La inferioridad del bello sexo. Relaciones entre imagen, género y enfermedad en el entresiglos XIX-XX

The Inferiority of The Fair Sex: Relations Between Image, Gender, and Illness at the Fin-de-Siècle

Raquel Baixauli

Universitat de València, España

Raquel.Baixauli@uv.es

0000-0003-0931-1852

Recibido: 24/06/2020 | Aceptado: 13/11/2020

Resumen

Palabras clave

El siglo XIX fue altamente conservador, a pesar de todos los avances que trajo consigo. Si bien durante esta centuria se produjeron cambios importantes en cuestión de género, los discursos oficiales se empeñaron en demostrar la supuesta inferioridad de la mujer respecto al hombre. En concreto, el paso del siglo XIX al XX supuso un hervidero de manifestaciones culturales que reflejaban las ansiedades del momento. Este trabajo tiene como objetivo principal acercarse a los conceptos de imagen, género y enfermedad a través de la convergencia de saberes y sus usos, en gran medida propagados por la visualidad. Para ello, tratará de elaborarse un estado de la cuestión respecto al tema, tomando como punto de partida algunas imágenes que responden a las relaciones de poder que estableció la burguesía, presentando a la mujer como un ser pasivo, frágil y débil.

Género

Bello sexo

Mujer frágil

Ideal burgués

Inferioridad femenina

Cuestión femenina

Abstract

Keywords

The 19th century was a highly conservative century, despite all the advances it brought. While there were significant gender changes during this century, official discourses strived to demonstrate women’s supposed inferiority to men. Specifically, the change from the 19th to the 20th century was a hive of cultural manifestations that reflected the anxieties of the moment. This paper aims to approach the image-gender-disease triad through the convergence of knowledge and its uses, largely propagated by visuality. To this end, it will try to develop a state of affairs, taking as a starting point some images that respond to the power relations established by the bourgeoisie, that present women as passive, fragile, and weak.

Gender

Fair Sex

Fragile Woman

Bourgeois Ideal

Female Inferiority

Woman Question

Cómo citar este trabajo / How to cite this paper:

Baixauli, Raquel. “La inferioridad del bello sexo. Relaciones entre imagen, género y enfermedad en el entresiglos XIX-XX.” Atrio. Revista de Historia del Arte, no. 27 (2021): 204-227. https://doi.org/10.46661/atrio.4995

© 2021 Raquel Baixauli. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0. International License (CC BY-NC-SA 4.0).

La sociedad decimonónica, tal y como se conoce, concentra su atención en el asentamiento de una nueva clase social que, si bien se había estado gestando desde finales del siglo anterior, se consolidó en el siglo XIX como consecuencia de la industrialización. Paulatinamente durante esta centuria, la burguesía fue ganando protagonismo hasta convertirse en la clase dominante, amparada por intereses mercantiles, y se caracterizó por ser la más conservadora de todas. La moral burguesa, entre otros aspectos, manifestaba una serie de pautas ideológicas que marcaron los cambios acontecidos respecto a las relaciones entre los géneros. En general, puede afirmarse que la burguesía creó, en el siglo XIX, una versión oficial de la feminidad, contraria y complementaria a la visión de lo masculino, que se consolidó a través de los discursos oficiales. Este ideal estableció el modelo burgués de cómo ser mujer, cuya quintaesencia radicaba en demostrar el atractivo, que entonces residía en la fragilidad, la pasividad y la delicadeza.

Este texto es producto de una investigación que trata de acercarse a la relación existente entre las mentalidades y las imágenes creadas en un tiempo concreto, por una clase social precisa y sus relaciones de poder. Para lograr comprender cómo conceptos como feminidad y fragilidad han venido asumiéndose de forma pareja, se prestará atención al fin de siglo, un período de tiempo con ansiedades culturales y una problemática propia pues, como desarrolla Hans Hinterhäuser, es en este momento del siglo XIX cuando la recién aterrizada modernidad coexiste con un malestar generado por una crisis de valores y creencias, consecuencia del asentamiento de la burguesía[1].

Los objetivos de este trabajo delimitan la estructura del mismo. En primer lugar, se hará un estado de la cuestión sobre la relación entre los conceptos de imagen, género y enfermedad, partiendo de la función que tuvieron los discursos oficiales y otros aspectos como la educación de las mujeres. En segundo lugar, trataremos de acercarnos al papel que tuvo la visualidad en la transmisión de este modelo ideal de mujer. En este sentido, las imágenes seleccionadas para este trabajo son pinturas que se enmarcan en el contexto español del entresiglos XIX-XX, y que fueron asumidas y bien recibidas en su momento. El propósito de ello será, en última instancia, tratar de demostrar si la enfermedad aplicada a un género concreto fue un tema popular en el fin de siglo, abriendo nuevas líneas de investigación sobre cómo la producción artística participó de este imaginario.

Una cuestión de clase. La burguesía y sus relaciones de poder

Para perpetuar su poder y seguir creciendo, esta nueva clase social que entonces se asentó, se encargó de fomentar una moral adecuada a sus intereses, y todo tenía que seguir un orden jerarquizado para no romper su fin. Así, hubo una serie de binomios o polaridades que separaban conceptos y que, juntos, lograban mantener el orden que esta clase creciente pretendía[2].

El primero de estos binomios se estableció en función del sexo biológico, que determinaba el género de cada persona. En función del género asignado, la esfera burguesa diferenció espacios destinados a cada cual[3]. Mientras el hombre, como ser considerado activo, estaba destinado al ámbito público, la mujer, un ser caracterizado por la pasividad, estuvo recluida en el ámbito doméstico y, de esta forma, la consideración decimonónica comprendía que mientras “el hombre era acción, inteligencia, poder y su función estaba en la sociedad y la vida pública; la mujer era pasividad, sentimientos, fragilidad y su función estaba en el hogar”[4]. Para la historiadora norteamericana Mary Jo Maynes, este relato de la domesticidad vinculado al género femenino respondía a cambios sociales concretos:

La exaltación de la domesticidad a manos de la clase media estuvo determinada por el cambio económico, que separó la moralidad del ámbito económico, por el cambio tecnológico que amplió los lugares de trabajo y los separó del hogar, y por los cambios políticos que elevaron las demandas formuladas acerca de la “vida pública” y la ciudadanía y que cobraron importancia como elementos para establecer barreras en torno a quienes podían participar en esa vida pública, supuestamente universal, y quienes estaban excluidos de ella[5].

