de proporciones dantescas, debido a la pandemia de peste negra de 1348 y a la Primera guerra civil castellana (un conflicto dinástico entre Pedro I el Cruel y su hermanastro Enrique II).

  Así pues, la situación del pueblo llano de Castilla (de la que Andalucía formaba parte, a excepción del reino nazarí de Granada) era ciertamente desoladora: un pueblo empobrecido, hambriento, diezmado por la peste y la guerra y desesperado por hallar un remedio para sus paupérrimas condiciones materiales, hasta el extremo de enfrentarse abiertamente contra un rey y una nobleza debilitados por las luchas de poder internas. A este respecto, los escritos de Pero López de Ayala -cronista y canciller de Castilla- reflejan la animosidad latente del pueblo llano de Castilla contra el rey y las autoridades:

«[…] las gentes estaban muy levantadas e non avían miedo de ninguno [ni del monarca castellano, Enrique III, ni de los nobles] […]».

  En resumidas cuentas, el estamento campesino y los estratos urbanos pobres de la Castilla de 1391 eran un polvorín muy inestable, que solo necesitaba de una chispa adecuada para estallar. En Sevilla, fue el entonces arcediano de Écija, el clérigo Ferrand Martínez, con jurisdicción sobre los judíos de la archidiócesis de Sevilla, quien acabó dándole al populacho la excusa perfecta para liberar violentamente todas estas tensiones, acumuladas durante años de estrecheces y penurias. Un hombre al que el cronista sevillano Diego Ortiz de Zúñiga definiera en el siglo XVII como «varón de exemplar vida, pero de zelo ménos templado que conviniera».

  Concretamente, esta excusa se manifestó en forma de los numerosos sermones y diatribas con las que el arcediano se dedicaba a criticar la supuesta iniquidad de la población judía de Castilla en general y de Sevilla en particular, abogando por la necesidad de salvar sus almas mediante el bautismo forzado. Todo ello pese a la prohibición expresa del monarca castellano de que atacase verbalmente a los judíos -sus principales banqueros-, quienes ya habían elevado numerosas quejas y denuncias con motivo del antisemitismo beligerante del clérigo. Según consta en el Acta Capitular del Cabildo de Sevilla, el propio Enrique III reprochó a las autoridades religiosas de Sevilla su falta de diligencia en llamar al orden a Ferrán Martínez:

«[…] seyendo persona [en alusión a Ferrand Martínez] que se atreve a fasser algunas cosas contra rason et derecho [sus prédicas contra los judíos sevillanos] lo qual se torna en daño et verguenza desa Iglesia et en gran menosprecio mio et de la mi justicia […]».

   Sin embargo, los sevillanos parecían más preocupados por la salvación de sus propios bolsillos que por la de las almas de los judíos. Como señala López de Ayala, «todo esto fue cobdicia de robar, segun paresció, más que devoción».

   La «codicia de robar» que refiere Ayala era un síntoma manifiesto de la envidia de la mayoría cristiana hacia la prosperidad material de los judíos, un resentimiento que en Sevilla no había hecho más que acrecentarse a causa del incidente protagonizado por Yusaf Pichón, en 1379. Pichón era un judío sevillano que había logrado hacerse con la administración de los impuestos reales del monarca castellano Enrique II, lo que le convirtió en una de las personas más ricas de Sevilla y del Reino de Castilla. Incluso sus propios correligionarios judíos envidiaban la prosperidad de Pichón, lo cual lo condujo primero a la cárcel y luego a ser ejecutado en su propia casa por tres miembros de la comunidad judía de Sevilla. Ello fue posible gracias a una orden de ejecución sumaria solicitada por los mismos al rey, quien, confiado, se la concedió sin exigirles que revelasen la identidad del presunto traidor. Como relata López de Ayala en sus Crónicas:

«[…] llegaron algunos judíos de las Aljamas al Rey, e dijéronle, que su merced les fuese dar una alvalá [orden de ejecución sin juicio previo] para […] algún Judío malsín [traidor] […] E el Rey, con la gran prisa de su coronación, no pensó que pudiera ser otra cosa […] e así libróles el alvalá que los judíos le demandaron […] e quando Yusaf vió a los Judíos, é al Alguacil [ejecutor de la sentencia de muerte], luego fue tomado e degollado [por el alguacil], sin decirle ninguna cosa, dentro de su posada […]».

   Aunque el rey, enfurecido por el asesinato de su administrador, condenó a muerte a los autores del mismo, este incidente no hizo más que reforzar el prejuicio de la población cristiana sobre la codicia sin límites de los judíos. A su vez, ello popularizó todavía más las arengas antisemitas de Ferrán Martínez.

   Envalentonados por las palabras del clérigo y ocultando sus ansias de enriquecimiento bajo el pretexto de la redención de los «infieles», el populacho sevillano protagonizó un primer motín el 15 de mayo de 1391, que las autoridades municipales se aprestaron a sofocar. A fin de curarse en salud, las autoridades sevillanas decidieron azotar públicamente a los cabecillas del levantamiento, con lo que esperaban prevenir futuros disturbios similares. No obstante, los estratos más humildes de la sociedad sevillana interpretaron estos castigos ejemplares como un atentado contra sus intentos por «hacer justicia» con los judíos, por lo que volvieron a alzarse el 6 de junio de ese mismo año.

