Velázquez y las ermitas del Buen Retiro: entre el eremitismo religioso y el refinamiento
cortesano
ALFONSO RODRÍGUEZ G. DE
CEBALLOS
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. España
atrio, 15-16 (2010)
ISSN: 0214-8289 p. 135 - 148
Resumen: En los jardines del palacio del Buen Retiro, que había sido construido
por el conde-duque de Olivares para Felipe IV, se encontraban diseminadas siete ermitas. La presencia de estos edificios está justificada por tratarse de un lugar
tradicional de retiro. Esta manifestación
del arte cortesano se pone en relación con los antecedentes eremíticos.
Palabras clave: Palacio del Buen Retiro, ermita, desierto, arquitectura cortesana, Felipe IV, arte barroco,Velázquez.
Abstract:
In the gardens at El Buen Retiro, commissioned by Conde Duque de Olivares for Felipe IV,
seven hermit constructions were to be found. These buildings served the purpose of religious worship
in solitude. Of interest about these constructions is their mixed nature as
religious and courtly works of art.
Key words: Palacio del Buen Retiro, hermit, desert,
courtly architecture, Felipe IV, Baroque,Velasquez.
El lienzo de
Diego Velázquez Encuentro de San Antonio Abad con San Pablo, primer ermitaño, fue pintado para una
de las ermitas del parque del
palacio del Buen Retiro, concretamente para la dedicada al
referido San Pablo, dentro de un contexto
que voy a examinar con la debida atención antes de
pasar al comentario del cuadro.
En efecto, no deja de llamar la atención que en los jardines de un palacio, ordenado edificar por el conde-duque de Olivares
para el solaz, recreo y ociosidad de Felipe IV, los jardines
del parque estuvieran sembrados nada menos que de siete ermitas: a saber las de San
Juan y Santa María Magdalena al norte, no lejos de la puerta de Alcalá; la de San Isidro, la más cercana al edificio del palacio, casi lindando con el Coliseo de las Comedias; las de San
Jerónimo y San Bruno, entre el estanque
llamado ochavado” y el estanque grande al otro extremo del jardín; la mencionada de San Pablo
al sur, casi en línea con los apartamentos reales del palacio; y, finalmente,
la de mayor tamaño, la dedicada
a San Antonio de Padua o de los Portugueses, aislada y casi fuera del perímetro del parque1.
Jusepe Leonardo:Vista del
Palacio y Jardines del Buen
Retiro.
Sin embargo para explicarse
semejante extrañeza debe de
tenerse en cuenta que el nuevo palacio del Retiro,
iniciado en 1629, fue en realidad la ampliación a lo grande de un pequeño cuarto, adosado a uno de los lados de la iglesia del convento de San Jerónimo, fundado por Enrique IV y continuado
por los Reyes Católicos, donde,
como escribe el P. José de Sigüenza
“se recogen las personas reales
algunas veces a oír los divinos oficios”2. Se sabe que
a este cuarto o aposento real se retiraron el emperador Carlos V y su hijo Felipe II, cuando eventualmente residieron en Madrid, para celebrar la Semana Santa y guardar los lutos consiguientes al fallecimiento de algún miembro de sus familia, prosiguiendo de esta manera una costumbre establecida desde mucho antes por la monarquía española. Esta circunstancia hizo que el nuevo, amplio y cómodo palacio que prolongó el viejo “cuarto real” anexo a la iglesia y
monasterio de los Jerónimos se denominase justamente “Palacio
del Retiro”.
Comenta el conde Lorenzo de Magalotti,
cronista del viaje del gran
duque de Toscana, Cosme III
de Médicis, a Madrid en 1668,
a propósito de la vista al palacio del Retiro, que “las ermitas son casitas
de ladrillo y de piedra con una capillita, que eran habitadas por un fraile de San Jerónimo que tienen la iglesia y el monasterio por debajo del Retiro”3. Es
esta una noticia tardía que no he podido confirmar, pues ni el P. Sigüenza, en su Historia de la Orden de San
Jerónimo, hace alusión a las tales ermitas habitadas por frailes del monasterio madrileño y los planos más antiguos
de Madrid, como el de Antonio Marcelli
editado por Jerónimo de
Witt hacia 1630, aunque ofrece la imagen del monasterio rodeado por una amplia huerta, no permiten ver en ella
las tales ermitas. El verdadero
precedente que suele señalarse
de la inclusión de ermitas en un jardín profano, fue el de la huerta y del parque del duque de Lerma, plantados junto al
río Arlanza, por debajo de su palacio ducal, en la villa de Lerma, a comienzos del siglo XVII. Había allí cinco
ermitas, todas ellas en el parque,
entre alamedas por las que discurrían senderos que conducían a ellas4. No sabemos, sin
embargo, si estaban dedicadas como las del Retiro, a santos fundamentalmente ermitaños, pues la única que se conserva lleva el nombre de la Vera Cruz,
cuadrada y toda ella edificada
de piedra de sillería. En todo
caso ya en
el soto de Lerma se produjo
esa mecla de recorrido devoto por las ermitas y recreo profano en los cenadores, fuentes, pesquerías y paseos fluviales en barca por el Arlanza, algo que constituiría un componente específico de la mixtificada religiosidad de la corte española.