También las pautas de salud y enfermedad fueron asignadas a cada sexo. El hombre burgués encarnaba el ideal de la salud, mientras que la mujer estaba plagada de un sinfín de enfermedades, en muchas ocasiones causadas por supuestos desajustes en el sistema nervioso u originadas en los órganos relativos a la sexualidad. Con todo ello, podemos afirmar que la burguesía en el siglo XIX creó “una ‘versión oficial’ de la feminidad, de gran difusión popular, que se centra en la pureza moral y asexualidad del llamado ‘bello sexo’ como ángel del hogar[6].

Esta versión de la feminidad se oficializó por discursos como el jurídico, el religioso y, por supuesto, el discurso médico, cuyas peroratas destinaban a la mujer a recluirse en casa y a ocuparse de la educación de sus hijos, eso sí, siguiendo la cultura de lo familiar que regía la forma de vida burguesa decimonónica. Todos estos discursos, en última instancia, miraban a un mismo objetivo: “asegurar y justificar el relegamiento de la mujer al ámbito de lo privado, mantenerla recluida en el interior del hogar como no lo había estado nunca antes y, desde luego, convencerla de que eso era lo mejor para ella y para la sociedad”[7].

Usos y discursos en torno a la inferioridad femenina

El discurso médico fue, de entre todos los relatos oficiales, el más utilizado para mantener a la mujer burguesa alejada de la esfera pública. Durante el siglo XIX especialmente, la medicina y sus instructores argumentaron científicamente que la mujer era un ser débil y frágil por naturaleza dada su condición biológica.

La esencia para demostrarlo residía en los órganos específicos de las mujeres, certificando así la construcción de estereotipos que aludían a su inferioridad física y mental respecto a los varones. Ejemplo de ello es que los más renombrados médicos europeos del momento comparaban ambos sexos para entender las diferencias fisiológicas, mentales, incluso sexuales. Joseph Capuron (1767-1850), médico francés especialista en las enfermedades propias de las mujeres y los niños, apuntaba la importancia de comparar los órganos reproductores de cada sexo:

En fin, nada distingue mas bien á la muger del hombre que los órganos de la generacion. La matriz, los ovarios, la vagina y la vulva en nada se asemejan á los testículos, á las vejiguillas seminales ni al miembro viril[8].

De alguna manera, aquello que ya había apuntado la religión ligado al concepto de castigo, esto es, que la mujer estaba condenada al dolor y a las enfermedades como consecuencia del pecado original, se demostraba ahora, siguiendo el auge del positivismo, de manera científica. Los textos médicos del momento dedicaron muchas líneas a los órganos sexuales de las mujeres, que parecieron ser la causa de todos sus comportamientos y males. La ciencia se mostraba como un potente discurso que suplantó las explicaciones teocráticas sobre el origen del mundo y, paulatinamente, este relato aspiró “a sustituir el discurso de la moral religiosa como propuesta rectora de los comportamientos sexuales”[9].

Así, el célebre Darwin, en el capítulo XIX de su estudio El origen del hombre y la selección en relación al sexo (1871), “Caracteres sexuales secundarios en el hombre”, compara al hombre y a la mujer teniendo en cuenta criterios físicos:

El hombre, por lo general, es mucho más alto, más fuerte y pesado que la mujer, con las espaldas cuadradas y los músculos más desarrollados (…) El hombre es más valiente, pendenciero y enérgico que la mujer, y tiene más ingenio. Su cerebro es en absoluto mayor; pero no ha sido aún demostrado plenamente, que sepamos, si lo tiene mayor en proporción a su cuerpo más grande[10].

Aludiendo al concepto de la selección natural, en el relato de Darwin se interpreta cómo el género masculino es superior al femenino, pensándose a la mujer como un ser caracterizado por la pasividad y la intuición, que es guiada por un supuesto instinto maternal y supeditada a la función reproductora, otorgándole cualidades ligadas a la ética del cuidado, como la ternura o el sentimentalismo. En suma, este relato pronto fue tomado, además de para justificar la superioridad masculina, con la finalidad de otorgar argumentos en contra del feminismo, en un momento en el que el movimiento estaba en auge[11].

En este sentido, de alguna manera, la medicina y la ciencia sirvieron como herramientas para controlar la sexualidad de las mujeres, que anteriormente estuvo en manos de la religión, convirtiéndolas en aparatos reproductores para las cuales el placer no existía, llegando a inventarse enfermedades propias del sexo femenino, casi como un dogma religioso. Según manifiesta Sinués:

El destino de la mujer es, en verdad, tan desgraciado, que la tristeza que acompaña á su nacimiento no deja de ser fundada y hasta excusable: débil é inofensiva en su niñez, está amenazada de enfermedades sin cuento, excediendo la fragilidad de su organismo á la de todo sér humano: en su adolescencia está tambien rodeada de un sinnúmero de males físicos, y, segun la naturaleza de cada una, de algunos morales de difícil ó imposible curación[12].

Con todo ello, podemos defender que la mentalidad del momento implicaba que “en el siglo XIX la salud tiene un género, el masculino. El varón es la pauta del cuerpo sano, desde el cual se mide al sexo femenino (…) Todo indica que la mujer normal, tal y como se la construía, es una figura liminal cuya fisiología linda con la enfermedad”[13].

Género y enfermedad, como constructos culturales en constante actividad performativa, responden, inevitablemente, al alegato propuesto primero por la religión, luego por la ciencia. Así, no debe resultarnos extraña la presencia de elegantes mujeres anémicas tumbadas en lujosos divanes o de adolescentes que rezuman consunción en gran cantidad de imágenes, especialmente en el período del entresiglos XIX-XX, y que luego han sobrevivido en menor medida en ámbitos como el de la publicidad o en determinados sectores del mundo de la moda.

En la mayoría de las ocasiones, la apariencia de estas convalecientes del siglo XIX responde a las quimeras que resaltaban el ideal femenino, siendo parte de una estrategia para demostrar la inferioridad de las mujeres respecto a los hombres. En otros casos, cierto tipo de imágenes responden a la romantización de determinadas patologías como la tuberculosis, que crearon una estética propia que alababa la languidez como forma de vida y que alimentaba el culto a la hipocondría.

