La
figura del demonio en el teatro y la pintura del Siglo de Oro español
ARSENIO MORENO MENDOZA
Universidad Pablo de
Olavide de Sevilla
atrio, 15-16 (2010)
ISSN: 0214-8289 p. 149 - 156
Resumen: El Diablo estuvo presente en la vida cotidiana de nuestros antepasados. de su existencia nadie
dudaba. Con él aprendieron a convivir entre el temor ancestral y la burla los
hombres y mujeres de nuestro
Siglo de Oro, convirtiéndose
en fuente de inspiración creativa en todos los ámbitos
del arte y la literatura, pero–de un modo muy particular y específico– en la pintura y el teatro. En ambas manifestaciones
surgirá una iconografía específica, trasgresora las más de las veces en la comedia, ortodoxa y canónica en la pintura.
Palabras clave: Diablo, Siglo de Oro, pintura, teatro.
Abstract: The Devil was ever present in our forefathers’ lives. No
doubts were cast on its existence. At the Siglo de
Oro, men and women were allured and scared by the evil figure. In art and
literature and even more so in painting and drama, it was a very inspirational
theme. A particular iconography of the devil was
carved in these fine arts: in comedy being a burlesque figure and orthodox and
canonical in painting.
Key words: The devil, Golden Age, painting, theatre.
En la Edad Moderna el demonio formaba parte de la realidad. Era un elemento indisociable a la vida cotidiana y con él nuestros antepasados aprendieron a convivir entre el temor y la naturalidad. El Diablo formaba parte de sus vidas, de su vecindad más contumaz.
La figura del diablo era algo
constatado y atestiguado por todo tipo de documentación jurada. Su existencia
era incuestionable, pues de ella había pruebas irrefutables.
“El diablo y lo demoníaco
–nos dice Tausiet y Amelang-
desempeñaron un papel de primer orden dentro de las religiones y las culturas
del pasado. Durante la Edad Media y Moderna, en concreto, pocas figuras
disfrutaron de un grado tal de reconocimiento. Desde las pinturas que cubrían
los muros de las iglesias, hasta los cuentos populares o las invocaciones y
blasfemias del habla cotidiana, el diablo y sus secuaces (extraídos de un
amplio catálogo de duendes y otros seres demoníacos) constituían una realidad
terrorífica pero sumamente familiar para nuestros antepasados. Apenas nadie
cuestionó su existencia, e incluso muchos sospecharon que dada la innata maldad
de los hombres y de los tiempos, su capacidad para incitar al ser humano a
obrar mal era más poderosa que la atracción hacia la santidad ejercida por las
fuerzas divinas”.1
El demonio, la encarnación del mal,
era un ser terrorífico, contra el cual el hombre sólo disponía del auxilio
divino, de la intercesión celestial, para neutralizar sus efectos. Pero también
el hombre estaba en posesión del exorcismo profano del humor, del conjuro
socarrón e irónico. La burla, la hilaridad, a la postre, eran remedio contra el
miedo. Es entonces cuando la realidad ultraterrena se humaniza hasta el extremo
de quedar ridiculizada. Pero pocas realidades han sido tan poliédricas, tan
polifacéticas desde un punto de vista semiótico, y tan fascinantes como este
Príncipe de las Tinieblas. Desde su interpretación folklórica, hasta su
representación clerical y ortodoxa, el demonio nos ofrece diversas caras.Y algunas de ellas resultan
ser de una iconografía ambigua, pues, a fin de cuentas,“los
demonios -como diría Francisco Pacheco- no piden determinada forma y traje”.2
O al menos, añadimos nosotros, no disponen siempre de una apariencia
específica.
En el cuento folklórico –nos comenta
Fernández Sanz- vemos al diablo “como caballero; en un caso, incluso, como un
caballero muy guapo, y en otro, como un señor muy aseñorado”.3
En El mágico prodigioso, de
Calderón de la Barca, en su acotación se nos advierte como el diablo aparece en
escena en hábito de galán.4 “Sale el Demonio vestido de galán”: esta
es, nuevamente, la acotación que nos brinda Mira de Amescua
en El esclavo del demonio para describirnos el aspecto físico de Angelío, que no es otro personaje que el diablo.5
¿Presenta el demonio, en estos casos,
algún distintivo? Parece ser que no. Sin embargo, Gil, el personaje de Mira de Amescua, admite ante la presencia del enigmático galán lo
siguiente:
Después que a este
hombre he mirado,
Siento perdidos los bríos,
Los huesos y labios
fríos,
Barba y cabello erizado.