Con todo
parece que las ermitas del Retiro tuvieron su genuino origen
en las que rodeaban el monasterio de Montserrat, que visitó
Felipe IV a la vuelta de Barcelona en 1626, pues ordenó
la construcción de trece, siguiendo aquel modelo, en los jardines de Aranjuez. Montserrat efectivamente
contaba con trece ermitas, situadas en sitios arriscados y solitarios de aquella montaña imponente, unas a mediodía, otras a tramontana, que describe morosamente
fray Antonio de Yepes en la
Crónica General de la Orden de San Benito.
Estaban dedicadas a San Jerónimo, San Antonio, Santa María Magdalena, San Onofre, San
Juan, Santa Catalina, San Miguel, San Benito, Santa Ana San Gregorio, la Trinidad,
San Salvador y la Santa Cruz.“Gozan las ermitas – escribe
Yepes- de hermosas y alegres vistas, unas más que otras,
y hay en todas capillas pequeñas con su altar.Tienen sus cisternas labradas las más de ellas en
las peñas, donde cogen el agua de las lluvias; tienen sus vergelitos o huertos donde crían los ermitaños algunas hortalizas para su sustento”5. Moraban en ella alternativamente, haciendo
vida solitaria, entre 18 y 20 religiosos benedictinos que anhelaban aquel tipo de vida,
que fue codificada por el abad fray García de Cisneros una vez
que el monasterio catalán pasó a depender en 1492 de la reformada Congregación de San Benito de Valladolid.
Sin embargo el retorno a la vida anacorética o retirada, que en los siglos IV y V habían practicado los primeros monjes como San Pablo, San Antonio,
el abad San Pacomio, San Jerónimo, etc., para dedicarse a solas a la oración y al trato con Dios en los desiertos de Egipto, de Palestina, de Siria y otros lugares de Oriente Medio, fue anhelo común de las órdenes religiosas reformadas desde finales del siglo XV. Así
fray Pedro de Villacreces (+1422), reformador de la orden franciscana en España, se había
retirado a una cueva del monte
Celia, junto al monasterio que fundó
en La Salceda, en la provincia de Guadalajara, para
rezar y hacer áspera penitencia, en lo que le imitó también San Diego de Alcalá. Lo mismo hizo fray Francisco Jiménez
de Cisneros, que prosiguió la reducción
a la primitiva observancia de
los monasterios franciscanos,
y era tío del mencionado abad de Montserrat, fray García de Cisneros6. En recuerdo de aquellos esclarecidos varones fray Pedro Gonzalez
de Mendoza, hijo de los príncipes
de Éboli y duques de Pastrana,
mientras fue prior del monasterio de Nuestra Señora de La
Salceda, decidió convertir el anejo monte Celia en una mezcla entre “Eremitorio” y “Sacromonte”, sistematizando
en él 15 ermitas, a las que se ascendía gradualmente por sinuosos senderos abiertos entre olivos, encinas y cipreses, hasta la más alta de todas, colocada en la cima del monte. La subida comenzaba por las ermitas adonde se retiraron Villacreces, San Diego de Alcalá y
el cardenal Cisneros, que estaban
en lo bajo, y continuaba en la pendiente por otras consagradas a santos anacoretas como San Juan Bautista, Santa María Magdalena, San Antonio y
el mismo San Francisco de Asís. A continuación las ermitas
siguientes rememoraban las estaciones del Vía Crucis,
conteniendo en su interior retablitos
con grupos de esculturas, que
las escenificaban a la manera de los “Sacromontes” italianos, como el famoso
de Varallo en la Lombardía española. Fray Pedro González
de Mendoza publicó en 1616,
cuando era arzobispo de Granada,
una descripción minuciosa del
monte y sus ermitas que tituló
La peregrinación del alma por el monte Celia. Descripción de las cuevas,ermitas
y casa de Nuestra Señora de La Salceda,
ilustrado con un grabado de
Hermann Straesser, libro que
fue conocido sin duda en la corte
de Felipe III y de su hijo Felipe
IV7.
Sin ir tan lejos, en Madrid mismo las Clarisas Franciscanas Descalzas, que no podían, por causa
de la rigurosa clausura endurecida por el concilio de Trento,
salir para hacer vida retirada en
montes y desiertos, tuvieron en la huerta y jardín del monasterio unas llamadas “casitas” o reducidas celdas donde se retiraban por turno a la oración en soledad.
Sin duda para estimularse a ello encargaron una serie
de 35 cuadros de santos ermitaños, que distribuyeron por los
tránsitos y lugares de paso del convento. Estos lienzos, de autor anónimo, que aún se conservan, se inspiraron en una colección de grabados de santos ermitaños efectuada por Jean y Raphael Sadeler
según dibujo del pintor, también flamenco, Maerten de Vos, que, con el significativo título de Solitudo sive Vitae Patrum Eremicolicarum, se conservan
encuadernados en un volumen en la biblioteca del monasterio8.