La transmisión del modelo de feminidad ideal

La educación del siglo XIX reflejaba en gran medida la mentalidad hegemónica, convirtiéndose así en una senda “fundamental para la comprensión de los cambios en la vida de varones y mujeres”[14]. Concretamente, durante el siglo XIX se produjeron una enorme cantidad de debates, casi a nivel nacional, que se preocupaban por la llamada cuestión femenina, la educación de las mujeres[15]. Esta cuestión propia del género femenino no es, al igual que la creencia anterior, aplicable a todos los estratos sociales, sino a la ya citada clase emergente. Pensemos que, a estas alturas, solo una mínima parte de la población tenía acceso a las escuelas, aún dentro de las clases pudientes. Las madres respetables eran aquellas que se encargaban de la educación de sus hijos, independientemente de su género. Al varón se le enseñaba cómo triunfar en la vida y cómo comportarse fuera de la escena privada, mientras que, a la mujer, cómo ser pasiva; en definitiva, cómo llegar a ser el perfecto ángel del hogar. Así pues, la educación de la mujer media en el siglo XIX no se entiende sin comprender las limitaciones que trajo consigo el discurso de la domesticidad.

La llamada en el siglo XIX cuestión femenina comprendía, en realidad, mucho más que la educación formativa, sino también la moral, pues “tanto la higiene, que es física y que es también doméstica, como la salud, van íntimamente relacionadas con la buena conducta moral”[16]. En este sentido, la oposición entre la salud y la morbidez permitía vincular, directamente, los tres cuerpos de la mujer: el cuerpo privado, el cuerpo social y el político[17].

Desde los inicios del siglo XIX se produjo una auténtica revolución en el ámbito educativo, pues a través de los textos escolares se las instruía para mantener el orden social establecido, que limitaba todo en categorías. En definitiva, con la educación se pretendía “afianzar el modelo de mujer al que la sociedad burguesa del momento se había acostumbrado”[18]. La base del modelo educativo para la mujer fue, como era de esperar, la religión. Así, en 1882 Joaquina García Balmaseda (1837-1911) regalaba las siguientes palabras:

Profundas observaciones nos hacen creer que la educacion religiosa es la primera indispensable á la mujer: sin ella no se concibe una mujer sumisa, dócil y resignada, y sin estas virtudes la mujer dentro del hogar, es símbolo de discordia[19].

Con todo ello, podemos afirmar que la educación fue uno de los múltiples aliados con los que la oficialidad contaba para transmitir los roles de género que atestiguaban, una vez más, la doble moral burguesa. Por una parte, se insistía en la inferioridad física y mental de la mujer, un ser débil por naturaleza y cuyo comportamiento era regido por sus humores cambiantes a causa de los nervios. Por otro lado, sin embargo, a ella se le responsabilizaba de la educación de unos infantes vírgenes moralmente, es decir, “como un ser de grandes cualidades morales, superior por tanto al varón y merecedora de un especial respeto”[20]. La mujer, en definitiva, era la que sustentaba el avance de la sociedad “porque de la mujer nace el hombre y de ella recibe su primera educacion (…) Una buena y religiosa madre es el mentor de su hijo, y ejerce sobre él una influencia ilimitada en todas las épocas de su vida”[21]. En cualquier caso, la mujer se convertía, realmente, en la transmisora de estos valores, haciendo perdurar la hipocresía burguesa al afianzar en sus hijos la mentalidad decimonónica.

A decir verdad, no sabemos si los pintores tuvieron acceso directo a tratados como los estudiados. Muchos de los escritos consultados no son, sin embargo, exclusivos de un ámbito concreto, sino que su alegato fue construido para ser transmitido tanto en la esfera privada como en la pública. Este es el caso, por ejemplo, del famoso libro de Felipe Monlau (1808-1871), Higiene del matrimonio (1853), también conocido como El libro de los casados, que llegó a tener hasta 14 ediciones y que acabó convirtiéndose en una obra divulgativa[22].

Tal como indica Guadalupe Gómez-Ferrer, “en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, una serie de médicos humanistas ejercerán también como escritores, interesándose por cuestiones que traspasaban su propio campo científico”[23]. En este sentido, la literatura finisecular reflejó, en gran medida, las preocupaciones de la época, y la enfermedad permitía reflejarlas o metamorfosearlas[24]. Arte y ciencia formaban, en realidad, un lazo inseparable en la maraña de la modernidad. Las propuestas científicas fueron transmitidas, así, por la vía de la educación, la prensa, los medios legislativos, la literatura y, cómo no, las imágenes, dando lugar a manifestaciones en las que la enfermedad adquiere un papel protagonista en la construcción de arquetipos sobre la masculinidad y, especialmente, sobre la feminidad hegemónica burguesa.

La conjunción género-enfermedad en imágenes

Una sala del hospital durante la visita del médico en jefe (Fig. 1), que había obtenido una medalla de honor en la Exposición Universal de París (1889), fue presentada en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892 y no pasó desapercibida ante el jurado de dicha muestra, siendo galardonada con una medalla de primera clase[25]. Esta obra pintada en 1889 por el sevillano Luis Jiménez Aranda es una de las más representativas de la modernidad artística que aterrizó en España de la mano de pintores que, al igual que Jiménez Aranda, residieron en ciudades como Roma o París[26]. Además de las innovaciones formales, la obra fue reconocida por sus coetáneos como una escena típica de la vida moderna por el escenario que presenta, lo cual se explica gracias al triunfo de corrientes artísticas como el Naturalismo.

Fig. 1. Luis Jiménez Aranda, Una sala del hospital durante la visita del médico en jefe, 1889. Museo Nacional del Prado.

El papel de los representados en esta obra ofrece un juego desigual de roles. El médico jefe examina a la enferma por la espalda, mientras un grupo de estudiantes de medicina, entre los que se encuentra una única mujer, prestan atención. La figura del médico personifica, en este caso, la esperanza del siglo en la ciencia. Como contrapunto, el cuadro presenta a la persona enferma en clave femenina. Si bien es cierto que existían hospitales o centros asistenciales desde siglos atrás, la forma de representar el espacio en este hospital hace que se advierta el diálogo con la modernidad al que se hacía mención anteriormente. Tanto las vestimentas de los personajes, la articulación de las camas en el espacio hospitalario, la luz artificial que cuelga de las lámparas de vidrio opal, hasta el historial clínico que se advierte en la cama de la enferma, anuncian las mejoras del momento. Las pinturas oficiales reflejaron, por tanto, estos avances. Sin embargo, en la producción artística más allá de la oficialidad, la enfermedad siguió reflejándose en clave femenina, aunque de forma distinta; lejos de plasmar cómo la sociedad depositó la esperanza en la ciencia, este arquetipo de mujer mostraba ápices de decadencia.

