DE IMAGO ANIMI. EL AGUADOR DE SEVILLA DE
VELÁZQUEZ O LA REPRESENTACIÓN FISIOGNÓMICA DEL HOMBRE PRUDENTE Y TEMPLADO
ARSENIO MORENO MENDOZA
Universidad Pablo de Olavide,
Sevilla
atrio, 10-11 (2005)
ISSN: 0214-8293 p. 37 - 46
RESUMEN
El Aguador de Sevilla es
un lienzo planteado por su autor como una obra maestra, una prueba de eficiencia
y capacidad en todos los factores que determinan, tanto técnica como
históricamente, el proceso de configuración del lienzo. Pero, ante todo, el
Aguador encarna un conjunto de virtude, prudencia y
templanza, que –como conceptos universales- implican una representación
codificada de las mismas, una representación ideal y a un tiempo objetiva de
unas características anímicas, cuya plasmación hunde sus raíces en el estudio
psicológico de la fisiognomía humana y su correspondencia con los humores
corporales, tan en boga en autores como G.B. della
Porta, o el maestro Huarte de San Juan.
PALABRAS CLAVE: Velázquez, pintura sevillana, barroco.
ABSTRACT
El Aguador de Sevilla is a work
by its author as a masterpiece, evidencing the artist’s efficiency and skill in all the factors which determine, both technically
and historically, the process of execution of the painting.
But, first and foremost, El Aguador embodies such virtues
as prudence and temperance –universal concepts encoded in the work. It is thus
an ideal, and at the same time, objetives depiction of psychological characteristc, resulting from the author’s
great interest in human physiognomy and its relation to
body humours, a subject so popular at the time with authors as G.B. della Porta or Huarte de San
Juan.
KEYWORDS: Velázquez, sevillian painting, baroque
«Con muchos exemplos se pudiera
autorizar cuánto se perfeccionan los pintores con el exercicio
de su noble arte, a quien llamó Tulio arte de la prudencia, que es lo mismo que
del entendimiento». (Francisco Pacheco. El Arte de la Pintura. Libro
III, Cap. IX).
Escribir, una vez más,
sobre El Aguador de Sevilla puede llegar a convertirse para el lector en algo
enojoso; cuando no para el historiador del Arte en una simple temeridad. El
célebre lienzo velazqueño, hoy custodiado en el Wellington Museum
londinense (Apsley House), era ya para Pantorba "el cuadro que cuenta con mayor literatura
antigua"1. Después, en la segunda mitad del siglo XX, no
habrían de faltar los estudios y las nuevas exégesis sobre esta obra maestra
del periodo sevillano del pintor.
El lienzo -según opinión generalizada- debió ser
realizado con anterioridad al segundo y definitivo viaje de Velázquez a Madrid
en 1623. López Rey2 opinaba que el cuadro había sido pintado entre
1619 y 1620, en tanto que Gudiol retrasaba su
ejecución a 1622, toda vez que la versión existente -según este autor- en la
colección Contini-Bonacosi de Florencia era obra
anterior a ésta3.
En 1700 el cuadro, tras pertenecer a la colección del
cardenal infante don Fernando de Austria, ya figuraba en el inventario regio
como “…un retrato de un Aguador de mano de Velázquez, llamado el dho aguador el corzo de Sevilla con marco dorado y negro”4.
Años más tarde sería visto y analizado por Palomino en 1724, quien nos dejó una
primera e imprecisa descripción del mismo5. La obra, en este mismo
siglo, sería elogiada por el padre Caimo, por don Antonio Ponz, o por el mismo
Mengs. Después vendrían las valoraciones y comentarios de Quilliet,
Cruzada Villamil, o Curtis, hasta llegar al pasado siglo, donde la pintura
suscitaría la atención y el interés de historiadores como Justi,
Beruete, Mayer, Pantorba, López Rey, Bardi, Gudiol, Camón, Gállego, Brown, Pérez Sánchez, M. Mena y
otros.
El lienzo era portado en el equipaje del joven pintor,
quien se desplazaba a la Corte por segunda vez para probar definitivamente
fortuna como artista. Sabemos, también, que el cuadro había de ser regalado o
vendido en 1623 al canónigo y maestrescuela de la catedral hispalense Juan de
Fonseca y Figueroa, un amigo de su suegro Francisco de Pacheco quien, al igual
que otros sevillanos, se había instalado en Madrid para desempeñar tareas
cortesanas, siempre en el entorno político del Conde-Duque de Olivares. Juan de
Fonseca, sumiller de cortina de Felipe IV (cargo inmediato inferior al de
capellán de los Reyes), era un eclesiástico culto, "varon
clarisimo, que con la
agudeza de su ingenio, y mucha erudición, no desdeñaba el ejercicio sobre la
Pintura"-nos comenta Palomino-6. Este ilustre sevillano, añade Ceán, "exerció la pintura
con inteligencia por recreación" y, lo que es más importante, "su
voto y parecer en el arte era reputado como el del mejor profesor"7.
