ATALANTA E HIPOMENES
de Guido Reni
VICENTE LLEÓ CAÑAL
Universidad de Sevilla
atrio, 10-11 (2005)
ISSN: 0214-8293 p. 141 - 146
RESUMEN
Análisis de la obra que
Guido Reni pintó en la segunda década del siglo XVII, que hoy guarda el Museo
del Prado.
PALABRAS CLAVE: Reni, pintura, barroco, Museo del Prado, mitología.
ABSTRACT
Insight of Reni's Works
during the second decade of the XVIIth on display in
El Museo del Prado
KEY WORDS:: Reni, painting, Baroque, Prado Museum, Mythology
Aunque resulta difícilmente creíble hoy día, el cuadro "Atalanta e Hipomenes" de
Guido Reni, sin duda una de las obras
maestras del Prado, estuvo durante largos años condenado a la llamada "Sala
Reservada" del museo, depósito de los cuadros de desnudo considerados pecaminosos para cuyo acceso era necesario un permiso especial. Después, desde 1882, por indignos motivos a los que nos referiremos más adelante estuvo depositado nada menos que en la Universidad de Granada, de donde se recuperó solamente
en 1963.
Se pensaba entonces
que el lienzo era sólo una copia de la versión existente en el Museo napolitano de Capodimonte
y, por lo tanto, de un interés secundario.
Sin embargo, una cuidadosa restauración efectuada con motivo de la exposición de pintura italiana
del siglo XVII, celebrada en Madrid en 1970, reveló en la tela
del Prado calidades insospechadas,
hasta el punto de que hoy existe un consenso prácticamente
unánime entre los investigadores en considerar a ésta la obra original y a la de Nápoles una
réplica más tardía.
Este dramático cambio de papeles viene apoyado, además, por el hecho de que la
versión madrileña ostenta una procedencia impecable -desde 1666 en las colecciones reales- lo que no
sucede, como veremos, con el ejemplar de Nápoles.
Por lo que respecta a la fecha de ejecución del cuadro, según los distintos autores oscila entre dos extremos: la fecha propuesta por Pérez Sánchez,
de c. 1612 y la que avanza Wittkower
situándolo en los primeros años de la década de los '20,
mientras que la mayoría de
los restantes investigadores,
como Bacheschi, Pepper o Fumarola, se inclinan por una datación entre ambos extremos.
El problema de la fecha no es desde luego una mera pulsión erudita. Efectivamente, si situamos la ejecución después de 1614, lo que incidentalmente
hace toda la crítica con la excepción de Pérez
Sánchez, estaríamos hablando
de una obra pintada en Bolonia, pues
en esa fecha
Reni abandona Roma, donde todo le sonreía, y retorna a su patria.
Esta huida
de Reni de Roma ha sido objeto
de gran interés por parte de
la crítica; en efecto, sorprende su decisión cuando contaba
en Roma con el favor del gran mecenas
Cardenal Scipione Borghese e incluso del propio papa
Paolo V, de la misma familia,
dejando el camino libre a
Domenichino. Es Pepper, seguramente, el que ha dado
la explicación más convincente, basándose en el carácter un tanto neurótico de Reni, por un lado, y
por otro en la insoportable presión que le suponían por la premura los encargos papales.
Lo cierto es que, establecido en su Bolonia natal, lejos del ajetreo romano, Reni produjo durante esta fase
una obra maestra tras otra, de las que, como afirma Wittkower
la "Atalanta e Hipomenes"
constituiría en cierta medida el epítome, la culminación.
El cuadro debió
causar impresión entre sus contemporáneos, según se deduce
de las copias y versiones conocidas. La mejor de ellas, después de la del Prado,
es la de la Galería de Capodimonte de Nápoles, procedente de la colección Pertusati, de Milán, de donde pasó a la colección Capperoni, de Roma. Su entrada en las galerías de Capodimonte se
produjo en fecha bastante tardía, en 1802.