En su estudio sobre La invención de la histeria, Georges Didi-Huberman condensa en la expresión “el rojo misterio de lo femenino” las elucidaciones sobre esta enfermedad, tomando como caso de estudio el corpus de obras fotográficas producidas en la Salpêtrière por mandato de renombrados médicos[27]. La menstruación, vestida de distintos eufemismos que aludían a este proceso natural –la regla, la visita, las flores, e incluso la enfermedad[28]– fue, en el siglo XIX, la explicación a muchos de los mitos sobre los comportamientos de la mujer, así como a sus males físicos. Podemos afirmar, por tanto, que en la mayoría de los casos, las enfermedades de las mujeres de clase media representadas en imágenes en esta centuria apelaron a un posible origen sexual[29], idea que se vio reflejada en el discurso de la medicina.

A esto debe sumarse que, durante todo el siglo XIX, manifestaciones culturales como la literatura tiñeron de un filtro romántico patologías como la tuberculosis, que afectaban de una manera muy concreta a la forma de aparentar y actuar de las mujeres. Alejandro Dumas hijo (1824-1895) se considera uno de los responsables de idealizar dicha afección al crear a Margarita Gautier, La dama de las camelias (1848), personaje inspirado en la verdadera Marie Duplessis, cuyo fin idílico hizo de esta enfermedad del pecho una moda. Como otras protagonistas de novelas del momento –recuérdese a Fantine en Los miserables (1862) o al principal personaje de Escenas de la vida bohemia (1851)– la tuberculosis, además de romantizarse, se convirtió en el pretexto para morir en santidad.

En el plano artístico occidental, la representación de la mujer tuberculosa generó una tipología visual, la de la tísica sublime, una mujer que parece surgida del aire por su corporeidad y apariencia ninfea; una mujer frágil que requiere de la atención necesaria ante sus constantes fatigas. Sobre esto da testimonio la escritora Abba Goold Woolson (1838-1921), que en uno de los capítulos de su obra, Invalidism as a pursuit, reflexiona acerca de este tipo de mujeres en la sociedad americana:

This invalidism of which we speak is apparent on every hand. One may have a wide acquaintance among women and yet know but one or two who have no physical ills to complain of. The majority everywhere are constantly ailing, and incapable of vigorous exertion (…) Many of these guests may believe that a stroll of half a mile every morning, in the absence of other exercise, would be beneficial; but after a few desperate attempts they give it up as too fatiguing, and are content to vibrate about the piazzas[30].

Más allá de las enfermedades diagnosticadas, esta realidad acabó convirtiéndose en una categoría estética que llegaría hasta el final del siglo. Como apuntó Bram Dijkstra, la apariencia de la tísica sirvió a las mujeres burguesas para alimentar la disposición piadosa que esta clase social quería de ellas, y para ello empezaron a cultivar esa imagen en sus modos de aparentar y comportarse, llegando a consolidarse prácticas como el ayuno[31]. En suma, para determinadas autoras, el retiro y la incomunicación de las mujeres burguesas desde el intimismo doméstico ayudó a consolidar un auténtico culto a la invalidez y a la hipocondría, pudiendo convertirse en el modo de vida de muchas de ellas:

La enfermedad dominaba la cultura femenina de la clase alta y media alta. Los balnearios medicinales y los especialistas en dolencias femeninas se multiplicaban por doquier y llegaron a constituir el entorno habitual de las damas de sociedad (…) La palidez y la apariencia lánguida y decaída (acompañadas de transparentes camisones blancos) se pusieron de moda. Era aceptable, refinado incluso, permanecer en cama con “migraña”, “crisis nerviosas” y un sinfín de misteriosas dolencias[32].

La medicina y sus magistrados se encargaron de definir las enfermedades propias del bello sexo e, indirectamente, qué era lo propio del comportamiento femenino[33]. La identidad femenina, sin ir más lejos, estuvo en el XIX fuertemente marcada por convenciones sociales y culturales a las que, por norma, se debía seguir: “el cumplirlas fielmente llevaba aparejado el prestigio y la respetabilidad; en cambio, vulnerarlas conllevaba el desprestigio, y a veces el deshonor de la propia familia”[34]. El cuerpo femenino se convierte, así, en un recinto del espectáculo, “un cuerpo hueco, basado en la belleza exterior y aparente que, como señalaba Mallarmé y anuncia Baudelaire, será la única posible de los tiempos”[35].

Estos dos factores, por tanto, la romantización durante la centuria decimonónica de determinadas enfermedades que marcaron los patrones de apariencia, así como la alusión a los órganos reproductivos específicos de las mujeres, se imbrican en las pinturas seleccionadas. Aún cuando sabemos que la enfermedad, como proceso biológico, afectaba a todas las personas independientemente de su sexo, clase social, edad o raza, las imágenes finiseculares centraron casi exclusivamente la atención a aquellos males que afectaban a unas mujeres muy concretas: bellas y jóvenes damas de clase alta, alimentando y aseverando así los discursos oficiales que relegaban a estas mujeres a una situación de inferioridad y fragilidad respecto al hombre y contribuían a fomentar el ideal de erotismo y belleza femenina del momento.

En general, las pinturas realizadas por los pintores finiseculares que reflejaban a mujeres en actitud convaleciente son producto de un imaginario compuesto por distintos campos de conocimiento, y contribuyeron a asentar algunos modos de representar a las mujeres, en línea con la idiosincrasia del período. En muchas de ellas, no se representan a mujeres con enfermedades diagnosticadas, sino que, bajo pretextos como la fatiga, la convalecencia o el descanso, aparecen representadas en una actitud que destaca rasgos de la feminidad ideada por la burguesía, como la debilidad, la pasividad y la fragilidad.