Sin embargo, lo más interesante de este personaje era, sin lugar a dudas, su
acceso directo a la persona del Conde-Duque y -naturalmente- a las colecciones
regias. Todo ello, unido a su instinto protector y olfato crítico, harían de
nuestro personaje uno de los principales valedores del futuro pintor de cámara.
En el inventario del canónigo, efectuado a su muerte acaecida en 1627, el
lienzo ya figura con una sencilla inscripción: "Un cuadro de un aguador,
de mano de Diego Velázquez", siendo tasado en 400 reales, un precio
razonable para la época, aunque nada excesivo8.
El Aguador era, por tanto, toda una carta de presentación
del artista ante sus futuros comitentes, una verdadera obra maestra donde el
pintor debía mostrar toda su pericia y valía profesional en todos los aspectos,
técnicos, narrativos, hermenéuticos, que una obra de arte total debía expresar
ante los medios diletantes de la Corte.
Realizado, al igual que
los anteriores lienzos del periodo sevillano, con una paleta oscura de pigmentos
terrosos, no exenta de áreas cromáticas bien diferenciadas9, la
composición de esta obra, cifrada en un poderoso claroscuro, es de una
sobriedad extrema. Presidiendo el cuadro, el protagonista de la narración, un
viejo barbado y de semblante grave, de solemnidad circunspecta, ofrece una copa
de agua a un adolescente; mientras, en un segundo plano, un personaje joven o adulto
sacia su sed. El anciano, que atiende su pequeño
puesto de madera, sobre el que descansa una algarrafa
y un cuenco, agarra con su mano izquierda un gran cántaro.
Ciertamente, es este objeto de cerámica el que centra y
ordena espacialmente toda la composición. Aquí el cántaro es un prodigio de
volumen y textura, donde podemos apreciar el agua rezumante y hasta la misma
huella del alfarero. Pero, por encima de todo, Velázquez no ignora la
dificultad que entraña la correcta plasmación de una figura esférica en un
primer plano de la representación. En este sentido, el maestro, haciendo gala
de su conocimiento teórico de la tratadística tradicional, parece querer
reflejar en la plasmación de este objeto toda una cita erudita, una cita culta
extraída en esta ocasión del mismo L. B. Alberti, cuando en su tratado De la
Pintura refiere lo siguiente: "He visto que todas las superficies planas
tienen un color uniforme en toda su extensión, mientras que en las esféricas y
las cóncavas los colores varían, pues aquí es más claro, allí más oscuro, y el
resto una superficie de color intermedio. Esta alteración del color en una
superficie no plana presenta cierta dificultad a los pintores ignorantes. Pero
si, como hemos explicado, el pintor dibuja correctamente los contornos de la
superficie y discrimina la luz en zonas, entonces el método de colorear será
más fácil. Pues primero modificará esta superficie con blanco y negro, como le
sea oportuno, casi con un ligero roce en la línea de discriminación. Después
seguirá añadiendo al lado otra línea, por así decir, como rociada; después otra
al lado de ésta, y otra, de manera que el lugar más iluminado esté tintado con
el color más claro, mientras este mismo color vaya diluyéndose como el humo en
las partes contiguas"10.
Velázquez no es un pintor "ignorante", ni en el
plano teórico, ni en la ejecución práctica. Y así lo deja bien claro, casi
ostensible, en la realización de este inolvidable utensilio de barro, donde el
maestro hace uso de las marcas concéntricas dejadas por la mano del cantarero
para mostrar su exacta concavidad en un alarde de su dominio del dibujo y la
iluminación. Y todo ello, dotando a estos objetos de una sacralidad casi
mística, una figuración misteriosa que emergen de su propia singularidad, de su
fascinante existencia.
"Hay en este cuadro tres figuras -decía Ortega-: un
cántaro, dos vasijas, una copa llena de agua. Se trata de un conjunto de
retratos. La pintura es retrato cuando se propones transcribir la
individualidad del objeto"11.
Ciertamente aquí la pintura vuelve a ser epifanía de una
nueva y recreada realidad, una realidad individualizada en los confines de su
singularidad, en el carisma de su sencillez, en el sosiego de su eternidad.