Otra orden religiosa reformada
en el XVI, la de los Carmelitas
Descalzos, también aspiró al regreso al anacoretismo practicado por el
monacato primitivo. Este deseo impregnaba
el ambiente después de instaurada la reforma católica universal por el concilio
de Trento.Así no puede resultar extraño que Santa Teresa
de Jesús, cuando era aún niña jugase, con su hermano Rodrigo a ser ermitaños. La santa reformadora persiguió ese ideal en los conventos que fundó en vida
y ella misma se retiraba a temporadas a una choza de la huerta del convento de San José de Avila para hacer
vida eremítica, como lo relata en el libro de Las Fundaciones. Su compañero San Juan de la Cruz en su Subida al monte Carmelo,
distinguíendo entre varios lugares devotos para alcanzar la unión con Dios, describía el primero así:“La primera diferencia es algunas disposiciones de tierras y
sitios que con la agradable apariencia
de sus diferencias, ahora en disposición de tierra, ahora de árboles, ahora de solitaria quietud, naturalmente despiertan la devoción... Por tanto
estando en tal lugar, olvidados
de él, han de procurar los religioso estar en su interior con Dios.Así lo hacían los anacoretas y otros santos ermitaños que en los anchísimos y graciosísimos desiertos escogían el menor lugar que les podía bastar, edificando
estrechísimas cuevas y encerrándose allí...”9.
Los frailes carmelitas materializaron
este tipo de lugar en los llamados
“Desiertos”, donde se apartaban por algún tiempo de los conventos urbanos para dedicarse a la oración y ejercicios piadosos. Estaban enclavados por lo general en lugares apartados, pero no exentos de amenidad, generalmente en un valle rodeado
de riscos y peñascos, donde había diferentes
especies de árboles y arbustos y donde no faltaba el agua. El edificio central, plantado en el fondo del valle, consistía en una capilla rodeada de celdas individuales, pero también de un refectorio y otros aposentos donde hacer vida
común o cenobítica. Pero en los alrededores más agrestes de rocas y peñascos había cuevas y ermitas con altares, unas más simples llamadas oratorios, donde los religiosos pasaban el día en solitario
haciendo sus oraciones, otras más complejas
o viviendas, provistas de dormitorio, cocina y un huertecillo
en que habitaban permanentemente algunos de los carmelitas como anacoretas. Todo
el conjunto estaba rodeado de una alta
cerca para evitar la intromisión de personas que pudiesen
perturbar esta suerte de vida totalmente contemplativa10. Estos
“Desiertos”carmelitanos, que se extendieron
por Europa y la América española, en su disposición, guardaban una gran semejanza, por su combinación de vida cenobítica y anacorética, con la Camáldula, fundada por San Romualdo en el siglo X en una zona montañosa cerca de Arezzo (Italia),
tal como la representa el cuadro de El Greco del
Instituto Valencia de don Juan (Madrid). El primero de los“Desiertos”
españoles fue el de Nuestra
Señora del Carmen en Bolarque, Guadalajara, al lado del
río Tajo, que fue inaugurado en su
integridad en 1598 y llegó a contar 32 ermitas y oratorios. Otro muy célebre fue el de San José del
Monte de las Batuecas, situado
en un amplio terreno que el III duque de Alba cedió al sur de la provincia de Salamanca,
pues tenía seis kilómetros de cerca, y fue inaugurado en 1602.Tenía 16 ermitas exteriores, todas ellas provistas de
fuentes entre cipreses, emplazadas en los abruptos y pintorescos alrededores
del maravilloso valle11.
Dominico Greco: Alegoría de
la Camaldula
No sólo los religiosos de
las órdenes reformadas, sino también algunos
seglares optaron durante los siglos XVI y XVII por el modelo
de vida retirada, que parece haberse puesto de moda en los Siglos de Oro.Y no me refiero
exclusivamente a los denominados Beaterios femeninos de pueblos y ciudades, donde viudas y otras mujeres piadosas
se encerraban y, a veces, materialmente se emparedaban. La literatura de la época nos muestra
continuamente ejemplos de eremitismo laico. Cervantes
escribe que uno de los personajes
de su novela póstuma, Persiles y Segismunda, llamado Rutilio, escoge la vida eremítica y comenta, no sin gracia: “Y todos le abrazaron y los más de ellos lloraron
de ver la santa resolución del nuevo ermitaño, que
aunque la nuestra no se enmiende, siempre da gusto ver enmendar la ajena vida”12. Tirso
de Molina, en la primera escena de su comedia
El condenado por desconfiado,
presenta al protagonista, Paulo,
junto con su criado Pedrisco, llevando vida de ermitaños en sendas grutas
que se elevan entre agudos peñascos a las afueras de la ciudad
de Nápoles.Y el capitán Alonso
de Contreras cuenta en el libro Discurso de mi vida que, huyendo de la persecución de los sicarios de
don Rodrigo Calderón, se escondió en una cueva del Moncayo haciéndose pasar unas temporada por ermitaño, para lo que adqurió
–escribe- los instrumentos de tal:
“cilicio, disciplinas, y sayal de que hacer un saco, un reloj de arena, una calavera,
simientes y un hazadoncillo”13.