Por mencionar algunos ejemplos, en el año 1893, Santiago Rusiñol (1861-1931) pintó La convaleciente (Fig. 2), obra expuesta en la muestra colectiva que en 1894 se llevó a cabo en la Sala Parés de Barcelona y que representa a dos infantas de Sitges, identificadas como las gemelas Carbonell[36]. Bajo este título, el personaje más adulto asiste a la púber convaleciente, que refleja en su rostro esa palidez que tan valorada fue. Sin embargo, más allá de lo que puede intuirse a simple vista, esta imagen y otras coetáneas suscitan otras preguntas que queremos apuntar a continuación, entre ellas, la posible sexualización de la enfermedad en mujeres púberes a través de la mirada del espectador. El imaginario visual conectaría, así, con otros imaginarios sociales que abogaban, en última instancia, por relegar a la mujer burguesa.

Fig. 2. Santiago Rusiñol, La convaleciente, 1893. Colección particular.

La adolescente atrajo especialmente la atención de médicos y moralistas, y muchas fueron las letras impresas que hablaban sobre los supuestos cambios que la menstruación producía en las mujeres, afectando a su sistema, a su moral, e incluso a su carácter. La adolescente cruzaba, una vez empezaba a menstruar, la frontera que establecía su condición de feminidad. La postración sería ahora una actividad común en su cotidianeidad[37].

Tres años más tarde del cuadro de Rusiñol, Maximino Peña (1863-1940) pinta La niña enferma (Fig. 3) y, de igual modo, Rafael García Guijo (1881-1969) pinta en 1901 Esperando en la consulta (Fig. 4). Por mencionar otro ejemplo, en 1905, La nieta enferma (Fig. 5) de Evaristo Valle (1873-1951) es presentada al público. De nuevo, una joven, en este caso vestida de rojo, muestra su aspecto frágil, débil y exhausto, acompañada por una mujer mayor. Esta vez, la enferma porta una especie de ramillete en la mano, pues fue muy común comparar la flaqueza de lo femenino con la fragilidad de las flores.

Fig. 3. Maximino Peña, La niña enferma, 1896. Colección particular.

Fig. 4. Rafael García Guijo, Esperando en la consulta, 1901. Museo Nacional del Prado.

Fig. 5. Evaristo Valle, La nieta enferma, 1905. Fundación Museo Evaristo Valle.

En las imágenes mencionadas aparece una joven enferma acompañada, dada su corta edad, por una figura que adquiere una actitud maternal. En este sentido, nos parece necesario destacar la idea implícita de la mujer como cuidadora, enfatizando el fin último que la burguesía anhelaba de toda mujer de su clase, que en estas obras parece haber sustituido a la figura del médico, aquel que, tal como hemos visto, ocupaba un papel destacable en las pinturas de carácter oficial. En última instancia, y puesto que esta centuria entendió la pubescencia como una fase antinatural en la vida de las damas, un paso previo al nivel físico y moral que distinguía a la joven de la mujer, un ente con participación social, psicológica y jurídica, aunque mínima con respecto a los varones[38], creemos que la presencia de otras mujeres en el rol de cuidadoras alude al control que socialmente, y quizás de manera inconsciente, se ejercía sobre nuestro género. Además, debe tenerse en cuenta que la virginidad era la principal virtud que se valoraba de estas jóvenes[39].

De igual modo, en algunos de los casos mencionados es importante apuntar las claras diferencias que se avistan respecto a la posición social de las enfermas. En la obra de Maximino Peña, por ejemplo, la máquina de coser presente al fondo de la composición alude a la forma de ganarse la vida de la familia, incluso de la niña. Del mismo modo, en Esperando consulta, las ropas raídas de la anciana y la chica hacen referencia a su posición social. Por el contrario, las convalecientes de Rusiñol y del Valle pertenecen a otro estrato social y económico. Esta excepción puede deberse al hecho de representarse como adolescentes, lo cual alude, una vez más, a la virginidad de las protagonistas.

Este prototipo de joven virgen enfermiza a causa de los cambios experimentados por su cuerpo se vio favorecido por los dictámenes promovidos por la Iglesia Católica. Ciertamente, España gozaba de una fuerte tradición contrarreformista que exaltaba el culto mariano, exaltación que a lo largo de los siglos tomará relevancia hasta que el 8 de diciembre de 1854 se proclame el dogma de la Inmaculada Concepción por el papa Pío IX. Durante este siglo, este tipo de representación llegó a convertirse en un icono y referente cultural, esto es, se promovió “una imagen divinizada de lo que debía ser la mujer: madre, madre por sobre todas las cosas. A partir de la maternidad como el principio ideal, como el valor supremo de la condición femenina se elaboraron y jerarquizaron los valores que debía tener toda buena mujer: heroica y abnegada frente al hijo; sumisa y devota ante los designios de Dios”[40]. De esta forma, podemos decir que la institución eclesiástica, gracias al discurso transmitido, así como a sus acciones, ayudó a conformar y extender los dos grandes prototipos, opuestos entre sí, de la mujer decimonónica. Ampararse en el ideal mariano y renunciar al camino de Eva era, pues, aceptar y asumir el rol de madre, siendo la Virgen el modelo paradigmático a seguir por el ángel del hogar. Esta vigorosa exaltación a María hizo que, especialmente a partir de la proclamación del dogma, el modelo virginal de la mujer se reforzara y adquiriese protagonismo entre las jóvenes piadosas.

Además de estas representaciones de mujeres convalecientes, fundamentalmente por fuentes de carácter médico sabemos que se diagnosticaron enfermedades relativas exclusivamente a las mujeres, aunque muchas de ellas tuviesen un origen dudoso o, directamente, se inventasen. Entre ellas, llama especialmente la atención la popularidad que a finales del siglo XIX tuvo la clorosis. El término, lejos del ámbito de lo artístico, hace referencia a la insuficiencia de hierro en las plantas, ocasionando como resultado la escasez de clorofila, haciendo del aspecto de estos vegetales mortecino y amarillento, coloración que presentaba similitudes con los rostros de aquellas que la sufrieron. Siguiendo a algunos médicos del siglo XIX:

Los síntomas principales de la clorosis, son la palidez del rostro, y cierta languidez habitual. Ademas de estos dos síntomas, va á veces tambien acompañada con el pica, la malacia, la repugnancia y aborrecimiento de los manjares regulares, y con la melancolía: los franceses la llaman vulgarmente como pales couleurs, colores pálidos, haciendo alusion a su síntoma principal, que es la palidez del rostro[41].