(Aparte.) Temor extraño
he sentido.
Alma, ¿quién hay que te asombre?
¿Cómo temes tanto a un
hombre
si al mismo Dios no has temido?6
Pero ello sólo queda explicitado por
la palabra, pues la visión de Angelío, o sea del
diablo, para el público nunca podría inducir terror, ni explicitarse de un modo
contundente. Es él personaje central, en su soliloquio, quien expresa su miedo;
no la imagen del demonio, personificada por un actor de aspecto circunspecto y
rostro grave, severo.
L. González Fernández ha analizado
como el demonio, cuando aparece en escena en solitario, suele presentarse a sí
mismo a través del recurso verbal del soliloquio, en lo que viene a ser –al
margen de cualquier hábito o traje identitario- una autopresentación.7
Sin embargo, en la mentalidad
colectiva, el diablo, el Anticristo, no es otro que la Bestia, aquel animal
salvaje, o aquella mezcla monstruosa entre hombre y animal, cuya ferocidad
causa pánico.8 El demonio, en el imaginario de la época, es la
plasmación de la fealdad.
Para la misma Santa
Teresa, el diablo es un “espantoso dragón”, de “abominable figura”, una sucia
bestia de “de boca espantable”. Otras veces admite que éste aparece “tomando
forma y muchas sin ninguna forma”, cuya presencia es advertida, no obstante,
por su hediondo olor a azufre.9
Tan solo una vez, para
la santa de Ávila, éste fue advertido como “un negrillo muy abominable
regañando como desesperado”.“Yo
cuando le vi –añade-, reíme, y no huve
miedo…”10.
Ese mismo olor a “piedra
azufre” es el que percibe, de un modo humorístico, Clarín, el criado de
Cipriano, protagonista de El mágico prodigioso, cuando infiere:
El pobre caballero
Debe tener sarna, y ase
untado
Con ugüento de azufre.11
En toda la hagiografía
el diablo aparece como figura horripilante, un híbrido de sierpe, perro
rabioso, león, que fustiga de un modo inmisericorde la paz y la tranquilidad de
nuestros santos, el sosiego espiritual de sus retiros. pues la tentación
adquiere formas agresivas, furibundas y siempre hostiles.
A santa Magdalena de
Pazzi dice el padre Ribadeneira que “muchas veces se le aparecía (el diablo) en
horribles figuras de monstruos, leones, perros rabiosos, que arremetían para
despedazarla; y era azotada de ellos, arrastrada, echada por las escaleras, y
atormentada corporalmente de diversas formas”.12
Pero en la comedia esta
realidad abominable se diluye. En el ya referido Mágico prodigioso, solo al
final, en una acotación sale “el Demonio en alto, sobre una sierpe”, mientras
que Floro exclama:
Della
un disforme monstruo
horrendo
en las escamadas conchas
de una sierpe sale, y,
puesto
sobre el cadalso, parece
que nos llama a su silencio.13
Lope de Vega, en uno de
los pasajes de El peregrino en su patria, hace salir al diablo “en figura de
marinero, todo vestido de tela de oro negro bordado en llamas”.14
Todo parece indicar que en la mayoría de las representaciones teatrales de
nuestro Siglo de Oro, la figura del diablo debería estar suficientemente codificada,
pues su percepción por el público se habría de producir se un modo fácil. Y
para ello qué duda cabe que contribuiría de manera eficaz todo el aparato de alcabucería y truenos que conllevaba su particular
epifanía. “Vuélvese una tramoya –nos apunta Mira de Amescua
en una de sus acotaciones-, y aparece una figura de demonio ,
y dispara cohetes y alcabuces”.15
Su presencia en los
tablados siempre fue un elemento recurrente.