Velázquez, a la hora de elegir sus personajes, parece
mostrar una clara inclinación en esta obra por escoger, a priori, seres reales,
por no decir habituales; personas extraídas del variopinto mosaico de tipos
populares existentes en la Sevilla de su tiempo.
El viejo, nuestro aguador, vistiendo una pobre saya o
capote de paño, es -como ya señalaron autores como López Rey o Pantorba- un antiguo conocido de la sociedad sevillana de
las primeras décadas del XVII. Su origen, como el de tantos otros inmigrantes en
la metrópoli andaluza, podría haber sido corso, lo que le habría valido el
sobrenombre popular de El Corzo entre la población. Pero también, por ironía
popular, este apelativo podría tratarse de un apodo burlesco. Y es que la
ocupación de aguador era oficio de poco provecho y peor fama, en tanto que –en
la Sevilla de aquellas décadas- el sobrenombre de corso, o corzo, era sinónimo
de hiperbólica opulencia. “Eres más rico que el corso”, rezaba un refrán
popular. “Es un corso de Sevilla”, era expresión acuñada para significar a un
hombre de mucha hacienda y caudal12. Sin embargo, mientras el Corzo
solía ser un cargador de Indias rico, nuestro honrado azacán era un pobre de
solemnidad dedicado al menester más ínfimo de los negocios.
Hablamos de un personaje real y popular, un hombre que
pasa sus horas en la calle, subsistiendo de un oficio que es producto de una
división del trabajo tantas veces cimentada en la miseria.
Siempre se ha dicho que nuestra novela picaresca ha
constituido un extraordinario observatorio de estos tipos populares, cuya
existencia literaria oscila entre la ficción creativa y la realidad palpitante.
Pues bien, en la Vida de Estebanillo
González, su anónimo autor en el capítulo quinto, nos describe la existencia de
un personaje cuyos rasgos físicos parecen coincidir con los de este Corzo
inmortalizado por el pintor sevillano.
Corre el año 1626 y Estebanillo
visita Sevilla. Ese mismo año la ciudad ha sufrido una desastrosa riada del
Guadalquivir. Y así nos lo expresa el protagonista de la novela: "Dime tan
buena diligencia, que llegué muy temprano a Sevilla, aunque en mala ocasión,
por ser en tiempo de la gran avenida de su río -nos dice-". Tras dormir en
la calle de la Galera, recibe comida y limosna de los padres cartujos a cambio
de sacar cieno de las anegadas cantinas. Después, "cansado de andar en
bodegas vacías y de sacar ruinas aguadas, di la vuelta a Sevilla, y encontrando
un día un aguador que me pareció letrado, porque tenía la barba de cola de
pato, me aconsejé de él para que me adriestrase cómo
tendría modo de vivir sin dar lugar que los alguaciles me mirasen cada día las
plantas de las manos, sin decirme la buenaventura. Él, sin resolver libros, me
dijo que, aunque era verdad que el vino que se vendía era sabroso, oloroso y
sustancioso, que no por eso dejaba de marearse muy bien la venta del agua, por
ser muy calurosa aquella tierra y haber tanta infinidad de gente en ella; y que
era oficio que con ser necesario en la república, no necesitaba de examen ni
había menester caudal.
Di por bueno su parecer, y comprando un cántaro y dos
cristalinos vidrios me encastille en el oficio de
aguador, y entré a ser uno de los de su número"13.
Aspecto de letrado, barba de cola de pato. La barba -nos
recuerda Covarrubias- es signo de experiencia y prudencia14.
¿Qué duda cabe que la descripción de este personaje nos
evoca poderosamente el retrato velazqueño? Más aún, esta barga
recortada, barba de "pato", parece quedar reflejada con mayor
precisión en la versión inicial de la colección Contini-Bonacosi,
donde los contornos de los personajes se dibujan con mayor contundencia.
Cierto es que debía existir en la ciudad un buen número
de aguadores, "de que la mayor cantidad son franceses -nos comenta Ortíz de Zúñiga allá por 1677-, de los infinitos que tienen
a Sevilla por sus Indias, polilla de mucha parte de sus tesoros"15.
Sin embargo, también es verdad que pocos debían de coincidir con las
descripciones del anónimo autor de Estebanillo y la
representación de nuestro pintor.
La composición tiene un
inevitable aire de ritualidad. Sus personajes, inmóviles y meditabundos,
adquieren un rictus ceremonioso, una quietud melancólica y reflexiva,
imperturbable en un espacio ajeno a toda coordenada de temporalidad. Iluminados
dramáticamente, ellos ni tan siquiera se observan, pues parecen vivir la
existencia de su propia representación, tácitos y enigmáticos.