El caso español cuenta con una pintura realizada por el catalán Sebastià Junyent (1865-1908) titulada, precisamente, Clorosi (Fig. 6). Esta “enfermedad” –y entrecomillamos porque, como bien ha sido demostrado, la clorosis fue, en realidad, una enfermedad construida por el afán médico para controlar a la mujer[42]–, muestra, una vez más, la reducción del cuerpo de la mujer al útero, pues es una enfermedad acontecida como consecuencia de la menstruación[43]. Ante las traducciones de algunos de los principales tratados sobre las enfermedades de las mujeres, nos encontramos con las siguientes descripciones acerca de la clorosis y la palidez de dichas mujeres:

Aqui no consideraremos la clorosis mas que como una enfermedad que precede, acompaña ó se sigue despues de la primera menstruacion. No nos conformamos con el dictamen de algunos autores que creen que la clorosis es la causa primitiva, ó el efecto inmediato de los obstáculos que se oponen al establecimiento de esta función natural del útero. Al contrario todo parece probar que esta enfermedad proviene de un estado de atonía ó debilidad general, de donde proviene la lentitud que la naturaleza emplea para completar la organizacion de la muger[44].

Fig. 6. Sebastià Junyent, Clorosi, ca. 1889. Museu Nacional d’Art de Catalunya.

Sorprendentemente, el tratamiento a la clorosis no fue la liberación prolongada de hierro en el cuerpo de las enfermas, sino el matrimonio:

Tambien se ha observado que el matrimonio suele ser oportuno mas que cualquiera otro remedio, especialmente si la enfermedad hubiese provenido de alguna pasion amorosa, que no se hubiese podido efectuar: en cuyo caso deberán los padres vencer la repugnancia que hubiese, persuadiéndose á que el arte de curar no puede aliviar tanto en estos males como las drogas medicinales y recetas farmacéuticas[45].

Estas manifestaciones no deben resultarnos extrañas si tenemos en cuenta que el ámbito literario está plagado de referencias a mujeres enfermas narradas bajo el paraguas de la erotización, fomentando de esta manera la construcción del estereotipo de la mujer frágil y contribuyendo a uno de los flagrantes ideales de belleza burgueses. En Servidumbre humana (1915), Somerset Maugham (1874-1965) describe de la siguiente manera las facciones de uno de los personajes femeninos:

Por otra parte, sus facciones eran bellas, el perfil interesante y aquel matiz clorótico poseía un extraño encanto. Pensó un segundo en la sopa de guisantes, pero apartando esta idea de su mente con desagrado, recordó los pétalos de un capullo de rosa amarilla, deshojado antes de abrirse. Ahora ya no sentía cólera contra ella[46].

Por citar otros ejemplos situados en la misma línea, en Sonata de otoño (1902), Valle-Inclán (1866-1936) narra una de las historias en relación a las memorias del marqués de Bradomín. En este caso, el marqués acude a la llamada de una antigua amante convaleciente, Concha, que espera su muerte. La sexualidad caracteriza el comportamiento y las formas de la enferma, por la cual el marqués siente de nuevo fuertes deseos, vestidos entre tintes fetichistas y necrofílicos. En esta obra, Valle-Inclán recurre a elementos naturales vinculados con la feminidad, como el lirio o las rosas, para aludir a la enfermedad de la amante[47].

La erotización de las postradas resulta más que evidente al echar un rápido vistazo al elenco de protagonistas recostadas que campan en la pintura del entresiglos occidental. Las enfermedades específicas del bello sexo acuñadas por la medicina en base a los órganos propios de las mujeres, cuyos cuerpos se veían reducidos al útero, unido a un estilo de vida que elogiaba la hipocondría y la invalidez como síntoma del recato femenino burgués, hicieron que finalmente fraguara un auténtico arquetipo que se extendió a través de manifestaciones culturales distintas. Así, “los hombres de fin de siglo no sólo descubrían atónitos que la mujer tenía instintos sexuales, sino que acabaron convencidos de que éstos dominaban por completo la naturaleza de la elegante. Creyeron que la languidez indolente de las señoras evidenciaba placeres y sentimientos ilícitos, que excluían la participación del hombre…”[48].

Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, y para dar paso a las conclusiones, las imágenes del fin de siglo español que representan a las mujeres enfermas beben de distintos hechos que son reflejo de la ambigüedad y la problemática del propio concepto del fin de siglo. Desde la herencia de la romantización de algunas patologías infecciosas como la tuberculosis hasta la contribución del discurso médico y su permeabilidad en la producción cultural y viceversa, las pinturas gestadas en este período histórico presentan contradicciones o aspectos ambiguos que unen ideas aparentemente contrapuestas como la pasividad con la sexualización y, en última instancia, esto refleja el complejo panorama cultural finisecular que popularizó la enfermedad como tema.

Conclusiones

Este trabajo ha tratado de acercarse a la tríada imagen-género-enfermedad desde un contexto concreto, que comprendería la mentalidad burguesa en el panorama nacional del siglo XIX y sus consecuencias al final de la centuria. El entresiglos XIX-XX se plantea, así, como un período con una problemática concreta que reflejó las ansiedades culturales de la España finisecular, en los que la visualidad, y en concreto la pintura, jugó un papel imprescindible. Para ello, se ha optado por una estructura en la que, en primer lugar, se aborda un estado de la cuestión sobre el tema de las mujeres en relación al género y a la noción que de enfermedad se tenía, y una segunda parte que toma como caso de estudio el análisis de algunas pinturas finiseculares del ámbito español.

El establecimiento de la burguesía como clase social principal a finales del siglo XIX, hizo que se fijase una versión oficial de la feminidad que, si bien se perfiló durante toda la centuria, fue al final del siglo cuando se reflejó en imágenes hasta crear un arquetipo o un modelo a representar que conviviría con otras representaciones de la mujer. En última instancia, todas ellas reflejaban la fuerte misoginia del período y las quimeras de una sociedad que, a pesar de los tintes de modernidad, siguió anclada en la tradición.

En este sentido, los discursos jugaron un papel esencial para legitimar estas ideas. Entre ellos, el discurso médico se empeñó en demostrar la supuesta inferioridad de la mujer respecto al hombre, arguyendo con supuestos científicos esta idea. La medicina finisecular, y gran parte de la teoría médica del ochocientos, se centró en los órganos exclusivos del cuerpo de la mujer, determinando que el origen o la causa de múltiples enfermedades propias a su género tenían un origen sexual. El discurso médico actuó, por tanto, como un mecanismo para controlar la sexualidad de las mujeres burguesas o de clase media. En este sentido, la educación de las mujeres durante todo el XIX también contribuyó a inferir esta mentalidad.