Pensemos que sólo en el
Códice de autos viejos el demonio aparece en una veintena de obras, en tanto
que en la Comedia Nueva su presencia es efectiva en unas 120 comedias.16
En los 39 autos de Lope
de Vega, por continuar dando cifras, el demonio es protagonista
principal o secundario en 22.17
En los inventarios de
hatos de las compañías teatrales apenas se hace alusión a la existencia de uno
o varios “vestidos de demonio”, sin mayor especificación.18 Y ello,
junto a otros alivios indumentarios como “bonetes de moro”, pellicos de pastor,
o “vestidos de momio”.
En una acotación de Las
cortes de la muerte, auto sacramental de Lope, el autor nos dice:“Se
coloca la Locura una tunicela por la cabeza, con cuernos para denotar que es el
Diablo”.19 Así de sencillo: un vestido de demonio, al parecer, podía
ser una simple túnica con llamas pintadas, la popular “ropa de llamas”, tan
parecida a los sambenitos inquisitoriales, o no, siempre que no faltara el
cornúpeto ornamento sobre las diabólicas sienes.
Excepcionalmente, en Las
batuecas del duque de Alba, también de Lope de Vega, advertimos la siguiente
acotación:
“Sale un demonio en forma de sátiro, media máscara hacia
la boca, con cuernos hasta la cintura, un desnudillo de cuero blanco y de la
cintura a los pies, de piel, a la hechura de cabrón, como le pintan”.20
Este caso, insisto,
ofrece un carácter excepcional. De hecho, L. González Fernández, que lo ha
analizado, destaca como en más de un centenar de comedias de diferentes autores,
todas ellas escritas entre 1594 y 1672, se hace un caso omiso a esta figura
diabólica de sátiro, de claro ascendente zoomórfico.21
El propio Lope, en sus
veintitrés comedias donde se sirve de la figura del demonio, éste suele tener
aspecto antropomórfico, ofreciendo diablos zoomorfos en tan sólo tres.22
Sin embargo, la
representación física de diablos monstruosos, a veces cornudos, otras
rabilargos, en otros casos alados –como ya ha apreciado Teresa Ferrer-, hundía
sus raíces en el teatro religiosos del siglo XVI, el cual, lógicamente, bebía
de la tradición dramática medieval.23
-
En nuestra literatura y, de un modo
muy particular, en nuestro teatro, la figura del diablo adquiría caracteres
cómicos, cuando no simplemente ridículos. Es muy difícil imaginarse la
presencia contrahecha de este personaje en los escenarios sin apelar a la risa,
a la mofa grotesca.
Su naturaleza
humorística debía formar parte de su ambigua representación.
El componente popular de
esta interpretación quedaba avalada por la propia
tradición, aquella que se remontaba a la lejana y misteriosa Edad Media,
fenómeno éste abordado por autores como Caro Baroja24 y M.
Chevalier.25
“No hay cosa tan
amedrentadora para el cristiano –nos dice Caro Baroja- como la imagen del
Demonio; pero, a veces, nada hay tampoco más ridículo y grotesco”.26
En el entremés
cervantino La cueva de Salamanca, Cristina, una de sus protagonistas, dice como
colofón a la burla de los fingidos diablos:
"¡Ay señores!
Quédense acá los pobres diablos, pues han traído la cena; que sería poca
cortesía dejarlos ir muertos de hambre, y parecen diablos muy honrados y muy
hombres de bien".27
El diablo cojuelo –por
poner otro ejemplo-, inmortalizado entre otros por Vélez de Guevara, resulta
ser un personaje simpático, casi tierno. Un perdedor facilmente
redimible que diríamos hoy día. Un ser paradójico que tan pronto sirve para
amedrentar a niños, como para acompañar servilmente a los mayores en sus
empresas. Sus raíces floklóricas, su popularidad, han
sido estudiadas, entre otros, por Fançois Delpech.28
Del terror medieval se
ha pasado al espantajo caricaturesco; del temor ancestral, a la burla satírica.
El esfuerzo eclesiástico por mantener las creencias sobre el
diablo dentro de los límites de la ortodoxia habían fracasado en el
imaginario colectivo, en la visión folklórica y popular de este ser de
naturaleza sobrenatural.