El viejo ofrece, con gesto casi litúrgico, una cristalina
y abundante copa de agua al muchacho. El fondo de la copa presenta para algunos
autores una hábil burbuja decorativa de color oscuro16. Otros, en
cambio, opinan que lo que flota en el fondo del recipiente es un higo, fruto
que podía añadirse en ocasiones al agua para endulzarla. Sebastián de
Covarrubias y Gonzalo Correas, en este sentido, nos recuerdan el antiguo
proverbio castellano: “Agua al higo, y a la pera vino”17.
El higo es fruta de virtud salutífera, nos decía Camón. Pero no olvidemos una
cosa: el higo, según el Génesis, es la fruta que había transmitido a nuestros
primeros padres el conocimiento del bien y del mal18. Esta creencia
debía gozar en la época de una clara aceptación, pues es, nuevamente, el mismo
Covarrubias quien, aduciendo la autoridad del Padre Pineda y de una media
docena de autores medievales, así lo confirma19.
Finalmente, en la penumbra del oscuro fondo, encontramos
un tercer personaje, un hombre de edad intermedia que bebe con ansiedad.
Las interpretaciones iconológicas que se han vertido en
las últimas décadas sobre esta obra son conocidas.
El agua -nos dice Moffit20- es símbolo de
inocencia y de purificación. El agua fertiliza, purifica, disuelve; pero
también es fuente y cauce de toda experiencia.
Julián Gállego en 1974 –y con anterioridad Steimberg-21,
analizando la iconografía de la obra, había llegado a la siguiente conclusión
interpretativa: El cuadro, según él, constituye toda una meditación alegórica
sobre las tres edades de la vida. Para él, la copa tendida es preámbulo de un
acto iniciático del adolescente. La vejez ofrece a la mocedad la copa del
conocimiento -en este caso del conocimiento del bien y del mal-, que a ella ya
no le sirve; en tanto que el hombre en su edad madura bebe con fruición22.
En verdad, comentarios y exégesis sobre las diferentes
Edades del Hombre podían haber sido leídas por nuestro joven pintor en su
formación sevillana. Reflexiones sobre las edades y partes de la vida, recogidas
por el humanista hispalense Pedro de Mexía en su Silva de varia lección,
publicada en Sevilla en 1540, podrían haber significado una elemental fuente de
inspiración literaria para el artista.
Mexía había dedicado dos capítulos de su obra al análisis
de este tema, interpretado -nos dice el autor- desde las opiniones de
filósofos, médicos y algunos poetas23.
En ésta y otras obras, lo veremos a continuación, la
vejez es la encarnación de la sabiduría y con ella de la prudencia y la
templanza. Por tanto, parece poco cuestionable que nuestro aguador sea emblema
y expresión de las mismas.
Ilustres antecedentes iconográficos ya existían. De todos
ellos, tal vez, el más notable sea la Alegoría de la Prudencia (National Gallery de Londres),
pintada por Ticiano entre 1560 y 1570. Este lienzo presenta la siguiente
inscripción: EX PRAE/TERITO PRAESEN PRUDEN/TER AGIT NI FUTURU(M) ACTIONE(N)
DE/TURPET (El presente aprende del pasado y mira con la debida atención al
futuro).
El cuadro fue interpretado de un modo deslumbrante por
Fritz Saxl y Erwin Panofsky24, quienes
explicaron como la representación de las tres cabezas humanas, mostradas en las
diferentes edades de la vida, son la personificación de la Prudencia, siguiendo
una iconografía de raigambre medieval, sustentada por diversos textos e
imágenes que refrendan su interpretación25.
"Fingieron los antiguos -nos cuenta Covarrubias- que
aquel tan prudente y sabio varón, Jano, primer rey de los latinos, tenía dos
caras, por el cuydado con que governava
su reyno, atendiendo para su mayor acierto no sólo
las cosas pasadas, pero previniendo las por venir. Y assi
Alciato le pinta en símbolo de la prudencia"26.
El pasado es la vejez, el presente la edad madura, el
futuro es la juventud. Nuestros tres sujetos personifican estas tres realidades
cíclicas de la existencia humana.
Sin embargo, uno de los
aspectos importantes que se han dejado pasar a la hora de analizar este cuadro
es su posible lectura desde una interpretación fisiognómica.
Un libro que Velázquez poseía en su biblioteca y que, posiblemente,
debió utilizar en diferentes ocasiones, es la obra -referida ya por Sánchez
Cantón27- de Giovanni Battista della
Porta, "Della Fisionomía del l'Huomo",
traducida del latín al italiano en 159828.