Pepper menciona otra versión que pertenecía a mediados del siglo XIX al Duque de Sutherland y aún
existe otra que fue de don Pedro de Madrazo, director
del Museo del Prado, procedente a su
vez de la colección del Duque de Altamira. Esta última fue la que provocó el "destierro" a
Granada de la tela del Prado, seguramente para poner más en
valor el ejemplar de Madrazo,
que fue eventualmente vendido al marqués de Salamanca y
luego subastado por éste en París
en 1867, habiéndosele perdido desde entonces
la pista. Aún habría que mencionar un par de grabados de la "Atalanta e Hipomenes", uno mencionado por Malvasía, el biógrafo de Reni, abierto por Giovan Battista Bolognini, su discípulo, y otro, dedicado a Benedetto Cittadini, abierto po Giovan Francesco Pesca.
Pero, como decimos, es la versión del Prado la que ha suscitado
la unanimidad de la crítica
como cabeza de serie
original y absolutamente autógrafa,
aparte de su impecable procedencia. La "Atalanta e Hipomenes" madrileña fue propiedad
de Giovan Francesco Serra, marqués
Serra da Cassano, un noble genovés
criado en Madrid en casa de su tío,
embajador de Génova en España. Serra desempeñó
importantes puestos militares al servicio de Felipe
IV, en el norte de Italia y
de hecho llegó a ser
nombrado gobernador militar de Milán pero murió en
1656, cuando se dirigía a tomar posesión del puesto.
Los hijos de Serra, que vieron elevado su título a duques
de Serra da Cassano por Carlos II se instalaron en
Nápoles y allí, en 1664, procedieron a subastar una parte de su colección artística,
cuarenta cuadros en total, dieciocho de los cuales fueron adquiridos por el Virrey conde de Peñaranda de Bracamonte para Felipe IV. De ellos,
un cierto número pereció en el devastador
incendio del Alcázar Real
de 1734, pero otro se salvaron y están hoy repartidos entre el Prado, el Escorial y la Academia de San
Fernando, entre ellos, justamente
la "Atalanta e Hipomenes".
Como señala Antonio Vannugli,
que ha estudiado la colección
Serra de Cassano, aunque no
conocemos sus verdaderas dimensiones, sino sólo el grupo de obras que se vendió, ésta debió ser formada en su
mayoría en Milán y allí estaría
seguramente influida por la
gran colección del marqués
de Leganés, próxima en consecuencia al gusto español. En este
sentido cabe decir que Reni
gozaba de una extraordinaria reputación entre los
aficionados españoles, probablemente
mayor que la de cualquier otro pintor contemporáneo. En
la popularidad española de
Reni jugó un destacadísimo papel el aristócrata
boloñés marqués Virgilio Malvezzi, su mentor y
protector. No hay que olvidar que instalado
en Madrid desde 1636 y dos años más tarde
nombrado historiador oficial de Felipe IV y consejero
del Conde-Duque, Malvezzi actuó como
intermediario de Reni en diversas ocasiones. De hecho, una carta recientemente descubierta revela que a través suya obtuvo
algún cuadro de Reni el propio Marqués de Leganés.
Podemos poner en relación la "Atalanta" con otras obras maestras ejecutadas por Reni tras su retorno a Bolonia, como el espectacular "Sansón vencedor" realizado para colgar encima de una chimenea en el palacio del conde Zambeccari.
En efecto, en ambas obras
encontramos la misma síntesis imposible de lo ideal y
lo descriptivo, de clasicismo
y romanticismo, de pasión y
frialdad. En esta fase de su
trayectoria, Reni consigue controlar su tendencia
al sentimentalismo, a un clima
emocional que a veces roza la sensiblería y al que más adelante sucumbirá
ocasionalmente.
Este control deriva seguramente de la profunda impronta
clasicista que marca las obras de este periodo;
como señala Wittkower, tenemos la impresión de ver mármol que se vuelve carne, como
una estatua o un relieve helenístico que cobraran vida. Reni, por lo demás, modula magistralmente su "modo"
lingüístico que si en el Sansón, por ejemplo, adopta un tono casi épico,
en la Atalanta e Hipomenes se desliza hacia lo lírico.
Como se ha señalado a veces, la irracional iluminación de la "Atalanta", su deslumbrante
claroscuro, trae recuerdos de la fase más caravaggiesca de Reni, pero en realidad,
su pathos, su frío y
refinado erotismo se encuentran en las antípodas del clima emocional del pintor lombardo.