Mas, si esto fue una realidad en la
narrativa y el teatro, en la literatura de cordel y en el cuento popular, no
fue del todo así en otros medios expresivos donde el control eclesiástico, a
todas luces, era más efectivo y eficaz.
Aquí la heterodoxia
vuelve a triunfar.
Si analizamos el aspecto
físico del diablo por los textos –nos comenta Chevalier29- vemos que
al diablo se le conoce por los pies, tal como lo refleja la comedia y la
novela. El demonio es patituerto, tiene patas deformes. Su piel está tostada, o
mejor tiznada. El diablo sufre tiña; pero su peor defecto es ser desbarbado, o
lo que es igual, capón.
Lázaro de Tormes, en la
segunda parte de su biografía, confiesa que tras ser
rapado cabello, barbas, cejas y pestañas, por unas rameras, fue confundida su
figura por unos clérigos que cantaban misa por “el diablo que pintan a los pies
de San Miguel”.30
Por lo demás la
tratadística de la iconografía sagrada española de la época es bastante ambigua
y, en consecuencia, poco precisa.
Ya hemos visto como, para Pacheco,“los
demonios no piden determinada forma y traje, aunque siempre se debe observar en
sus pinturas representen su ser y acciones, ajenas de santidad y llenas de
malicia, terror y espanto. Suelénse y debénse pintar en forma de bestias y animales crueles y
sangrientos, impuros y asquerosos, de áspides, de dragones, de basiliscos, de
cuervos y de milanos, nombres que les da Bruno.También
en figura de leones, nombre que les da San Pedro. I Epístola, cap. 5; en figura
de ranas, Apoc. 19, 13.31
No más explícito es Interián de Ayala en su Pintor cristiano y erudito, cuando,
al referirse al infierno, nos comenta que “siendo aquel un lugar de penas y de
castigos, sea muy fértil en estas cosas horribles y espantosas”.32
En una palabra, la iconografía está abierta a la fertilidad creativa del autor.
Carducho, sin referirse
en su tratado a la plasmación iconográfica del demonio, nos ha dejado, en
cambio, una de sus representaciones más sobrecogedoras y espeluznantes. Me
refiero a la Aparición de la Virgen a un hermano cartujo, pintado hacia 1632
para la cartuja de El Paular, hoy en el Museo del Prado, del que se conserva un
espectacular dibujo preparatorio: un inquietante cuerpo humano, dotado de rabo,
pezuñas, poderosas manos acabadas en garras y feroz cabeza zoomórfica de
grandes fauces abiertas. Un ser ciertamente terrorífico y alucinante.
Pero en el siglo XVII
corrían malos tiempos para la iconografía extravagante. El control ideológico
para procurar la no introducción de imágenes en nuestra pintura de contenidos
ajenos a la ortodoxia eclesiástica fue eficaz.
“Tal y como recoge
cualquiera de los manuales de demonología contemporáneos del
cuadros –nos dice Felipe Pereda-, la característica esencial del diablo
es precisamente su poder de transmutación o metamorfosis, su capacidad para
adquirir las más diversas formas. La fantasía desbordada de las
representaciones del diablo desde el siglo VIII –recordemos que en las ilustraciones
de los Beatos le era reservado un papel protagonista- hasta el siglo XV –época
en que pintó el Bosco, pero también muchos otros pintores de los que daremos
algunos ejemplos- declinó en el momento en que había adquirido sus más
extraordinarias dimensiones. Cualquier manual de iconografía cristiana de los
utilizados habitualmente por los historiadores del arte (los de Louis Réau, Gertrud Schiller, o el Lexicon
der Allgemeine Iconographie), en el capitulo
dedicado al diablo, señalan el empobrecimiento de la iconografía demoniaca en
la Edad Moderna. En opinión de algunos autores los diablos se “banalizan”,
Louis Réau habla decepcionado de su “humanización”.33
La figura del diablo se
hace trivial, porque –en términos generales- se humaniza de un modo contundente
en nuestra pintura, abandonando paulatinamente sus raíces iconográficas
zoomórficas. El diablo pierde su versatilidad icónica, su carácter sincrético
de formas aberrantes.Y solo,
en muchos casos, queda el hombre como expresión de la maldad absoluta.