Al margen de las disgresiones
que éste y otros tratados enuncian entre los paralelismos existentes entre los
rasgos corporales humanos y los animales, el libro de Della Porta se nos
presenta como un tratado de pretensiones científicas, ajeno a toda mancia peyorativa, cuya función es el estudio de la
correspondencia entre el alma y el cuerpo. Della Porta intenta revaluar el
significado de la magia, no como un poder oculto o demoniaco, según la
interpretación medieval, sino como capacidad de reproducir las causas de
fenómenos naturales, cuyo conocimiento es el presupuesto de toda indagación
científica29.
Las similitudes entre los caracteres humanos y las
diferentes especies animales, así como las relaciones existentes entre las
distintas edades de la vida y un determinado animal -que expresaba de un modo
magistral el lienzo de Ticiano-, constituían un topos
literario común, que bien podemos encontrar en obras como la de Mexía.
Sin embargo, el núcleo esencial de los estudios de
Fisiognomía que ahora nos interesa está fundamentado en el análisis entre los
caracteres del alma y su expresión corporal; también entre los paralelismos
existentes entre los humores del cuerpo y los temperamentos humanos, sin
olvidar las influencias que los diferentes astros ejercen sobre ellos. Para
Della Porta, ante todo, el rostro es verdadero testimonio y demostración de
nuestra propia conciencia, el cual es incierto, inconstante y vario,
conformando la configuración del ánimo.
La cara es el espejo del alma. El carácter de una persona
puede ser juzgado por su aspecto físico, principalmente por los rasgos de su
rostro. Un hombre prudente y sabio, por tanto, debe corresponder en sus rasgos
faciales a unos determinadas formas establecidas, a un arquetipo o canon
corporal específico.
Hemos visto cómo Velázquez recurre a un personaje real
para representar a un personaje que ha de encarnar la plasmación de la misma
Prudencia. En consecuencia, sus facciones, junto a la fidelidad retratística,
no deben apartarse de unas características fisiognómicas que, a la postre, son expresión
de un temperamento y alma virtuosos.
Veamos, en este sentido, cual es el aspecto, según Della
Porta, que debe presentar todo hombre de bien. Para él, el "huomo da bene" debe tener "la nariz grande, bien
separada de la cara, o bien larga, distante de la boca, mediocremente larga,
ancha y abierta, de bello aspecto, la respiración temperada, el pecho ancho y
los hombros grandes, los ojos huecos y grandes, que se mueven como el agua en
el vaso, que miran con mirada firme, las cejas de los ojos mediocres, los ojos
siempre abiertos oscuros húmedos, y de aspecto agradable, o bien melancólico, y
que aprietan las cejas, y con la frente austera y dividida"30.
El prudente, por su parte -nos indica-, ha de ser
"de cuerpo pequeño, el cuerpo un poco más grande que la justa medida... la
frente cuadrada de justa grandeza, la cara un poco grande, la lengua fuerte, la
voz mediana entre grave y aguda, el labio superior de la boca prominente, el
cuello inclinado a la derecha..."31.
Algunas de estas características son bien perceptibles en
el semblante de nuestro aguador. Este fenómeno pone de manifiesto el enorme
esfuerzo desarrollado por el pintor a la hora de inmortalizar una obra que ha
de ser perfecta, conjugando realidad e ideal, ciencia y experiencia. No en vano
sabemos, a través de los numerosos arrepentimientos, perceptibles o bien
visibles a través de radiografías, el extraordinario interés mostrado por
Velázquez para conseguir la exactitud de su intención.
Julián Gállego llama la atención sobre la "nobilísima cabeza" del Aguador.
Camón Aznar, por su parte, advertía "el aplomo y la dignidad de la figura" de éste32.
Más recientemente M. Mena, en
un sugestivo trabajo, ponderaba el aspecto de filósofo de nuestro personaje, hasta llegarlo a identificar con el mismo Diógenes33. Hablamos
de una cabeza rapada, pues
–tal como recuerda Correas- “cabello luengo, y corto el seso”34.
La Prudencia no se encarna de manera arbitraria; muy por
el contrario responde a una taxonomía facial
preestablecida.
Pero estas consideraciones nos llevan a una segunda
lectura del lienzo, a una interpretación hermeneútica
si cabe más sutil, aunque menos verificable.
Para Della Porta y otros estudiosos de las relaciones y paralelismos existentes entre el cuerpo humano, su fisiognomía, y el alma, el temperamento y el temple del hombre está íntimamente relacionado con el grado de humedad en que se encuentra sumergida ésta.