Irracional iluminación,
decimos: en efecto, Reni la
ha utilizado para suprimir
de la composición cualquier elemento de paisaje o ambientación
que pudiera distraer de la contemplación de los dos espléndidos
cuerpos desnudos, eurítmicamente entrelazados en una especie de paso de ballet. Tan sólo una luz
crepuscular que borra las distancias y unas vagas sombras que sugieren a grupos de espectadores. ¡Qué diferencia con la prosaica versión, aquí mismo,
en el Prado, de la "Atalanta
e Hipomenes" pintada por
Jacob Gowys, sobre boceto de Rubens, con su estadio arqueológicamente correcto y sus espectadores vociferantes!.
Pero, antes de pasar adelante debemos preguntarnos ¿a qué alude el cuadro
de Reni?, ¿qué historia narra este cuadro tan poco narrativo? Seguramente un porcentaje de los espectadores actuales que se enfrentan al lienzo lo ignoran, lo que desde luego no era el caso entre los contemporáneos cultos de Reni.
El tema, la competición
a muerte entre la princesa
y el héroe, es un tema relativamente raro; mucho más corriente
es encontrar a Atalanta junto a Meleagro en la caza del Jabalí de Calidonia, tema del que aquí, en el mismo Prado, hay dos estupendas versiones, una de Jordanes y otra de Rubens. Pero en definitiva: ¿quiénes eran Atalanta e Hipomenes?
Atalanta era la hija de los arcadios Iasos y Crímenes, aunque otras fuentes
la hacen hija del beocio Esqueneo. Consagrada a Artemisa, la diosa cazadora, y abandonada al nacer por su padre, que quería un hijo varón, fue
amamantada por una osa y creció salvaje entre los montes y la abrupta naturaleza de
su tierra. Las fuentes antiguas
la pintan como un personaje bastante formidable pues todavía muy
joven, según cuenta Apolodoro, mató a dos centauros que intentaron atentar contra su castidad, además
de derrotar a Peleo en una lucha en
honor de Pelias. Como única mujer
participó además en dos de las principales hazañas de la Grecia clásica: en primer lugar, como ya
hemos dicho, en la caza del monstruoso Jabalí de Calidonia. Aquí, de hecho, fue la primera
en hacer sangre, ocasión en la que se enamoró de ella el príncipe Meleagro, del que según algunas fuentes tuvo un hijo, Partenopeo,
que más adelante sería uno de los Siete héroes contra Tebas cantados por Esquilo. Luego la encontramos, de nuevo como única mujer, entre los argonautas que acompañaron a Jasón en su
gloriosa búsqueda del vellocino
de oro.
Vuelta a la Arcadia y deseoso su padre de que se casara, algo contra lo que la había prevenido el oráculo de Delfos, Atalanta puso como condición
para el matrimonio que el que hubiera
de ser su marido tendría que vencerla antes en una carrera, pero si
perdía, el pretendiente había de morir. Ya varios enamorados
habían sufrido el cruel castigo cuando la contempló Hipomenes, también a veces llamado Melanión, hijo de Megareo y biznieto Poseidón, quien inmediatamente cayó también bajo su hechizo. Hasta aquí, las fuentes para la historia de Atalanta son diversas, Teócrito, Higinio, Servio, Eliano, etc. Pero a partir de aquí, es decir, en lo que respecta al encuentro de Atalanta e Hipomenes, es mejor seguir la descripción de Las Metamorfosis de Ovidio.
En efecto,
el texto de Ovidio es el más completo que existe sobre el tema y seguramente el que sirvió de inspiración al propio Guido Reni, aunque con significativas desviaciones; todo él respira un clima amoroso
y sensual, empezando por el contexto de la narración, que se enmarca en una escena de admonición de Venus a su amado Adonis. Hipomenes se inflama de pasión cuando contempla a Atalanta desnuda,
pues corre sin ropa, como los hombres. Ovidio la describe así, agitada por el ejercicio, «en medio de la blancura juvenil, su cuerpo
había cobrado un tono sonrosado, no de otro modo que cuando sobre un blanco atrio un toldo purpúreo matiza de color adventicio las sombras que proyecta».
Preso de la pasión, Hipomenes increpa a Atalanta
que se atreva a correr
contra él y que no «busque
una gloria fácil venciendo a los débiles», sino a él, biznieto
del dios Poseidón. En este momento
se produce una reacción simétrica
y Atalanta, como escribe Ovidio, «alcanzada ahora por su primer amor, sin darse cuenta de lo que hace, ama y no nota el amor».