Pedro de Texeira:Vista de la
Ermita de San Juan.
J. Muperton: Dibujo de la Ermita de San Antonio.
Después de este largo preámbulo vuelvo a las ermitas del Buen Retiro. En el contexto
histórico e ideológico
hasta ahora expuesto se explica mejor el deseo,que probablemente procedió del conde-duque de
Olivares, de sembrar de ermitas
el parque y los jardines
del palacio. Se sabe que él
mismo, persona que raramente
asistía a las comedias y diversiones organizadas en
el recinto del palacio y sus aledaños,
se retiraba con frecuencia
a la ermita de San Juan, no sólo
porque era la residencia
del alcaide de aquel Real Sitio, cargo que ostentaba, sino porque deseaba estudiar y meditar allí aislado de la corte, para lo cual había hecho disponer
a un lado de la capilla un amplio aposento con biblioteca. Hay que considerar además otro factor. Las seis ermitas que con sus altares, pinturas
y esculturas estaban consagradas a santos que fundamentalmente habían ejercitado
la vida anacorética, se hallaban terminadas en su totalidad
en 1636, ya que la construcción de la última y más amplia de todas,
la de San Antonio, fue contratada
en con Alonso Carbonel en julio de 163514. Pues bien, con posterioridad, entre
1639 y 1640, Felipe IV encargó a su
embajador entonces en Roma, don Manuel de Moura, marqués
de Castel Rodrigo, la adquisición de una numerosa serie de paisajes, la mayor parte con ermitaños, que pasó a decorar la planta principal del ala occidental del palacio y
que, por eso, fue denominada “Galería de los Paisajes”. Las pinturas fueron encomendadas de orden del marqués de Castel Rodrigo, don Manuel de Moura Cortereal, a los más prestigiosos pintores nórdicos del género que había en Roma, como Nicolas Poussin, Claudio de Lorena, Gaspar Dughet, Jean Lemaire, Herman van Swanevelt
y Jan Both, a cuyas pinturas se añadirían
algunas de paisajistas españoles, como Martínez del Mazo,Agüero y Collantes15.
Esta pinturas de ermitaños fueron una suerte de complemento de
las que consta que había en las propias ermitas del parque, como la de Diego Velázquez en la
de San Pablo, y son también, de alguna
manera, clave para interpretar
el sentido peculiar de las mismas
ermitas del parque.
Los anacoretas
pintados para El Retiro se encuentran
todos inmersos en paisajes, idílicos
unas veces, sembrados de ruinas antiguas otros. Por ejemplo el desierto en que Poussin pinta a San Jerónimo penitente, semidesnudo y golpeándose el pecho con una piedra, no se corresponde con la imagen tradicional
que tenemos del desierto donde hizo penitencia,
sino que es un bellísimo escenario sembrado, eso sí, de algunas
rocas, pero repleto de retamas y de añosos árboles, a través de cuyas ramas se filtra una luz serena
y apacible. ¡Qué lejos se encuentra –repito- del desierto de Calcis, entre Siria y Mesopotamia,
adonde se retiró el santo en 482 y que describe en la célebre carta a su discípula Eustoquia
como inhóspito, yermo, pedregoso y lleno de serpientes, alacranes y escorpiones!16.
Con mayor razón se puede decir lo mismo del desierto pintado por Claudio de Lorena para situar en él
a Santa María Magdalena (o acaso la monja mercedaria Santa María de Cervelló); es un paisaje artificial
de la campiña romana, en cuyo fondo
luminoso es dado percibir al
ganado pastando y un río atravesado por un puente. El concepto de desierto fue trasformado
en un lugar idílico por influjo de la poesía bucólica
antigua y la moderna, que resurgió
en el Renacimiento, y por una
nueva sensibilidad hacia la naturaleza. Es la misma sensibilidad que impulsó a los humanistas a revivir el ocio campestre en villas parecidas a las que descritas por
Plinio,Varrón y Columela o en los pequeños casinos urbanos enclavados en los “viridaria” o jardines familiares de los patricios de Roma17 .Y fue
esta nueva sensibilidad la que, en el fondo, inspiró igualmente a don Gaspar de Guzmán a la hora de hacer construir el palacio del Buen Retiro rodeado
de huertas y jardines. El propio San Juan de la Cruz se contagió
de esta nueva mentalidad pues, como vimos, describía
los desiertos de los primitivos
anacoretas como “anchísimos y graciosísimos”, de suerte
que el ermitaño había de renunciar a los deleites sensibles a que sus arboledas invitaban,
para concentrase exclusivamente en la contemplación divina.