De nuevo nos dice Della Porta: "Vemos al hombre en
la infancia, y en la puericia ser muy ignorante, y poco menos que una bestia, y
todo esto por encontrarse el ánima en excesiva humedad sumergida, como dice
Platón por ser aquella edad muy húmeda, en la virilidad aquel calor seca tanta
humedad. El hombre comienza a saber, y es que esta edad cálida, es seca; mas estando el hombre en la vejez, entonces se hace sabio y
prudentísimo, que es fría y seca; por lo tanto la
prudencia está en la fría y seca complenxión del
cerebro"35.
El agua, uno de los cuatro elementos, cómo no, es expresión
e imagen de la humedad que enunciara la medicina hipocrática.
Por tanto, cabría aquí una nueva interpretación de la
función y valor ejercidos por el líquido elemento en la iconografía de esta
obra. El agua ya no es elemento conductor de la sabia prudencia, sino -con
relación a la Templanza- un ingrediente intrínseco a su virtualidad, un
componente regulador de la misma, pues la prudencia se incrementará en función
del trasvase de esta.
La templanza. Arnao de Bruselas. Retablo Mayor de Santa María
de Palacio de Logroño.
De los tres
protagonistas del cuadro el único que no bebe es el anciano. El joven, en
cambio, prende la gran copa en la que se sumerge el fruto del conocimiento,
sinónimo de su propia alma cognoscitiva, imperfecta e ignorante. Por su parte,
el personaje adulto mitiga aún su calor con ésta, pues todavía no ha conseguido
ni la sequedad, ni la frialdad, que caracterizan la vejez y con ella la
prudencia y la templanza.
"Otra experiencia
-añade Della Porta- se ve ocurrir a los hombres muy húmedos, ser muy ignorantes,
toscos, e indóciles y después que el calor calienta y endurecidos han madurado
el cerebro, se convierten en doctos, han descubierto varias ciencias y
vaticinado cosas futuras"36.
El agua regula, por
tanto, el temperamento vital, los humores corporales. La humedad del alma
genera ingenuidad e imprudencia.
En este sentido es
interesante prestar la debida atención a los postulados de un español, el
maestro Juan Huarte de San Juan y su obra Examen de ingenios, publicada por vez
primera en 1575, luego numerosas veces reeditada y traducida a varios idiomas37.
Huarte de San Juan llega
a diferenciar en el hombre cinco edades definidas: Puericia, adolescencia,
juventud, edad perfecta y vejez.
La puericia o infancia,
para él -siguiendo a Platón- no es más que un temperamento caliente y húmedo,
durante la cual el alma racional permanece ahogada. Sus virtudes son muchas y
pocos sus vicios, pues la niñez es "admirativa", "del cual
principio nacen todas las ciencias"38.
La adolescencia
transcurre en el hombre entre los 14 y 25 años. Su principal característica es
la mediocridad, ya que no es caliente, fría, húmeda, ni seca.
La tercera edad es la
juventud, que se cuenta entre los 25 y 35 años. "Su temperamento es
caliente y seco; del cual dijo Hipócrates: cum aqua superatur ab ligne, fit alma insana y furiosa"39. Cuando el
agua es vencida por el fuego, el alma enloquece! En este caso, por su función,
el agua es expresión y símbolo de otra de las virtudes cardinales: La
templanza. Es ella quien bien rige y modera todo temperamento abrasador. No
olvidemos, por otra parte, que la representación arcana de esta virtud teologal, es la de un ser que vierte el agua de un
recipiente a otro, expresión de la purificación y destilación del líquido
elemento y metáfora de una metamorfosis espiritual.
Por ello
, concluye Huarte de San Juan, “de aquí se entiende claramente que la
sabiduría humana ha de ser con moderación y templanza, y non con tanta
desigualdad. Y así, Galeno tiene por hombres prudentísimos a los templados
porque sapiunt et sobrietantem”.
Con la cuarta edad el
hombre torna a templarse. El calor comienza a enfriarse. "Y con la
sequedad que le quedó al cuerpo de la juventud, se hace el ánima
prudentísima".
La vejez es la última
edad del hombre. En ella el cuerpo está frio y seco. Las potencias se han perdido,
las enfermedades y flaquezas afloran. "Pero -nos dice Huarte-, con ser el
ánima racional la mesma que fue en la puericia, adolescencia, juventud,
consistencia y vejez, sin haber recibido ninguna alteración que le debilitase
sus potencias, venida a esta última edad y con este temperamento frío y seco,
es prudentísima, justa, fuerte y con temperancia"40.