Zoomórficas son las
representaciones del diablo en la pintura de dos de los más grandes maestros
sevillanos: Zurbarán y Valdés Leal.
Las tentaciones de fray
Diego de Ordaz, cuadro pintado por el primero para el Monasterio de Guadalupe,
nos muestra al fraile jerónimo defendiéndose, vergajo en mano, de sendos leones
y osos, junto a una figura masculina que saca la lengua en señal de burla. Por
cierto, lo único diabólico de este personaje son sus largas uñas en forma de
garras, pues su aspecto parece bastante inofensivo.
Valdés Leal, en cambio,
recurre a la imagen fantasmagórica y legendaria del dragón que, a modo de
tarasca, es amordazado por fray Juan de Ledesma. En esta obra, pintada para el
convento de San Jerónimo de Sevilla, hoy perteneciente a las colecciones del
Museo de Bellas Artes de esta ciudad, el demonio es un ser monstruoso e
híbrido, en cuya figura se tipifican todos los ingredientes iconográficos de la
bestia fabulosa medieval.
Dragón, un pequeño
dragón, es lo que expulsa por la boca el poseso curado por San Ignacio de
Loyola, también pintado por Juan de Valdés Leal para el ciclo de la Casa
Profesa de la Compañía de Jesús en Sevilla, pintura que actualmente se conserva
en la pinacoteca sevillana: alas membranosas, cuerpo de batracio, larga cola,
cabeza de extraña ave... Por cierto, que este prototipo de diablo en forma de
sierpe monstruosa aún será empleado por Lucas Valdés, ya a principios del
XVIII, en lienzos de gran empeño como su Triunfo de la Eucaristía, de la
sevillana iglesia de San Isidoro.
Sin embargo, Francisco
Varela en su San Miguel (Sevilla, Colección particular), nos enseña un demonio
antropomorfo, un hombre maduro, de complexión corpulenta, fuerte, que, de no
ser por sus cuernos de cabra, sus pezuñas y sus largas orejas de equino, solo
nos parecería un ser humano abatido en el vacío bajo el pie del arcángel que se
posa sobre su rostro.
Humano, demasiado
humano, es también es demonio del San Miguel Arcángel, llevado a cabo a
mediados del XVII por un discípulo de Zurbarán, Ignacio de Ries (Nueva York,The Metropolitan
Museum).
Su cuerpo es atlético,
casi hercúleo; y hasta sus alas son hermosas. Pero su rostro, en la penumbra
del claroscuro, es enigmático, inexpresivo y hasta un punto triste, de una
fealdad inquietante y sombría, nada grotesco; muy alejado, por tanto, de aquel
diablo pintado por el mismo maestro en su Alegoría del Árbol de la Vida
(Catedral de Segovia). Este es un hombre, viril, fuerte, corpulento en su
desnudez, que aún conserva sus alas por atributos. Mas su rostro es bestial,
casi cómico debido a sus rasgos simiescos: nariz roma, barbas de chivo, cuernos
caprinos, orejas de babuino, grandes y peludas, cráneo prominente y hundido,
naturalmente calvo, aunque dotado de un vigoroso mechón en su frente.
El diablo se ha hecho
hombre para habitar entre nosotros. Para conjurar su otra apariencia burlesca
¿Quién ha podido nunca causar más espanto que el ser humano hombre?
1. TAUSIET, M y AMELANG,
J.S. (eds): El Diablo
en la Edad Moderna. Marcial Pons Historia, Madrid,
2004, pp. 15-16.
2.
PACHECO, F: Arte de la Pintura. Ed. B. Bassegoda, Madrid, 1990,
p. 570.
3. GONZÁLEZ SANZ, C: “El diablo en el cuento folklórico”,
en El diablo en la Edad Moderna, Op. Cit, p. 141
4.
CALDERON DE LA BARCA, P: El mágico prodigioso. Edición de Wardropper,
5.
B.W. Madrod, Cátecra, 1985, p. 66.
6. MIRA
DE AMESCUA, A:Teatro I, ed.Valbuena Prat, Clásicos Castellanos, Espasa- Calpe, Madrid,
1971, p. 68.