Por otra parte la escenas con anacoretas que pintó al fresco el flamenco Paul Brill en
los muros de la basílica romana de Santa Cecilia in Transtévere
hacia 1599, que pudieron servir de modelo a los pintores nórdicos a quienes el marqués de Castel Rodrigo
encargó las pinturas para la “Galería
de Paisajes” del Retiro, ya envolvían a los ermitaños en un
bucólico paisaje.Y las series antes mencionadas de grabados de anacoretas hechas por los hermanos Sadeler según dibujo de Maerten de Vos, que también debieron servir de guía a muchos pintores de ermitaños, los ofrecían igualmente inmersos en pintorescos y escalonados paisajes a la manera de Patinir.
Nicolas Poussin: San Jerónimo en el desierto
Por todo lo dicho las ermitas del parque del Retiro no funcionaban en puridad como sitios destinados al retiro y penitencia, sino como las ermitas de santos populares ubicadas a las salidas de pueblos
y ciudades, donde se celebraban actos piadosos, pero también romerías, meriendas y bailes. al aire libre. Desgraciadamente no tenemos demasiadas noticias de las
celebraciones religiosas en las ermitas del Retiro, pero como
todas estaban provistas de capilla con uno a varios altares,
es de suponer que la familia
real y los cortesanos peregrinarían
a ellas en las fiestas de sus
santos titulares, cuando se encontraban de jornada en el Buen Retiro.
Según cálculos, Felipe IV habitaba allí unos
40 días cada año, trasladándose a comienzos del carnaval y la cuaresma, durante las fiestas de la
Ascensión y las de San Juan Bautista18. Consta que la víspera de esta festividad popular de San Juan
se festejaba profanamente con hogueras, bailes y pantomimas
en los jardines y prados que rodeaban esta ermita y que, al día siguiente, se oía misa en
su capilla. Pero los cronistas madrileños León Pinelo, Jerónimo de Barrionuevo y
Juan Pellicer y Tovar, o los embajadores extranjeros, como el del ducado de Toscana Bernardo Monanni,
estuvieron más atentos a narrar los sucesos alegres y profanos que acontecían en torno a las ermitas. que los religiosos y devotos. Así con motivo de la visita de la princesa de Carignano a la corte en 1637, en febrero el rey,
la reina y la princesa fueron agasajados en la ermita de San Bruno con danzas, una boda campesina a la gallega, una comedia
y una merienda de 50 platos. Otra de las fiestas tuvo como escenario
la ermita de San Isidro, a la que el rey, la reina y sus acompañantes se trasladaron en góndola hasta el estanque que se encontraba a sus espaldas. Poco antes de la caída del conde-duque de Olivares
en 1643 tuvo lugar, en los aposentos
que rodeaban la ermita de San
Antonio de Padua, una suculenta merienda
de infinidad de platos y vinos
de todas las marcas, ofrecida por el valido a 50 generales del ejército, entre ellos bastantes que eran extranjeros, la cual terminó con un paseo en barca por el estanque grande del parque.
Por eso no
es de admirar que esta sofisticada combinación de sacro y profano se proyectase incluso en la decoración de algunas de las ermitas. En la ermita de Santa María Magdalena
se colgaron cuatro paisajes pintados en 1637 por Juan
de Solís, a quien también se
pagó por la pintura de un Baco.
Opina José María de Azcárate,
quien dio a conocer esta noticia
y otras muchas sacadas del Archivo de Simancas, que
quizás el pagador confundió una pintura de la Magdalena semidesnuda
con Baco19. Pero no estoy
seguro de su interpretación, toda vez que para la de San Jerónimo
se habían pagado el año anterior 240.000 maravedíes al
escultor Antonio de Herrera por cinco figuras de alabastro,
tres de los Reyes Magos y otras
dos de Venus y Adonis. Pienso en
este caso que las figuras de los Reyes Magos se colocarían dentro de la capilla de
la ermita, mientras las de Venus
y Adonis lo serían en alguna de las grutas que artificialmente se construyeron en el jardincillo que estaba a espaldas de ella. El caso más
notable fue, sin embargo, la profanación
de la ermita de San Pablo ermitaño
para transformarla en un espacio totalmente lúdico y profano.
El hecho sucedió, sin embargo, tardíamente
entre 1659 y 1667, cuando a la primitiva
y sencilla capilla se le añadió un amplio vestíbulo-salón y una fachada nueva completamente diferente de la anterior, que tendremos
ocasión de visualizar más adelante. El salón y la fachada fueron pintados al fresco por los cuadraturistas
boloñeses Agostino Mitelli
y Angelo Michele Colonna, traídos a España por mediación
de Diego Velázquez durante su
segundo viaje a Italia, quienes
simularon arquitecturas fingidas, entreveradas con temas mitológicos de la fábula de Céfalo y Aurora20.
La nueva estructura fue concebida para que desde ella Felipe IV y su nueva esposa,
Mariana de Austria, pudieran contemplar representaciones teatrales al aire libre, en las que tomaban
parte, como dcorado, las pérgolas enramadas y los parterres
de la plaza abierta delante
de ella, según lo percibimos en la estampa de Louis Meunier para el libro
Les Delices d’Espagne.