El temperamento infantil
es caliente y húmedo. El hombre joven y maduro, por su parte, es ardiente y
seco y precisa de humedad para su templanza. El viejo posee un temperamento
frío y seco, que lo convierte en un ser justo, prudente y templado.
Pero es más, para Huarte estas
circunstancias también encuentran su correlato formal en las características
del propio cuerpo humano. De este modo afirma: "Ninguna cosa ofende tanto
el ánima racional, como estar en un cuerpo cargado de huesos, de pringue y de
carne. Y. así, dijo Platón que las cabezas de los hombres sabios ordinariamente
eran flacas y se ofendían fácilmente con cualquier ocasión, y es la causa que
naturaleza la hizo a teja vana, con intento de no ofender al ingenio
cargándolas de mucha materia"41.
La obesidad es sinónimo
de necedad. Los orondos y golosos protagonistas de las bambochadas son obesos
y, por tanto, moralmente reprobables y necios. Nuestro aguador, en cambio, es
enjuto y magro, grave y serio, ajeno a la hilaridad burlesca de otras obras de
género al uso. Podemos decir -una vez más- que el rostro de nuestro
protagonista responde a los postulados y principios fijados por la ciencia fisiognomica renacentista para representar la
personificación de la prudencia y la temperancia.
Por lo demás, nuestro
personaje, a diferencia de otros protagonistas bufonescos en obras de contenido
satírico, donde su atuendo es desaliñado y ridículo, presenta una vestimenta
pobre, un capote pardo
de manga boba o descosida. Esta prenda, tal como lo expresa Quevedo
en una de sus jácaras, era el hábito tradicional de los de su gremio:
Luquillas es aguador con respostero
de andrajos. Con enaguas tiene el cuero, Muy adamado de tragos.
Pero este humilde
tabardo cubre una blanquísima e inmaculada camisa, expresión tal vez de su
propia pureza de espíritu. Pareciera como si una particular obsesión por la
pulcritud envolviera toda la figura hasta en sus mínimos detalles. La
vestimenta de nuestro aguador es pobre, pero no ruin, mucho menos vil. “La
pobreza –nos comenta Juan de Mal Lara en su refranerono
es vileza”.
El cuadro del Aguador de
Sevilla es un compendio, casi enciclopédico, de conocimientos, de saberes
apenas entreabiertos; un ejercicio especulativo de agudeza de ingenio. "La
admiración de la novedad - dice Gracián- es estimación de los aciertos. El
jugar a juego descubierto ni es de utilidad ni de gusto"42.
El Aguador de Sevilla es
toda una demostración de erudición del joven maestro, un pintor
"ejercitado en la lección de varios autores", entre los que se
encontraban -a juicio de Palomino- Durero, Vesalio, Juan Bautista della Porta, Daniel Barbaro,
Alberti, Vignola y un dilatado etcétera.
Si a la maestría de su
ejecución unimos el grado de complejidad especulativa de sus contenidos
temáticos, no ha de extrañarnos que esta obra acreditara a su autor como
consumado artífice, abriéndole de un modo definitivo las puertas de la Corte. Y
con ellas, su definitiva proyección a una gloria universal.
1.
Pantorba, B: La vida y la obra de Velázquez. Compañía Bibliográfica Española, Madrid, 1955, p. 79.
2.
López Rey, J.: Velázquez: A Catalogue Raisonné of His
Oeuvre, with an Introductory Stydy. Lodres, 1963, p. 124.
3.
A.A.V.V.: Varia velazqueña. Ministerio de Educación Nacional,
Madrid, 1960, p. 418.
4.
Testamentaría del Rey Carlos II,
edición de Gloria Fernández bayton.
Madrid, Museo del Prado, 1981, vol. II, p. 216, nº 496.
5.
Palomino, A.: Vidas. Edición de Nina Ayala Mallory. Alianza
Editorial, Madrid, 1986, p. 155.
6.
Palomino. Op. cit. p.
159.
7.
Ceán
Bermudez, A.: Diccionario Histórico de los más ilustres Profesores
de las Bellas Artes de España.
Tomo II. Madrid, 1800 (Edición
Real Academia de San Fernando, 1965, p.p. 129-30.
8.
López Navio, J.: "Velázquez tasa
los cuadros de su
protector, don Juan de Fonseca". A.E.A,
1961, p.p. 53-84.
9.
Mckim-Smit,
G.: Ciencia e Historia del Arte.
Velázquez en el Prado. Museo del Prado, Madrid,
1993, p. 26.
10.
Alberti, L.B.: De la Pintura y otros
escritos sobre Arte. Editorial Tecnos,
Madrid, 1999, p. 109.