   En esta ocasión, la violencia de los disturbios permite definirlos como un auténtico pogromo, que los escritos de Ortiz de Zúñiga presentan como una suerte de crónica de una muerte anunciada:

«[…] y Martes 6 de Junio, con segunda causa, se levantó de nuevo tal motín de los Christianos, que dió muerte el pueblo enfurecido a más de quatro mil […] y saqueó la judería […]».

  Con independencia de que dichas cifras fuesen o no exactas, lo cierto es que la judería de Sevilla quedó completamente devastada. De entre sus habitantes, solo se salvaron de la masacre quienes fingieron convertirse al cristianismo o huyeron de Sevilla. Según relata el filósofo, jurista y rabino sefardí Hasdai Crescas en una de sus cartas, el afán de lucro de los amotinados les llevó incluso a vender a parte de las mujeres y los niños judíos a los traficantes de esclavos musulmanes, lo que en la práctica equivalía a una condena de por vida a la prostitución -en el caso de las mujeres y las niñas- o al trabajo manual o la castración para servir como guardián de un harén privado -en el caso de los niños varones-.

  En última instancia, los únicos edificios de la judería que escaparon más o menos intactos del furor popular fueron las sinagogas, en cuanto que podían reaprovecharse posteriormente como iglesias. Así, en 1396, el rey les encargó a Diego Lopez de Estuñiga y Juan Hurtado de Mendoza la remodelación de la judería de Sevilla, a la que se le dio el nombre de Villa Nueva. Las cuatro sinagogas fueron convertidas en iglesias o conventos: la Iglesia de Santa María de las Nieves o Santa María la Blanca, la Iglesia de Santa Cruz, el convento de la Madre de Dios y la Iglesia de San Bartolomé.

El interior de Santa María la Blanca.

   A raíz de la destrucción casi total de la judería de Sevilla, su otrora pujante vida intelectual y económica quedó relegada al pasado, como refiere Zúñiga:

«[…] Quedó yerma lo mas de la judería, y al exemplo padecieron igual estrago todas las mas de esta provincia […]».

   Prácticamente un siglo después, tras la llegada de los primeros inquisidores a Sevilla, la maltrecha comunidad judía de Sevilla (junto con las de las diócesis de Córdoba y Cádiz) fue finalmente expulsada de su ciudad de origen hacia Extremadura, en 1483. Según cuenta la leyenda, todo se debió a un supuesto complot de la comunidad judía de Sevilla para orquestar el desembarco de tropas musulmanas en costas cristianas, que la joven y hermosa judía Susona -apodada «la Bella»- desveló al noble cristiano del que estaba enamorada. Finalmente, el 31 de marzo de 1492, los Reyes Católicos promulgaron el Edicto de expulsión de los judíos no conversos de la Península Ibérica, a quienes se les concedió un plazo de cuatro meses para liquidar sus negocios y vender sus propiedades.

  Los judíos expulsados de la Península crearon comunidades en el norte de África, Italia, Flandes, suroeste de Francia, Imperio Otomano y Oriente Medio. Como los judíos hispanos identificaban la Península Ibérica con la Sefarad bíblica (ciudad que figura en el Libro de Abdías como lugar de residencia de los judíos deportados de Jerusalén por los babilonios), los judíos expulsados por los Reyes Católicos recibieron el nombre de sefardíes. En la actualidad, la comunidad sefardí dispersa por el mundo conserva un idioma –el judeoespañol o ladino, descendiente del español antiguo– y unas costumbres y tradiciones propias y diferenciadas de las de la otra gran comunidad judía, la asquenazí.

La palabra «solitreo», escrita en el alfabeto sefardí tradicional del mismo nombre.

  Los asquenazíes son los descendientes de las comunidades judías medievales establecidas a lo largo del Rin. Tras su expulsión se asentaron en Europa Central y Oriental, preservando un idioma, el yiddish, descendiente del alemán medieval. Es en estas comunidades asquenazíes en las que se basa la representación -frecuentemente estereotipada- del mundo judío en las películas y series de Hollywood.

  En la actualidad, el legado sefardí pervive gracias a un número de instituciones dedicadas a la promoción internacional de la cultura sefardí, así como en la ya mencionada lengua judeoespañola y en otros idiomas con influencias sefardíes, tales como el papiamento de las Antillas Neerlandesas del Caribe. Todo un testimonio de la resiliencia de la cultura sefardí ante las persecuciones y las adversidades a lo largo de los siglos.

Para más información sobre los judíos de Sevilla, consúltense los siguientes enlaces:

Historiador, traductor, cofrade, amante de la buena comida de mi tierra (Andalucía) y trianero de toda la vida. Actualmente estoy cursando el último año del Doble Grado de Humanidades y TEI, en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Contacto: alejandro (arroba) patiocolorao (punto) org

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