En su centro
se colocó, en 1656, una fuente coronada por la estatua de Narciso con los brazos
abiertos, reflejándose en las aguas del último pilón de los que constaba.. Esta escultura fue fundida en bronce a partir del Narciso de la
colección Borghese, cuyo vaciado en escayola
había adquirido Velázquez durante el citado viaje a Italia. Efectivamente la estatua de mármol del Narciso de este tipo, copia
romana de un original griego,
estuvo en la villa romana del
cardenal Scipione Borguese,
después de haber sido encontrada y restaurada en 1616 por Guillaume Berthelot, y ahora
se localiza en el museo del Louvre. Incluso la fuente del Retiro fue una imitación de la realizada por el propio Berthelot
para colocar sobre ella una copia en bronce del original restaurado, fuente que estuvo en la parte
trasera de la Villa Borghese mirando a los jardines, como se puede observar
en el grabado del libro “Fontane di Roma” editado
por Domenico de’Rossi, en
el XVII21.
Louis M. Meiner: Estampa de la Ermita de San Pablo.
Pero volvamos
ya al lienzo que realizó Velázquez para el altar de la ermita
primitiva de San Pablo, primer ermitaño.
Se edificó rápidamente entre
1632 y 1633 por Juan de Aguilar, que estaba a las órdenes del maestro mayor Alonso de Carbonel.
Era de planta cuadrada y tejado
de pizarra a cuatro vertientes, coronado en su centro
por un chapitel, tal como la podemos ver esquemáticamente en la Topografía de Madrid,
de Pedro de Texeira, de 1656, poco
antes de ser transformada por Mitelli
y Colonna. En su parte trasera había
un pequeño jardín rectangular
cerrado por altas tapias. En marzo
de 1633 se acabaron de pagar
al escultor milanés Juan Antonio
Ceroni 700 reales por una estatua de piedra del San Pablo ermitaño, que debía colocarse en la fachada de la ermita, y este mismo artista
fue también el encargado de fabricar el retablo para
el altar de la capilla, que fue
dorado por Miguel de Viveros. Debió
ser por estas fechas cuando se encargó al pintor de cámara, Diego Velázquez,
la factura del lienzo del altar.
No se ha encontrado hasta ahora
documento que lo acredite, pero tanto Antonio Ponz como Ceán Bermúdez aseguran
que el artista sevillano pintó al cuadro para la ermita de San Pablo, si bien es verdad que la primera alusión documental que de él se tiene es la del inventario del Retiro, de 1701, que lo sitúa en la ermita de San Antonio de Padua,
adonde debió ser trasladado cuando la desacralización de la de San Pablo. La misma forma del lienzo, que originalmente terminaba en un medio punto, indica claramente que se hizo para un retablo.
Diego
Velázquez: San Pablo Ermitaño
Resulta lógico que se consagrara una de las ermitas del
parque del Retiro a San Pablo,
quien, según la tradición, fue el primer ermitaño que se retiró al desierto del alto Egipto, y, por consiguiente, fue el iniciador y padre de la vida anacorética. Indudablemente Velázquez, asesorado por algún erudito en historia
del monaquismo primitivo,
que bien pudo ser el bibliotecario
real y amigo del sevillano desde
su juventud, Francisco de
Rioja, escogió un momento preciso de la vida de San Pablo, el
de su encuentro con San Antonio
quien, a su vez, según la misma
tradición, había sido quien institucionalizó
los grupos de anacoretas dispersos por el desierto de
la Tebaida, colocándolos bajo su dirección, por lo que pudo recibir el nombre
de primer abad de las comunidades
eremíticas22. Las vidas
de ambos patriarcas fueron escritas por padres de la Iglesia
tan ilustres como San Atanasio, la de San Antonio en el
año 357, y San Jerónimo, la
de San Pablo en el año 37423.
Por cierto que San Atanasio
no introdujo en su pintoresca biografía de San Antonio el episodio
de su encuentro con San Pablo,
pero sí, San Jerónimo en la suya de San Pablo, describiéndola con morosidad y toda clase
de detalles. Naturalmente que
Velázquez no conoció directamente
estas fuentes primitivas, sino que se guió por la Leyenda Dorada, llamada también Historia Lombarda,
compuesta por Jacopo da Varazze
en el siglo XIII, que compendió aquellas vidas, libro
muy asequible, que obtuvo infinidad de lectores en la Edad Media, durante la cual se hicieron múltiples copias y adiciones, libro que pondría en sus manos su amigo Rioja, acaso en la traducción castellana editada en 1569 por el impresor sevillano Juan Gutiérrez24.