11.
Ortega y Gasset, J.: Velázquez.
Austral, Madrid, 1963, p. 46.
12.
Montoto,
L.: Personajes, personas y personillas
que corren por ambas Castillas. Vol. I. Sevilla, 1921, p. 205.
13.
Anónimo.:
Vida de Estebanillo
González. Austral, Madrid, 1943, p. 76.
14.
Covarrubias, S.: Tesoro de la lengua castellana
o española. Ed. a cargo de Martín de Riquer. Editorial Alta Fulla, Barcelona,
1987, p. 192.
15.
Ortíz
de Zúñiga, D.: Anales eclesiásticos y seculares
de la ciudad de Sevilla. Madrid, Imprenta Real,
1796, Lib. XV, p. 70.
16.
Ramírez-Montesinos, E.:
“Objetos de vidrio en los bodegones de Velázquez”, V Jornadas de Arte,
Departamento de Historia del Arte,
Centro de Estudios Históricos,
C.S.I.C., Madrid, 1991, p. 403.
17.
Covarrubias. Ibidem. P.
688. Por su parte G. Correas, en su
Vocabulario de refranes y frases proverbiales, nos remite a
este proverbio junto a otras variantes como “Al prisco vino; y agua al higo”. Visor Libros, Madrid, 1992.
18.
"Abrieronse entonces los ojos de ambos y comprendieron que
estaban desnudos, por lo cual entretejieron follaje de higuera e hiéronse unos ceñidores"
(Génesis 3).
19.
“El padre Pineda alega muchos autores
que afirman el árbol vedado
en que Adan pecó aver sido especie de higuera”. Ibidem.
20.
Moffitt, J.F.: “Imagen
and meaning in Velazquez's Water carrier of Sevilla”. Traza y Baza, num. 7, 1978, p. 10.
21.
L. Steimberg: “The
Water-Carrier of Velázquez”, Art News,
1971, p. 55-6.
22.
Gállego, J.:
Velázquez en
Sevilla. Diputación Provincial de Sevilla,
Sevilla, 1974, p. 132.
23.
Mexía.
P-: Silva de varia
lección. Edición a
cargo de Antonio Castro, Cátedra, Madrid, 1989, Vol.
I. p.p. 519-529.
24.
Panofsky, E y F. Saxl: "A late-Antique Religious Symbol in Works by
Holbein and Titian", Burlington
Magazine, XLIX, 1926, p.p. 177-81; idem, "La 'Alegoria
de la Prudencia' de Ticiano:
Post scriptum”, en El significado de las artes
visuales, Madrid, 1979, p.p. 171-93.
25.
Sastre
Vázquez, C.: "Animales virtuosos. A propósito de una nueva interpretación de la Alegoría de Ticiano en la National Gallery de
Londres". Espacio, Tiempo y Forma. Serie VII, 14. UNED,
Madrid, 2001, p.p. 31- 56.
26.
Covarrubias. Op. cit. p. 885.
27.
Sánchez Cantón,
F.J. "La librería de Valázquez",
Homenaje a Menéndez Pidal,
III, Madrid, 1925.
28.
Ruiz Pérez, P.: La Biblioteca de
Velázquez. Catálogo de la exposición.
Sevilla, Consejería de Cultura,
1999, p. 90.
29.
Caroli
F.: Storia della
Fisiognomía. Leonardo Arte,
Milano 1998, p. 70.
30.
Della Porta, G.B.: Della Fisionomia
del L'Huomo. Edizioni Analisi, Bologna, 1985, Libro V, p. 176.
31.
Id. p. 179.
32.
Camón
Aznar, J.: Velázquez. II vols.
Madrid, 1964, p, 206.
33.
Mena, M.: “El Aguador
de Velázquez o una meditación sobre
la cultura clásica: Diógenes y los hijos de Xeníades”. A.E.A. Tomo LXXII. Nº 288, Madrid, 1999, p.p. 391-414.
34.
Correas. Op.
Cit. P. 97.
35.
Della Porta. Ibidem,
Libro VI, p. 206.
36.
Ibidem.
37.
Huarte
de San Juan, J.: Examen de ingenios para las ciencias. Edición de Guillermo Serés. Cátedra, Madrid, 1989.
38.
Ibidem. p.p. 265-266.
39.
Ibidem. p. 267.
40.
Ibidem, o. 207.
41.
Ibidem. p. 270.
42.
Ibidem. p.p. 281-282.
43.
Gracián, B.:
Oráculo manual y arte de prudencia. Edición de Emilio
Blanco. Madrid, Cátedra, 1997, p. 102.