Desde el ámbito oficial, las pinturas de gran formato que reflejaban la enfermedad ejemplificaron la esperanza que el siglo depositó en la ciencia, concretamente en la medicina. Sin embargo, las pinturas seleccionadas para ilustrar lo anterior, que gozaron de una buena fortuna crítica y tuvieron una buena recepción en su momento, presentan diferencias respecto a las que son producto de la oficialidad. En las imágenes tomadas como objeto de análisis, igual como ocurría en la literatura finisecular gestada en España, la enfermedad sirve como pretexto para mostrar una imagen de la mujer sexualizada. En ellas, es significativo, entre otros aspectos, la ausencia del médico, que parece haber sido sustituido por una figura femenina con actitud maternal.

Los artistas del fin de siglo tenían una marcada voluntad por ser modernos, haciendo de temas como la enfermedad uno de sus predilectos. Esto sucedió en un momento de cambios convulsos que marcarían el devenir de las sociedades actuales. La centuria decimonónica permitió perfilar en la esfera intimista la apariencia del cuerpo social, aquel a exhibir por hombres y mujeres en espacios públicos. Lejos de aquellas enfermedades reales que acecharon en forma de plaga a la población, muchas de ellas fueron utilizadas como referente para conformar la identidad de las personas de las clases altas, llegando a convertirse en un fenómeno social, una moda que alcanzaba desde el vestir hasta el comportamiento.

Somos conscientes de que este trabajo deja en el tintero muchos temas o aspectos abiertos, que quedan a disposición del futuro y del trabajo de otras personas investigadoras. Entre ellos, el analizar el porqué de la popularidad de este tema cargado de tintes ideológicos en torno al género y a la clase social, la sexualización de la mujer púber en estas pinturas y los distintos modos de representación de enfermedades, que devinieron en metáforas que anunciaban las contradicciones de un siglo que estaba acabando.

Referencias

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[*] Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos (Madrid: Taurus, 1980).

[1] Esta investigación está financiada por la Generalitat Valenciana y el Fondo Social Europeo, a través de las Subvenciones para la Contratación de Personal Investigador de Carácter Predoctoral (ACIF/2017).

[2] Ludmilla Jordanova, Sexual visions. Images of gender in science and medicine between the eighteenth and twentieth centuries (Madison: University of Wisconsin Press, 1989), 59.

[3] Ana María Aguado et al., Textos para la historia de las mujeres en España (Madrid: Cátedra, 1994), 329.

[4] Geraldine Scanlon, La polémica feminista en la España contemporánea. 1868-1976 (Torrejón de Ardoz: Akal, 1986), 162.

[5] Mary Jo Maynes, “Culturas de clase e imágenes de la vida familiar correcta,” en Historia de la familia europea, coords. Marzio Barbagli y David I. Kertzer (Barcelona: Paidós, 2003), 2:306.

[6] Catherine Jagoe, “Sexo y género en la medicina del siglo XIX,” en La mujer en los discursos de género. Textos y contextos en el siglo XIX, eds. Alda Blanco, Cristina Enríquez de Salamanca, y Catherine Jagoe (Barcelona: Icaria, 1998), 314.

[7] Patricia Arias y Jorge Durand, La enferma eterna. Mujer y exvoto en México, siglos XIX y XX (Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2002), 58.

[8] Joseph Capuron, Tratado de las enfermedades de las mugeres desde la edad de la pubertad hasta la crítica inclusive (Madrid: Imprenta de la Parte, 1818), 1:8.

[9] Pura Fernández, Mujer pública y vida privada. Del arte eunuco a la novela lupanaria (Woodbridge: Tamesis, 2008), 92.

[10] Charles Darwin, El origen del hombre y la selección en relación al sexo (Madrid: EDAF, 1970), 461.

[11] María Ángeles Querol y Consuelo Triviño, La mujer en “El origen del hombre” (Barcelona: Bellaterra, 2004), 10. Tal como defiende a ultranza Scanlon: “La investigación científica de la constitución física de la mujer también proporcionó material para los antifeministas. No sólo tenía un cerebro más pequeño, sino que sus recursos vitales eran inferiores a los del hombre en muchos otros aspectos: las investigaciones de Quinquaud, Kormiloff y Melassez demostraban que su sangre contenía menos corpúsculos rojos y hemoglobina pero más agua que la del hombre; Quételet, Weisberger, Andral y Scharling determinaron que, en hombres y mujeres del mismo tamaño, la capacidad pulmonar de las mujeres era menor que la de los hombre; estudios del esqueleto, prognatismo, fonación, etc., se combinaban para presentar una imagen impresionante de la inferioridad física de la mujer, y, naturalmente, se daba el salto de la inferioridad física a la mental con relativa facilidad”. Scanlon, La polémica feminista, 167.

[12] María del Pilar Sinués de Marco, El ángel del hogar (Madrid: Librerías de A. de San Martín, 1881), 1:29-30.

[13] Jagoe, “Sexo y género,” 307.

[14] Pilar Ballarín Domingo, La educación de las mujeres en la España contemporánea (siglos XIX y XX) (Madrid: Síntesis, 2001), 13.

[15] “Es la llamada cuestión de la mujer acaso la más seria entre las que hoy se agitan. No porque haya de costar arroyos de sangre, como parece que va a costar la social (con la cual está íntimamente enlazada); sino, al contrario, porque teniendo soluciones mucho más prácticas y de más fácil planteamiento, aunque hoy aparezca latente, vendrá por la suave fuerza de la razón a imponerse a los legisladores y estadistas de mañana, y parecerá tan clara y sencilla (no obstante sus trascendentales consecuencias) como ahora se les figura de intrincada y pavorosa a los cerebros débiles y a las inteligencias petrificadas por la tradición del absurdo”. Emilia Pardo Bazán, La mujer española y otros escritos (Madrid: Cátedra, 1999), 193.

[16] Victoria Robles Sanjuán, “De cuerpos y deberes. El cuerpo como referente moral de la educación de las mujeres en la segunda mitad del s. XIX,” en Cuerpos de mujeres: miradas, representaciones e identidades, eds., Carmen Gregorio Gil, Ana Mª Muñoz-Muñoz, y Adelina Sánchez Espinosa (Granada: Universidad de Granada, 2007), 112.