Bien es verdad
que Velázquez, quien a la erudición
libresca, dedió anteponer la cultura visual, que era
la propia de los pintores, utilizó para imaginarse y componer la historia del encuentro entre los santos ermitaños, una xilografía de Alberto
Durero realizada en 150425. Existen entre
ambas obras demasiadas semejanzas que lo delatan, pero también fundamentales diferencias. Las coincidencias estriban principalmente en los dos personajes
del primer término, que parecen estar dialogando entre sí, en el momento en
que el coloquio es interrumpido
por un cuervo que desciende
volando desde el cielo y trae sujeto
con el pico el panecillo que
servía de comida diaria a San
Pablo; entonces éste levanta la mirada al cielo y junta las manos en actitud de acción de gracias, mientras su compañero
queda absorto ante el milagro, al tiempo que continúa gesticulando con los brazos. Durero escenifica el episodio en un espeso bosque
de árboles, atravesado por
un riachuelo que corre a
los pies de los dos ermitaños, y al fondo se transparenta un paisaje de suaves colinas sobre las que emerge un elevado monte.Ya este “Desierto” dureriano nada tiene que ver con el árido de la Tebaida, en Egipto,
donde se suponía que transcurrió la escena.
Alberto Durero: Estampa de San Pablo y San Antonio Ermitaños.
Velázquez hace aún más
idílico y pintoresco el marco en que se desarrolla la historia, realizando uno de los mejores y más variados
paisajes de su carrera artística en consonancia con los espléndidos jardines del Retiro, donde estaba
ubicada la ermita en su zona más
densa de arbolado.Además aprovecha la amplitud y los accidentes geológicos de ese paisaje para documentar la historia completa del encuentro de San Antonio con San Pablo, que narra minuciosamente
San Jerónimo, cuya culminación es el coloquio de los ermitaños ante la
cueva que servía de vivienda a San Pablo. En efecto San Antonio emprendió un viaje a través del desierto para comprobar si era cierta la existencia de un anacoreta más antiguo que él, haciendo el camino durante tres jornadas, en cada una de las cuales se va encontrando con un personaje diferente. En la primera con un hipocentauro, habitante mitológico de los desiertos, en la segunda con un fauno y la tercera con una loba. El encuentro con el hipocentauro, quien le señala a Antonio
el camino hacia la cueva que sirve de morada a Pablo,
lo sitúa Velázquez al fondo
de un hermoso valle, surcado por un río, al que sirve de cierre una elevada montaña, no distinta de la del Guadarrama,
que tantas veces retrató el artista sevillano. En la segunda jornada Antonio se encuentra con un sátiro, que Jacoppo da Varazze confunde con un fauno, y este encuentro lo coloca el pintor a la salida del valle, formada por una garganta de rocas, en una de cuyas laderas está
Antonio interrogando al fauno,
y digo fauno porque Velázquez parece trasladar al lienzo la descripción que de él hace la Leyenda
Dorada:“un
hombrecillo nada grande, nariz ganchuda,
frente aramada de cuernos y la extremidad inferior
del cuerpo rematada en pies caprinos”26.
El artista prescindió de la
tercera jornada de camino en que Antonio se encuentra con una
loba, y se enfrenta ya con la cueva donde habitaba su compañero de vida eremítica.
Diego Velázquez: Detalle de la
pintura de San Pablo Ermitaño.
Esta cueva no es descrita por Jacoppo daVarazze, pero sí detalladamente por San Jerónimo: “Un monte peñascoso a cuyo pie había una cueva no muy grande
cerrada con una piedra. Nuestro hombre (San Antonio) hubo
de quitarla y, explorando, descubrió en ella
una vestíbulo a cielo abierto que una añosa palmera cubría con sus tendidas ramas, dejando ver una fuente limpidísima. Prolongábase ésta en un riachuelo que por un largo trecho salía de la cueva...”27 La cueva que
pintóVelázquez tiene bastantes puntos de contacto con la
descrita por San Jerónimo. Desde luego no pudo verla en
la xilografía de Durero, pues no la incluye. Si se aguza la vista, se percibe que efectivamente, detrás del arco excavado en
la roca delante de la que conversan
los dos ermitaños, se abre un espacio
al aire libre y que al fondo
de él San Antonio está llamando a la puerta de la cueva propiamente dicha, en que habita
San Pablo; la puerta no es una piedra
tal como dice San Jerónimo, sino que está hecha de un enrejado de tablas. Frente al peñasco no hay tampoco una palmera, sino un alto álamo, a cuyo tronco se enrolla la hiedra.
En el cuadro de Velázquez San Pablo está vestido con una suerte de túnica blanca, amplia pero sin mangas, hecha de un tejido de lino basto, y ceñida a la cintura con una cuerda. Curiosamente la posterior regla
de San Pacomio ordenaba que
los monjes del desierto tuviesen dos de estas túnicas de lino blanco y sin mangas, llamadas “levitonario”, una para dormir y otra para trabajar. San Antonio lleva, por el
contrario, una túnica parda y encima un manto de viaje de color negro provisto de cogulla. El artista sevillano lo efigió con el hábito de los Hospitalarios de San Antonio de su
tiempo, para cuya iglesia de Sevilla debe recordarse
aquí que había pintado en su juventud
el cuadro de la Imposición
de la casulla por la Virgen a San Ildefonso28.
A diferencia de de San Pablo, que está
descalzo y que, a causa de su
ancianidad, pues murió a los 105 años, tiene un báculo apoyado sobre el muslo izquierdo, San Antonio está calzado con botas de viaje. Finalmente la absoluta fidelidad de Velázquez a las fuentes
escritas le lleva a escenificar, en el ángulo inferior izquierdo del lienzo, el entierro de San Antonio,
que según la Leyenda
Dorada, copiando a San Jerónimo, sucedió mientras lo visitó San Antonio. Éste deposita el cadáver de Pablo en tierra, junto
a la rivera del río, y, arrodillado junto a él, reza piadosamente por su alma, mientras dos leones están cavando
la fosa en que va a recibir
sepultura.
Diego Velázquez: Detalle de la
pintura de San Pablo Ermitaño.
No parece caber duda de que el escenario de paisaje es quizás la parte más bella y original del cuadro velazqueño, que no desmerece sino incluso supera a los que los pintores nórdicos antes
expresados hicieron posteriormente para la “Galería de paisajes
con ermitaños” del palacio del Retiro.
Sin duda el pintor de Felipe
IV pudo tomar como modelo el de Joachin Patinir, Paisaje con San Jerónimo,
que perteneció a la colección
real y ahora está en el museo del Prado, sobre todo para el pormenor de la peña horadada por un arco, arrimada a la cual está la choza del santo, que se encuentra en ella acariciando
al león amansado, león que, según la leyenda hagiográfica, le servía de asnillo de carga. Incluso la gradación y escalonamiento de los
términos del paisaje velazqueño, y la presencia de un río serpenteante, pueden evocar, aunque vagamente, el de su supuesto modelo29.
Pero el paisaje deVelázquez
es mucho más unificado que el disperso y fragmentado
del pintor flamenco y desde luego, infinitamente más verosímil y natural que el artificioso de Patinir. No creo que
Velázquez, después del primer viaje a Italia entre
1629 y 1631, donde había podido observar el nacimiento de un nuevo tipo de paisaje clasicista de manos de Annibale Carraci y sus epígonos de la escuela boloñesa, como Domenichino, Reni,
Guercino y Lanfranco, se sintiese atraído por los de la caduca escuela flamenca. Pienso que el paisaje velazqueño del cuadro de San Pablo y San Antonio ermitaño
empalma mejor con el de los
italianos, como, por poner un ejemplo, el de La Asunción
de Santa María Magdalena, lienzo pintado por Giovanni
Lanfranco en 1618. El cuadro, que ahora está en el museo
napolitano de Capodimonte, fue
realizado para el Camerino degli Eremiti, un recinto que se encontraba entre el
palacio Farnesio y la iglesia
de Santa Maria dell’Orazione e Morte
en Roma, por lo que incluso
pudo verlo allí Velázquez durante el primer viaje italiano.30. La santa ermitaña, que se había retirado a hacer penitencia en las montañas de la Provenza francesa, es transportada por dos ángeles al cielo dejando abajo
un espléndido paisaje de peñascos, monte bajo, matorrales,
y una bahía de aguas azules a cuyos bordes se asoma una cadena de montañas.
Joaquín Patinir: San Jerónimo ermitaño.
Giovanni Lanfranco: Asunción de
la Magdalena.
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San Jerónimo describía estos pavorosos desiertos en su carta a Santa Eustoquia, Cfr Cartas de San Jerónimo, (edición bilingüe a cargo de Daniel Bueno),
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23.
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en MIGNE, J.P., Patrologia
Latina, tomo 33, Paris 1896, pp.12-27. Hay una buena traducción de este texto de San Jerònimo en MOYA, Jesús, Las máscaras del santo. Subir a los altares antes de
Trento, Madrid, Espasa Forum, 2000, pp. 262-270.
24.
Hay
traducción castellana reciente a cargo de MACÍAS, José Manuel, La Leyenda Dorada. Santiago de la Voragine, 2 vols., Madrid, Alianza
Editorial, 1989. La vida de San Pablo está basada por Voragine compendiando las que escribieron San Atanasio y San Jerónimo.
25.
Dürer, l’ oeuvre du maitre. Peintres, cuivres et bois en 473 reproductions, Classiques de l’art, París, Hachette, 1908, nº198.
26.
La Leyenda Dorada, op.cit., I, p.98.
27.
MOYA, Jesús, op.cit., p.264.
28.
RODRIGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso,
Precisiones sobre la pintura
religiosa de Velázquez, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 2002, pp. 76-81.
29.
ÍÑIGUEZ ALMECH, Diego,
Velázquez. Cómo compuso sus principales cuadros y otros escritos sobre el pintor, Madrid, Istmo, 1999, pp.58-62. Pienso que debe ser rechazada la hipótesis de que Velázquez se inspiró en la morfología rocosa de la llamada “ciudad
encantada”
de los alrededores de Cuenca, cfr. CAMPO FRANCÉS,Ángel del,“La hipótesis conquense de los ermitaños de Velázquez”, Archivo Español de Arte, 224,
1983, pp. 387-397.
30.
SCHLEIER, Erich, Giovanni Lanfranco. Un pittore tra Parma, Roma e Napoli,
Milán, Electa, 2001, nº 37, pp.172-175.