Atalanta se debate pues entre la atracción que sobre ella ejerce
el joven héroe y el horror
que le produce la seguridad de que éste será vencido en
la prueba y por lo tanto morirá.
Mientras tanto Hipomene invoca en su ayuda
a Venus quien oye con agrado su plegaria.
Venus volvía de Chipre, la isla que le estaba consagrada y allí había cogido,
de un frutal plantado
delante de su templo, aunque algunos dicen del propio
Jardín de las Hespérides, tres manzanas de oro que entrega a Hipomenes, explicándole cómo usarlas en su
beneficio.
En el fragor
de la carrera, Hipomenes
nota repentinamente que le faltan
las fuerzas y cuando ve que Atalanta va a adelantarlo,
tira al suelo uno de los tres frutos del árbol. Atalanta, sorprendida, se agacha para recogerlo, momento que Hipomenes aprovecha para ponerse otra vez
en cabeza. De nuevo recurre
al mismo truco y aún una tercera vez, sólo que esta
última lanza la fruta hacia atrás.
Continúa Venus la narración:
"pareció que la doncella
vacilaba en ir a buscarla; yo la obligué a cogerla del suelo y una vez que cogió la manzana yo la hice más
pesada y estorbé a Atalanta tanto por el peso de su carga como
por la detención".
Éste es el momento, el de recoger la tercera fruta, que ha escogido Reni para su composición y aquí, sin duda reside ese fascinante ritmo de impulsos contrapuestos que constituye el armazón compositivo del cuadro y que el pintor amplifica barrocamente con los espléndidos paños flotantes. Es como si Reni hubiera multiplicado por dos el efecto logrado por Mirón en su famoso
"Discóbolo". En éste, el escultor lograba transmitir la sensación de energía escogiendo el momento de reposo entre dos movimientos contrapuestos: el impulso hacia atrás
con el brazo que sostiene
el disco y el cuerpo pensionado hacia
delante, que marca el inminente próximo movimiento. Reni, por su parte, entrecruza el cuerpo de Atalanta, inclinado hacia el suelo y pivotando sobre la pierna derecha, pero con unos paños cuyo
vuelo todavía marca la dirección de la carrera, con el de Hipomenes, que aprovecha la situación para apretar el ritmo hacia delante,
pero que no puede evitar lanzar una mirada atrás sobre
el cuerpo desnudo de su amada. Se trata
de una composición profundamente clásica, en chiasmos,
pero llevada hasta sus últimos recursos expresivos, aunando equilibrio y dinamismo con típica tensión
barroca. Es una composición
no sustancialmente distinta
a la que emplea, por ejemplo Rubens en su famoso "Rapto de las Hijas de Leucipo", pero Reni impone una cierta frigidez, una cierta reticencia clasicista que están en las antípodas del tumultuoso tropel del flamenco.
Como ya hemos
señalado, el tema de la Atalanta e Hipomenes es relativamente raro en el arte; Pigler,
por ejemplo, anota en su Temas
del Barroco prácticamente
el doble de versiones de la
Atalanta con Meleagro que
con Hipomenes. Y tampoco parece que tuviera excesivo éxito el tema como
alegoría moralizante. De hecho, una de las escasas "lecturas", como ahora se dice, en este sentido
la encontramos en el mitógrafo español Pérez de Moya, quien en su
tratado de mitología titulado "Philosophia Secreta" de 1585 escribe:
«Que Atalanta comenzase a amar a Hipomenes y aún no se dejase dél vencer y que después de echadas las manzanas fuese vencida, significa que dos cosas mueven a las mujeres a perder la castidad: hermosura y codicia». Y continúa «Dar Venus las manzanas de oro
a Hipomenes significa que
los amadores con hirviente deseo que los mueve dan lo que tienen y porque estos dones no se dan moviéndoles la razón, mas sólo el carnal deseo, dicen que Venus las trujo porque Venus es la deesa del amor carnal».