[17] Lou Charnon-Deutsch, “El discurso de la higiene física y moral en la narrativa femenina,” en La mujer de letras o la letraherida. Discursos y representaciones sobre la mujer escritora en el siglo XIX, dirs. Pura Fernández y Marie-Linda Ortega (Madrid: CSIC, 2008), 177-188.

[18] Querol y Triviño, La mujer, 34.

[19] Joaquina García Balmaseda, La mujer sensata (educación de sí misma). Consejos útiles para la mujer y leyendas morales (Madrid: Imprenta de La Correspondencia, 1882), 10.

[20] Guadalupe Gómez-Ferrer Morant, Historia de las mujeres en España, siglos XIX-XX (Madrid: Arco-Libros, 2011), 25.

[21] Sinués de Marco, El ángel del hogar, 249.

[22] Pedro Felipe Monlau, Higiene del matrimonio ó El libro de los casados: en el cual se dán las reglas é instrucciones necesarias para conservar la salud de los esposos, asegurar la paz conyugal y educar bien á la familia (París: Garnier, 1892), VI.

[23] Gómez-Ferrer Morant, Historia de las mujeres, 26.

[24] Sobre el reflejo en la literatura de la ciencia médica y su comprensión en el XIX, destaca la investigación de María Isabel Galán García, “La medicina en la novela de escritores médicos españoles (1882-1913)” (tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid, 1993). Más recientemente, cabe destacar la tesis doctoral de Alba del Pozo, que aborda el concepto de enfermedad en la literatura finisecular española. Alba del Pozo García, “Género y enfermedad en la literatura española del fin de siglo XIX-XX” (tesis doctoral, Universitat Autònoma de Barcelona, 2013).

[25] Bernardino de Pantorba, Historia y crítica de las exposiciones nacionales de Bellas Artes celebradas en España (Madrid: Alcor, 1948), 143; Jesús Gutiérrez Burón, “Exposiciones Nacionales de Pintura en España en el siglo XIX” (tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 1987), 1:34-35.

[26] Carlos Reyero, “Aire de París. Los pintores españoles y el gusto en los salones, 1880-1900,” en Pintors espanyols a París, 1880-1900, eds. Carlos González y Montserrat Martí Ayxelà (Barcelona: La Caixa, 1999), 26.

[27] Georges Didi-Huberman, La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtrière (Madrid: Cátedra, 2007), 358.

[28] Lily Litvak, Erotismo fin de siglo (Barcelona: Antoni Bosch, 1979), 175.

[29] María López Fernández, Arte y Estética de fin de siglo (1890-1914) (Madrid: Fundación Mapfre, 2008), 31.

[30] Abba Goold Woolson, Woman in American Society (Boston: Roberts Brothers, 1873), 189-190.

[31] Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo (Madrid: Debate, 1994), 29.

[32] Barbara Ehrenreich y Deirdre English, Brujas, comadronas y enfermeras. Historia de las sanadoras. Dolencias y trastornos. Política sexual de la enfermedad (Barcelona: La Sal, 1988), 48.

[33] Fouquet y Knibiehler, La femme et les médecins, 107.

[34] Gómez-Ferrer Morant, Historia de las mujeres, 23.

[35] Del Pozo García, “Género y enfermedad,” 55.

[36] Irene Gras Valero, “El Decadentisme a Catalunya. Interrelacions entre art i literatura” (tesis doctoral, Universitat de Barcelona, 2009), 393. Anteriormente a la investigación de esta autora, Maria Àngela Cerdà aventuró en 1981 que La convaleciente era, en realidad, una obra que sirvió para inmortalizar un recuerdo de la infancia del propio Rusiñol. La niña enferma vendría a ser, así, una evocación, en realidad, de la imagen de la hija del que un día fue su maestro Quim, cuya fragilidad la acabó llevando a la muerte. Maria Àngela Cerdà i Suroca, Els pre-rafaelites a Catalunya. Una literatura i uns símbols (Barcelona: Curial, 1981), 334-335.

[37] Philippe Ariès y Georges Duby, Historia de la vida privada (Madrid: Taurus, 1991), 8:155.

[38] Jean Claude Caron, “Jeune fille, jeune corps: objet et catégorie (France, XIXe-XXe siècles),” en Le corps des jeunes filles de l’Antiquité à nos jours, dir. Louise Bruit Zaidman (París: Perrin, 2001), 167.

[39] Catherine Fouquet e Yvonne Knibiehler, La femme et les médecins. Analyse historique (París: Hachette, 1983), 138.

[40] Arias y Durand, La enferma eterna, 53.

[41] Joseph Marie Joachim Vigarous, Curso elemental de las enfermedades de las mugeres, ó Ensayo sobre un nuevo método para clasificar y estudiar las enfermedades de este sexo (Madrid: Imprenta de Juan de Brugada, 1807), 1:413.

[42] El primer encargado de deconstruir el mito sobre esta enfermedad fue el dermatólogo José Sánchez Covisa (1881-1944), quien advirtió que en realidad los síntomas de la entonces diagnosticable clorosis aludían a una anemia corriente. En 1904, bajo el título Algunas consideraciones generales sobre el concepto de la clorosis, presentó su tesis doctoral por la Universidad Complutense de Madrid, indagando en los síntomas que clínicamente se habían atribuido a esta dolencia y el tratamiento tradicionalmente asociado a la misma. Juan Luis Carrillo, “Medicina vs. mujer o la construcción social de una enfermedad imaginaria: el discurso médico sobre la clorosis,” Historia contemporánea, 34 (2007): 275.

[43] Helen King, The Disease of Virgins: Green Sickness, Chlorosis and the Problems of Puberty (Londres: Psychology Press, 2004), 20.

[44] Capuron, Tratado de las enfermedades, 70.

[45] Capuron, 77.

[46] William Somerset Maugham, Servidumbre humana (Barcelona: Plaza & Janés, 1982), 253.

[47] Ramón María del Valle-Inclán, Sonata de otoño; Sonata de invierno: Memorias del Marqués de Bradomín (Madrid: Espasa-Calpe, 1989), 26.

[48] María López Fernández, La imagen de la mujer en la pintura española: 1890-1914 (Madrid: Antonio Machado, 2006), 25.