7.
Ibid.
8. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, L: “Yo soy, pues saberlo quieres...” la
tarjeta de presentación del
demonio en el Códice de autos viejos y en la comedia nueva”.
Criticón, 83, 2001, p. 106.
9. TAUSIET, M: “Avatares del mal. El diablo en
la brujas”, en El diablo en
la Edad Moderna. Op. Cit, p. 51.
10. EGIDO, T: “Presencia de
la religiosidad popular en
Santa Teresa”, en
T. EGIDO MARTÍNEZ,V. GARCÍA DE LA CONCHA y O. GONZÁLEZ
DE CARDENAL (eds). Congreso Internacional Teresiano, 4-7 Octubre, 1982,
I, Salamanca, 1983, p. 207.
11. TERESA
DE JESÚS. Libro
de la Vida. Cap. 31. P. 137.
Obras completas. Ed. Efrén de la
Madre de Dios O.C.D y Otger Steggink O. Carm. Madrid, BAC, 1967.
12.
CALDERÓN DE LA BARCA. El mágico prodigioso. Op. Cit. p, 112.
13.
RIBADENEIRA, P. DE: Flos Sanctorum, Madrid,
1761, vol. II, p. 160.
14.
Ibidem. p. 170.
15. LOPE DE VEGA: El peregrino
en su patria. Ed. de Gonald McGray, Biblioteca Castro, Madrid, 1997, p. 463.
16.
MIRA DE AMESCUA. Op. Cit, p. 133.
17.
GONZÁLEZ
LÓPEZ. Ibidem.
18. LISÓN
TOLOSANA, C: Demonios y exorcismos en los Siglos de oro. La españa mental I, Madrid,
1990, p. 81
19. MORENO MENDOZA,A:“En hábito de comediante.
El vestido en la pintura y
el teatro en el Siglo de Oro español”, en Visiones de la pintura
barroca sevillana, Ed. Bosque de Palabras, Sevilla, 2008,
p. 72.
20. PORTÚS, J:“Infiernos pintados: iconografía infernal en la Edad Moderna”. En El Diablo en la Edad Moderna. Op. Cit.
p.261
21. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, L:“Como
le pintan: la figura
del demonio en Las Batuecas del Duque de Alba, de Lope de Vega”. Anuario de Lope de Vega 4, 1998, p. 115.
22.
Ibid.
23.
Ibid.
24. FERRER
VALLS,T: “Las dos caras del diablo en el teatro antiguo español”, en M. Chiabo y F. Doglio ed. Convengo di Studi Diaboli e mostri in scena dal Medio
Evo al Rinascimento. Roma, Centro
di Studi sull Teatro Medioevale e Rinascimentale, 1098,
pp. 303-324.
25. CARO BAROJA, J. “Infierno y humorismo (Reflexión sobre el arte gótico y floklore religioso). Revista de dialectología y tradiciones populares, 22: ½ (1966), pp. 26-40.
26. CHEVALIER, M:“¿Diablo o pobre diablo?
Sobre una representación tradicional del demonio en el Siglo
de Oro”, en su Cuento tradicional, cultura, literatura, siglos XVI- XIX,
Salamanca, 1999, pp. 81-88.
27.
CARO BAROJA. Ibid,
p.
26.
28.
MIGUEL DE CERVANTES. Entremeses.
Ed. Nicholas Spadaccini. Madrid, Cátedra, 1982, p. 252
29. DELPECH, F:“En torno
al diablo cojuelo: demografía y folklore”.En El diablo
en la Edad Morena.
Op. Cit. pp. 99-131.
30.
Op. Cit.
31. DE LUNA, JUAN: Segunda parte del Lazarillo. Ed de Pedro
Piñero., Madrid, Cátedra, 1999, pp. 386-387.
32.
PACHECO. Ibid. Pp. 570-571.
33.
NTERIAN DE AYALA, J: El pintor
cristiano y erudito,
Madrid, 1782, T I, pp. 167 y ss
34. PEREDA, F. y DE CARLOS, M.C: “Desalmados.
Imágenes del demonio en la cultura visual de Castilla”.
En El diablo en la Edad Moderna. Op. Cit. pp. 236-237.