Desde luego,
con esto no queremos insinuar ni por asomo que Reni conociera la bastante pedestre y misógina interpretación alegórica de Pérez de Moya. Hay sin embargo otras interpretaciones del mito que parecen más en consonancia
con el lienzo de Reni. El gran investigador
francés Marc Fumaroli que
se ha ocupado recientemente
del cuadro, lo considera
una "pintura de meditación", en el sentido que justamente se le daban a estos términos en el Seiscientos; es decir, como una imagen capaz de inducir a la reflexión moral, en un sentido similar a los "lugares"
ignacianos propuestos por
los jesuitas, a pesar de su aparente contenido
profano. Observa Fumaroli que la irracional iluminación que ya hemos comentado introduce una línea horizontal de tenue luz que divide
la superficie del cuadro en dos mitades, una correspondiente al suelo, a lo terrenal y otra al cielo, o a lo celestial. La peculiar composición
en chiasmos de las figuras hace que Atalanta, inclinada, se encuentre casi en su integridad
recortada sobre el plano terreno, mientras que las partes
más nobles de Hipomenes -el tronco,
la cabeza- destacan, por el contrario,
sobre el ámbito celeste,
una contraposición que no es solamente
topográfica, sino, como veremos, moral.
Pero aún hay más: uno esperaría
que la atlética y montaraz Atalanta hubiese sido representada con un cuerpo esbelto, quizás andrógino, y no con las formas voluptuosas que le da
Reni, un cuerpo de Venus grassa,
cuya desnudez viene subrayada por el trazo caligráfico del paño flotante. De la misma manera,
podríamos esperar que el rostro vuelto de Hipomenes expresase el deseo carnal que impregna toda la narración ovidiana; sin embargo, el héroe
no sólo muestra un semblante adusto, sino que el brazo extendido parece hacer ademán de rechazar, como si el héroe clásico
asumiera el papel de miles christianus, capaz de resistir las tentaciones de la concupiscencia, "elevándose",
de hecho, sobre el plano de lo terrenal hacia lo celestial.
Puede parecer
un exceso hiperinterpretativo
de la poética composición
de Reni; sin embargo, no faltan textos que apoyan este
sentido. Muy especialmente es destacable el "Ovidio Moralizado", un texto medieval de
autor anónimo que tuvo durante
siglos un éxito extraordinario,
tanto en forma manuscrita como en multitud de
ediciones impresas, en verso como
en prosa y que, como ya demostrara
Emile Mâle, aún seguía circulando entre los artistas posteriores al Concilio de Trento.
Asociadas a la manzana del juicio de Paris e incluso a la ofrecida por la serpiente a Eva en el Paraíso, para los comentadores
del Ovidio moralizado, las tres manzanas de oro que recoge Atalanta representarían los tres pecados de la concupiscencia -de
la carne, de los ojos y del orgullo-
de los que Hipomenes virtuosamente se desprende y por los que Atalanta pierde su alma. La carrera de los dos jóvenes sería, pues, la carrera del alma cristiana que encaminada hacia la muerte debe hacer su propia elección
entre la salvación y la perdición.
Se establecería así, como subraya
el investigador francés, un
"lugar" de meditación
cristiano que se superpone
a la fábula clásica, a la poesía pagana. Un "lugar" en el que se advierte de los peligros del amor carnal, de la pasión desenfrenada. Pero la exégesis ha
continuado depositando capas de significación sobre la fábula, llegando en las "Mythologie sive explicaciones Fabularum"
de Natale Conti, editadas en
multitud de ocasiones desde la princeps de 1551, a la identificación
pura y simple de Atalanta
con Voluptas, es decir, el
placer carnal; en realidad,
identificando al personaje
con su símbolo, con las
manzanas de oro que porta.
Seguramente esta
interpretación moralizante viene apoyada también
por el desenlace de la historia
de Atalanta e Hipomenes, desenlace cuyas funestas consecuencias podemos ver al salir del museo, con sólo llegarnos a la castiza Plaza de Cibeles. En efecto, los dos amantes fueron metamorfoseados en los leones que tiran del carro de la diosa Cibeles.
Debemos volver
al texto ovidiano. En éste, Venus continúa narrando su Adonis la historia, mostrándose dolida por el olvido de Hipomenes una vez que ha ganado la carrera. «¿No merecí -se lamenta- que me diera las
gracias, que me ofreciera el homenaje
del incienso, Adonis?». La ingratitud de los jóvenes torna la actitud benevolente de la diosa en furor y en planes de venganza. «Pasaban ellos -continúa Venus- junto al templo oculto en
la selvática espesura que en otro tiempo
había edificado a la madre de los dioses el ilustre Equino cumpliendo un voto, y el largo viaje les aconsejó descansar; entonces se ve Hipomenes invadido por inoportuno deseo, suscitado por mi divino poder, de yacer con Atalanta. Junto al templo había un escondrijo de muy pequeña entrada, semejante a una cueva, con un revestimiento natural de piedra pómez, lugar consagrado
desde antiguo por la religión, adonde
el sacerdote del templo había llevado muchas
imágenes de madera de antiguos dioses. Allí entra Hipomenes y profana aquel santuario
con el ultraje de un acto prohibido. Los objetos sagrados apartaron los ojos y la Madre de
las Torres (Cibeles) pensó en sumergir a los culpables en las ondas de la Estigia. Ligero le pareció el castigo y entonces unas melenas
azafranadas cubren los cuellos antes lampiños, los dedos se les curvan formando garras, de los hombros surgen paletillas, todo el peso viene a parar al pecho, con la cola barren la superficie
de la arena, el semblante tiene
cólera, en vez de palabras emiten rugidos, frecuentan como tálamos las selvas y, temibles para los demás, tascan con sus dientes cautivos los frenos de Cibeles, convertidos en leones».
La cita ha sido
larga pero
valía la pena para situar en sus justos
términos esta sorprendente metamorfosis que, por lo demás,
parece derivar de un equívoco. En efecto,
los mitógrafos antiguos aseguraban, aduciendo para ello la "Historia Natural" de Plinio, que los leones, es decir, un león y una leona, no
mantenían relaciones sexuales entre ellos, sino sólo con leopardos.
Uncir a la pareja de leones
al carro de Cibeles significaba de hecho condenarlos a una forzada castidad. Sin embargo, Plinio no
dice nada semejante, sino
que cuando un león sorprende a una leona después de haber yacido con un leopardo la castiga vigorosamente. ¿Alegoría pues, de la lujuria o de la infidelidad?
Es un asunto difícil de establecer, pero, en cualquier
caso, las interpretaciones posteriores parecen ir por otros derroteros.
En efecto, la pareja de amantes transformados en leones llegaría
a convertirse en símbolo del furor; por una curiosa evolución,
el león pasó de ser el atributo del colérico -una de las
categorías humanas de la Antigüedad basadas en los humores corporales- a convertirse en personificación misma de la cólera. Verlos uncidos al carro de Cibeles vendría a simbolizar el papel dulcificador, pacificador de la diosa. En este sentido
lo vemos empleado en uno de los emblemas
de Andrea Alciato, al que cito
por la edición española de
1549, basado en el adagio clásico Omnia vincit amor: «La fuerza del león tiene vencida
Amor / si no es de Amor jamás
vencido / que a sólo Amor
ser quiso amor rendido / a quien no hay cosa que no esté rendida. / La rienda tiene en la siniestra
assida / y el látigo en la diestra está
esculpido. / Con éste el apetito es compelido / y la razón de aquella está oprimida / ¿Quién terná el corazón al sentimiento tan hecho / que no tema aqueste fuego / en ver dar
a un león tan gran tormento?
/ Dichoso aquél que a tal mal halló luego
/ Remedio para echar del pensamiento / la pena de tan gran
desasosiego».
No deja de ser irónica esta melancólica
interpretación de la metamorfosis
sufrida por Atalanta e Hipomenes, condenados a una forzada castidad por la influencia de Cibeles. En realidad Cibeles era cualquier
cosa menos casta; esta salvaje
Afrodita diosa de origen frigio tenía
sus sacerdotes que para alcanzar
la perfecta unión con la diosa
se emasculaban y disfrazaban
de mujeres y así travestidos se entregaban a la prostitución sagrada.
Pero abandonemos el rigor de la
moderna arqueología y busquemos, para terminar estas breves reflexiones suscitadas por el prodigioso cuadro de Guido Reni, un digno colofón, un equivalente poético.
Poseemos en
español una maravillosa versión de la historia de Atalanta e Hipomenes debida a don Diego Hurtado de Mendoza. La incluyó este hijo
del Conde de Tendilla (hijo
de la Alhambra, lo llamó su biógrafa) y embajador del Emperador
Carlos en Venecia, dentro
de una composición dedicada
a los amores de Venus y Adonis. Creo que las octavas centrales que ilustran la carrera de los amantes
constituye una poética anticipación de la pintura: