La evocación nostálgica del Barroco y del Rococó en la pintura de género de la segunda mitad del siglo XIX: el casode los artistas aragoneses en París

The Nostalgic Evocation of Baroque and Rococo in Genre Painting of the Second Half of 19th century: The Case of Aragonese Artists in Paris

Guillermo Juberías Gracia

Universidad de Zaragoza, España

guillermojuberias@unizar.es

0000-0003-0098-5287

Recibido: 07/12/2020 | Aceptado: 29/06/2021

Resumen

Palabras clave

Los creadores dedicados a la pintura de género en la segunda mitad del siglo XIX recurrieron con frecuencia a la inspiración en las escuelas pictóricas del pasado. Este fenómeno cobró especial fuerza en París, donde los maestros de la pintura oficial recuperaron tendencias propias de la pintura flamenca, holandesa y francesa del siglo XVII y de la escuela Rococó del XVIII, teniendo su eco en los pintores españoles asentados en la capital francesa. A lo largo del presente artículo se analiza la recuperación de este arte de los siglos pretéritos en la producción de varios artistas aragoneses instalados en París, cuyas trayectorias no han sido todavía suficientemente investigadas. Para ello, presentamos varias obras inéditas realizadas durante sus etapas parisinas, que se insertan a la perfección en este gusto historicista de imitación de la pintura del pasado.

Pintura de género

París

Siglo XIX

Pintores aragoneses

Cuadros de mosqueteros

Escenas Pompadour

Abstract

Keywords

Creators engaged in genre painting during the second half of the nineteenth century frequently drew inspiration from the pictorial schools of the past. This phenomenon gained special strength in Paris, where the masters of official painting recovered tendencies typical of Flemish, Dutch, and French painting of the 17th century and of the Rococo school of the 18th century, echoed in the work of Spanish painters living in the French capital. Throughout this article, we analyse the recovery of this art from past centuries in the production of various Aragonese artists living in Paris, whose trajectories have not yet been sufficiently investigated. To do this, we present several unpublished works of art made during his Parisian stages, which are perfectly inserted in this historicist taste of imitation of the painting of the past.

Genre Painting

Paris

19th Century

Aragonese Painters

Musketeer Paintings

Pompadour Scenes

Cómo citar este trabajo / How to cite this paper:

Juberías Gracia, Guillermo. “La evocación nostálgica del Barroco y del Rococó en la pintura de género de la segunda mitad del siglo XIX: el caso de los artistas aragoneses en París.” Atrio. Revista de Historia del Arte, no. 27 (2021): 180-203. https://doi.org/10.46661/atrio.5485

© 2021 Guillermo Juberías Gracia. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0. International License (CC BY-NC-SA 4.0).

Las escuelas del Seiscientos y del Rococó revisitadas en el siglo XIX

Ya he señalado que el recuerdo era el gran criterio del arte; el arte es una mnemotecnia de lo bello; ahora bien, la imitación exacta daña el recuerdo.

Charles Baudelaire, Salon de 1846.

Resulta conveniente comenzar este estudio señalando una paradoja que vivió la pintura de la segunda mitad del siglo XIX. Si una de las claves estéticas del arte francés de este periodo fue la recuperación de la escuela española del siglo XVII –es consabida la pasión que despertó en autores como Édouard Manet, Léon Bonnat o Carolus Duran[1]–, curiosamente, aquellos pintores españoles que vivieron en el París de la Belle Époque y que se dedicaron a las facetas más comerciales de la pintura de género, practicaron un arte en el que la revisión del pasado se hizo a través de las escuelas francesa, flamenca y holandesa, buscando la mejor inserción de sus cuadros en un mercado artístico dominado por el gusto burgués.

Para comprender el contexto en el que los creadores decimonónicos volvieron la mirada a los imaginarios pictóricos del Seiscientos y del Rococó es necesario ahondar en la revisión de la pintura de ambos periodos llevada a cabo desde mediados del siglo XIX. Probablemente, como una reacción ante el clasicismo de comienzos de la centuria, la crítica decimonónica prestó atención a las escuelas del Barroco francés, flamenco y holandés. En primer lugar, es conveniente señalar el redescubrimiento de ciertos artistas del realismo francés del siglo XVII, especialmente aquellos que se dedicaron con mayor ahínco a la pintura de género. Fue el caso de los hermanos Le Nain (Antoine, Louis y Mathieu), nacidos en la ciudad francesa de Laon. En 1863, el crítico de arte Ernest Chesneau les dedicó un estudio publicado en la Revue des deux mondes[2]. El autor trazó toda una genealogía del realismo en Francia llegando hasta la pintura del siglo XVII con los Le Nain o Philippe de Champaigne, y adentrándose en el XVIII con artistas como Watteau o Chardin. Según Chesneau, en todos estos pintores “el rasgo dominante es el amor por la verdad, una sinceridad que no excluye la imaginación, pero que la regula” [3]. El autor destacó una característica propia de estas pinturas que también se aprecia en las composiciones de género decimonónicas: el orden dentro de la caótica apariencia de sus disposiciones, con cada personaje “posando gravemente delante del espectador, como hoy en día posaría delante del objetivo de un fotógrafo”. Tal y como apunta Chesneau, este tipo de escenas de género ambientadas en interiores repletos de personajes, celebrando banquetes o bebiendo en tabernas, recibieron el nombre de bambochades[4].

También en 1863 Champfleury publicó un libro titulado: Les peintres de la realité sous Louis XIII: Les frères Le Nain[5]. En él, además de aportar abundantes datos sobre sus biografías y su estilo pictórico, el autor hace un recorrido por la fortuna crítica de los hermanos Le Nain hasta la época contemporánea, recogiendo las opiniones de especialistas anteriores como Pierre-Marie Gault de Saint-Germain, quien a comienzos del siglo XIX consideraba a estos artistas como autores de un “verismo innoble y una sucia imitación hasta la repulsión” [6]. En cuestión de décadas, el realismo de la pintura del XVII había vivido una gran evolución en su consideración.

Para el caso de la pintura flamenca y holandesa hay que destacar la temprana publicación en 1846 de la obra Histoire de la peinture flamande et hollandaise, del autor francés Arsène Houssaye, un gran estudioso del arte y la poesía del siglo XVIII, perteneciente al círculo de Théophile Gautier. En esta publicación pionera se plantean tres etapas fundamentales para comprender la puesta en valor de estas escuelas en el XIX[7]. Houssaye sitúa una primera fase que comienza en el siglo XV en Flandes, con Jan Van Eyck, y concluye un siglo después con Michel Coxcie. La segunda fase tuvo su epicentro más al norte, en la región de Amberes, siendo la época en que pintaron Rubens, Van Dyck, de Crayer, Breughel o los Teniers. La tercera y última etapa la sitúa todavía más al norte, en el territorio de los actuales Países Bajos. Rembrandt, Potter o Ruysdael son los pintores propuestos por Houssaye como maestros de esta tercera etapa. Un valor añadido hasta ahora no atendido por la historiografía artística era el centenar de grabados de gran calidad que acompañaba a los textos, ejecutados por grabadores franceses del siglo XVIII como Jacques-Philippe Le Bas, Charles-Étienne Gaucher o alemanes como Christian Gottfried Schulze (Fig. 1). En la segunda mitad del siglo XIX, estas publicaciones ricamente ilustradas estaban presentes en las academias y ateliers privados parisinos y contribuyeron al conocimiento de la pintura flamenca entre los artistas más jóvenes.

Fig. 1. Adriaen Van Ostade, El emparrado, 1676. Grabado publicado en Histoire de la peinture flamande et hollandaise, 1846. Bibliothèque Nationale de France (BNF), París.

A mediados del siglo XIX, el tour a los Países Bajos desde Francia fue muy popular y surgieron abundantes artículos sobre la pintura flamenca y holandesa del XVII, firmados por autores como Hippolyte Taine, Alfred Michiels o Louis Viardot, cuyo propósito era acabar con la visión etnocéntrica con la que la crítica francesa juzgaba las demás escuelas europeas[8].

Además de la aparición de eruditas investigaciones artísticas, la revisión del imaginario del siglo XVII se dio también en un plano más popular, a través de artículos de prensa y de la publicación de obras literarias inspiradas en esta época. Así, en la literatura decimonónica triunfaron las novelas “de capa y espada”, las cuales gozaron de gran popularidad debido a su inspiración histórica, a sus agitados argumentos y a su aparición bajo la forma del folletín en la prensa decimonónica. Fue el momento en el que Alexandre Dumas escribió Los tres mosqueteros (1844) o Théophile Gautier Le Capitaine Fracasse (1863)[9]. El héroe de este tipo de novelas es el mosquetero, un militar que recibe su nombre del arma que portaba: el mosquete, común en los ejércitos españoles, franceses y holandeses entre los siglos XVII y XVIII.

Además de esta revisión del imaginario del siglo XVII, los críticos, escritores y artistas franceses del XIX fueron partícipes de una fecunda moda de recuperación de la estética Rococó, que se dio en aspectos tan diversos como la producción literaria, la decoración de interiores o, como analizo más adelante, la pintura. Este gusto fue potenciado a partir de la proclamación en 1852 del Segundo Imperio francés. En ese momento, la pintura de Watteau, Fragonard y Boucher comenzó a ser sumamente apreciada en el mercado del arte. Unos años antes, en 1845, Paul Hédouin había dedicado varios artículos en la revista L’Artiste al arte de Watteau, tratando de establecer un catálogo de sus producciones y constatando la gran atención que el artista suscitaba entre el público francés[10]. En 1850, la publicación Magasin pittoresque hizo lo mismo con Van Loo[11].

Un proyecto de gran trascendencia en la difusión del arte del siglo XVIII fue el conjunto de artículos, publicados por los hermanos Jules y Edmond de Goncourt, sobre esta temática en diferentes medios desde 1856 como L’Artiste o, a partir de 1859, en la Gazette des Beaux Arts. Para entonces, estos autores gozaban ya de prestigio y popularidad, por lo que sus estudios sobre Watteau, Greuze, Chardin, Fragonard, etc., fueron muy seguidos por el público francés. Finalmente, estos ensayos quedarían recogidos en la célebre obra L’Art du XVIIIe siècle, publicada en dos volúmenes en 1873-1874 y ampliada unos años más tarde[12].

Al igual que sucedió con el siglo XVII, la revisión nostálgica del XVIII también se apreció en la literatura y el teatro, con la recuperación de sus clásicos en obras conocidas como harlequinades[13]. Fue entonces cuando Paul Verlaine escribió sus conocidas Fêtes galantes (1869), inspiradas en la Commedia dell’Arte y los ambientes bucólicos campestres, a la manera de Watteau. Al respecto Charles Baudelaire fue uno de los grandes defensores del arte del maestro francés, desde sus comentarios al Salon de 1846. En su poema Los Faros, recogido ya en la primera edición de Las Flores del Mal (1857), formula poéticamente sus referentes artísticos y Watteau es el único pintor del siglo XVIII incluido a excepción de Goya, más valorado por el poeta en su faceta prerromántica. De entre todas las obras de Watteau, Peregrinación a la isla de Citera (1717) fue la más copiada por los artistas decimonónicos y evocada en obras literarias.

La recuperación del Rococó fue promovida por las élites imperiales, deseosas de recobrar el lujo y los fastos dieciochescos. La emperatriz María Eugenia de Montijo (1826-1920) fue una de las máximas defensoras de esta moda[14]. Este gusto le llevó a encargar a prestigiosos decoradores de interiores la transformación de las residencias imperiales. Las reformas de sus propias dependencias en el destruido palacio de las Tullerías evidencian ese interés por la recuperación de la estética del Rococó. Con motivo de la celebración de la Exposición Universal de 1867 fue editada una serie de grabados de las estancias que nos permite conocer su aspecto (Fig. 2). El arquitecto que asumió el rol principal en la decoración de estos espacios fue Hector Lefuel, quien siguiendo las indicaciones de la emperatriz desarrolló el llamado estilo Napoleón III, combinando elementos decorativos del Neoclasicismo y del Rococó. Para ello encontró su referente en los palacetes parisinos de la primera mitad del siglo XVIII, como el Hôtel de Soubise o el de Rohan, llegando a traer a sus aposentos de las Tullerías en 1854 varios cuadros de Boucher procedentes de otra propiedad imperial.

Fig. 2. Hector Lefuel, Les Appartements de S. M. l’Impératrice au Palais des Tuileries, 1867. Grabado en talla dulce. Bibliothèque Nationale de France (BNF), París.

Del mismo modo que la aristocracia del siglo XVIII imitaba las costumbres y el gusto de la Corte, la emergente burguesía decimonónica quiso emular estas modas imperiales llevando a sus lujosos pisos en inmuebles parisinos este estilo Napoleón III, que tuvo una gran fortuna en el ámbito pictórico.

Dos tendencias historicistas de la pintura de la segunda mitad del siglo XIX: el cuadro de mosqueteros y la escena Pompadour

Analizada la recuperación del imaginario Barroco y Rococó en la crítica, la literatura, el teatro o la decoración, es necesario explicar cómo los pintores decimonónicos desarrollaron un arte inspirado en periodos históricos del pasado. Al respecto, es conveniente delimitar el concepto de “pintura de género histórico”, que comparte con la pintura de historia sus asuntos inspirados en épocas pasadas, pero evita el retrato concreto de personajes o hazañas históricas[15]. Por el contrario, se trata de escenas anónimas, de temática anecdótica, que muestran instantes de ocio en tabernas, celebraciones de banquetes o escenas galantes y cortesanas. Así, los pintores asentados en el París del siglo XIX desarrollaron fundamentalmente dos tendencias: la pintura de mosqueteros y las escenas Pompadour, también practicadas por los autores aragoneses[16].

Los cuadros de mosqueteros surgieron a mediados de la centuria como un revival de la pintura del XVII, tanto francesa como flamenca y holandesa. Siguiendo esta moda, los artistas convirtieron al mosquetero y a otros personajes militares en los protagonistas de estas escenas en las que, en ocasiones, es difícil discernir si se trata de una obra de inspiración francesa o septentrional.

Conviene destacar a dos pintores que tempranamente abordaron estas temáticas, aunque con objetivos distintos. El primero fue el belga Henri Leys (1815-1869) quien, imbuido de un espíritu de reivindicación nacionalista, estudió concienzudamente los modelos pictóricos locales, dando lugar a obras de un detallismo arqueológico[17]. En sus primeros años adaptó el exuberante colorido de Rubens, para luego evolucionar hacia escenas costumbristas de interiores con abundantes personajes, al estilo del flamenco Adriaen Brouwer, o la representación de solitarios hogares escenario de galanteos, en la línea del holandés Pieter de Hooch. Su culto a la pintura de los maestros septentrionales se reflejó en dos cuadros en los que imaginó los talleres de Rembrandt y de Floris (1850 y 1868).

El segundo artista fue Ernest Meissonier (1815-1891), una figura clave para comprender la pintura desarrollada por los creadores españoles asentados en París. Fue el gran representante de este tipo de escenas, importante no solo por la calidad y cantidad de cuadros pintados, sino por sus numerosos discípulos, que siguieron cultivando estas temáticas hasta comienzos del siglo XX. Comenzó a trabajar los cuadros de inspiración flamenca hacia 1834, cuando presentó al Salon un lienzo titulado Burgueses holandeses[18], en el que se constata el estudio de los retratos holandeses de grupo, de gran sobriedad cromática. La referencia de la pintura de maestros neerlandeses como Metsu, Dou y Miéris, se aprecia claramente en sus obras[19]. El nivel de perfeccionamiento de Meissonier hizo que su arte fuese comparado con la técnica fotográfica del daguerrotipo[20].

Meissonier, al igual que sus discípulos franceses y extranjeros, tuvo la habilidad de ambientar sus escenas en el periodo histórico que oscila entre finales del siglo XVI y comienzos del XVIII, encontrando su inspiración en las escuelas barrocas francesa, flamenca y holandesa. En su pintura incluía gran cantidad de detalles cultos que evidenciaban un estudio minucioso de la pintura antigua. Su progresión pictórica le llevó a perfeccionar estas imágenes, tal y como se aprecia en Una partida de piquet, de 1861, una obra de pequeñas dimensiones, pero en la que alcanzó un grado de verismo que aproxima esta obra a buenos ejemplos del realismo del siglo XVII (Fig. 3). A diferencia del retrato colectivo holandés, aquí los personajes son anónimos y la escena no busca su representación fidedigna, sino la captación de un momento de ocio en el interior de una taberna[21]. El lienzo no solo remite a ejemplos holandeses, sino también franceses como, por ejemplo, El fumadero, de los hermanos Le Nain, pintado en 1643[22].

Fig. 3. Ernst Meissonier, Una partida de piquet, 1861. Óleo sobre lienzo, 29,3 x 36,7 cm. National Museum of Wales, Cardiff.

Meissonier tuvo como discípulos a algunos artistas españoles llegados a París en la segunda mitad del siglo XIX. Fue el caso de Eduardo Zamacois (1841-1871), un pintor bilbaíno autor de abundantes cuadritos de gran calidad dentro de esta estética de los revivals de la pintura de los siglos XVII y XVIII. Zamacois firmó en 1866 un contrato con el célebre marchante Adolphe Goupil para crear cuadros de género, sentando un precedente que después fue seguido por Fortuny y por muchos otros españoles en París[23].

Sin embargo, la fortuna historiográfica no ha dedicado a todos estos artistas la misma atención que a Zamacois y a Fortuny. En relación con la temática abordada en este estudio, interesa destacar el caso del pintor murciano Luis Ruipérez (1832-1867), un artista poco atendido por la historiografía asentado en la capital francesa hacia 1857 y formado con el maestro Meissonier. Gracias a este aprendizaje, así como a la realización de un viaje a Bélgica, pudo conocer de cerca la pintura flamenca y holandesa, manifestando en sus cuadros una profunda influencia de los maestros del siglo XVII. En su obra recreó escenas de ocio en tabernas, duelos, oscuros interiores con grandes ventanales de estilo holandés, etc. Una de sus producciones más conseguidas fue un cuadro de pequeño tamaño (28 x 20,3 cm), titulado El crítico. En él recreó un interior doméstico en el que un anciano experto recibe la visita de un personaje más joven que le lleva un cuadro de un paisaje holandés.

El segundo tipo de escenas, también muy practicadas por los artistas decimonónicos asentados en París, fueron las inspiradas en la pintura del Rococó, creando las citadas escenas Pompadour. La emperatriz Eugenia fue la gran defensora de este estilo inspirado en la época de Luis XV, Luis XVI y María Antonieta. En esta línea, la propia emperatriz Eugenia fue retratada por Winterhalter caracterizada como María Antonieta en 1854[24].

Entre los pintores de escenas Pompadour sobresale Charles Chaplin (1825-1891). La emperatriz Eugenia fue su clienta y recibió encargos para la ejecución de las pinturas decorativas del palacio del Elíseo, de las Tullerías y de la Ópera Garnier[25]. Chaplin tomó como referencia el arte de François Boucher, recreando el intimismo sensual de las imágenes más características de la pintura Rococó: interiores ricamente decorados, escenas de tocador, damas solitarias dedicadas a la lectura en sus aposentos, instantes de galanteo, etc. Los cuadros de Chaplin fueron muy apreciados por el realismo con el que abordó toda esta estética, trabajando fundamentalmente al óleo, aunque consiguiendo unas texturas similares al pastel, técnica muy popular a mediados del siglo XVIII. Su devoción por la pintura dieciochesca quedó reflejada en su magnífico grabado de la Peregrinación a la isla de Citera, de Watteau, ejecutado en 1864[26]. Su estética edulcorada fue muy seguida por algunos españoles en París, como el prolífico Raimundo de Madrazo (1841-1920).

Este arte encajaba a la perfección en la sociedad francesa de la segunda mitad del XIX, con una burguesía deseosa de emular los placeres de la nobleza del siglo XVIII. Al respecto, cabe recordar los salones del Segundo Imperio como los de Mathilde Bonaparte o su prima Julie, quienes asumieron el rol de salonnières que cien años antes habían desempeñado damas de la Corte como Julie de Lespinasse o la marquesa de Pompadour[27]. Una versión más popular de estos encuentros tenía lugar en la residencia de la zaragozana María Luisa de la Riva y Callol, una pintora aragonesa que llegó a estar muy bien asentada en el establishment parisino y regentó veladas musicales en su taller a las que acudían célebres compositores e integrantes de la alta sociedad parisina[28].

Pintores aragoneses dedicados a la pintura de mosqueteros y a la escena Pompadour

De todos los artistas españoles asentados en París en el último tercio del siglo XIX, es interesante resaltar un grupo de pintores zaragozanos que no ha gozado todavía de la suficiente fortuna historiográfica[29]. Su salida al extranjero tuvo que ver con las limitaciones del panorama artístico local, que forzaron a estos creadores a buscar su subsistencia en otros lugares. Así, pintores como Eduardo López del Plano (1840-1885), Félix Pescador (1836-1901), Joaquín Pallarés (1853-1935), Germán Valdecara (1849-¿?), María Luisa de la Riva (1865-1926), Mariano Alonso-Pérez (1857-1930) o Máximo Juderías Caballero (1867-1951), compartieron pupitres en la Escuela de Bellas Artes dependiente de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis en Zaragoza, para posteriormente continuar sus estudios en Madrid y culminarlos en la capital francesa. Pasaron largas temporadas en la ciudad entre la proclamación de la Tercera República francesa (1870) y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, para adaptar su producción pictórica a las exigencias del mercado moderno, estos artistas cultivaron los mismos asuntos que Meissonier, Chaplin y sus discípulos.

En primer lugar, cabe preguntarse cuáles fueron las vías por las que estos creadores tuvieron acceso a la pintura del siglo XVII. Hay que recordar la estancia que casi todos ellos hicieron en Madrid como paso previo a la llegada a París. En la capital, la visita al Museo del Prado era un ejercicio obligado para todos los artistas en formación, en una época en la que predominaba el culto a los maestros de la tradición española. Frente a los viajes cada vez más frecuentes a París y a Roma, algunas voces críticas reclamaron para los artistas contemporáneos la importancia del estudio del arte patrio, especialmente de autores como Velázquez, Murillo y otros artistas españoles del Siglo de Oro.

A su llegada a París estos creadores visitaron las colecciones francesas de pintura antigua. Al respecto, cabe destacar una carta enviada en 1865 por el aragonés Eduardo López del Plano a la Diputación Provincial de Zaragoza –institución que había pensionado su estancia en París– relatando sus primeros pasos al llegar a la ciudad. El joven artista había entrado en contacto con pintores allí establecidos, quienes le aconsejaron “emplease algunos días en ver y estudiar teóricamente los museos imperiales del Louvre, Luxembourg y Versailles y cuantas galerías y monumentos artísticos encontrase en esta”[30]. El estudio de estas colecciones, ricas en pintura de los siglos XVII y XVIII, se tradujo necesariamente en un mejor conocimiento de estas escuelas.

En lo relativo a la pintura de mosqueteros, hay que señalar cómo la popularidad de esta moda no solo se dio entre los pintores asentados en París. Así, el zaragozano Francisco Pradilla (1848-1921) ejecutó una tabla de reducidas dimensiones (30 x 19 cm) en la que representó a un mosquetero de pie, espada en mano[31]. Aunque Pradilla no vivió en la capital francesa, sí pasó diez años de su vida en Roma, segundo centro del mercado artístico internacional, en el que regentó un taller muy visitado por coleccionistas y marchantes. Para participar de estas tendencias tan comerciales, el artista se acomodó al gusto imperante en la pintura francesa del momento.

Sin embargo, el artista zaragozano que con mayor ímpetu se dedicó a esta revisión del imaginario del siglo XVII fue Máximo Juderías Caballero[32]. Formado en la Escuela de Bellas Artes zaragozana, continuó sus estudios en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado dependiente de la Real Academia de San Fernando en Madrid[33]. Los trabajos más sobresalientes de la etapa madrileña fueron los ejecutados bajo el mecenazgo del marqués de Cerralbo, para quién realizó abundantes pinturas decorativas destinadas a su nuevo palacete del barrio de Argüelles.

Durante los años 90 del siglo XIX, Máximo Juderías se estableció en la capital francesa. Allí, sus comienzos no fueron fáciles y pasó varios años trabajando día y noche, empleando como modelos a mendigos, soldados y criadas para elaborar cuadritos que luego vendía a orillas del Sena. Figura como matriculado en las clases de William-Adolphe Bouguereau en la Academie Julian de París[34]. En el ambiente cosmopolita de este centro –célebre por acoger a alumnos de muy diversas nacionalidades– fue orientando su pintura hacia las escenas de género destinadas al mercado del arte, trabajando los cuadros de mosqueteros y la llamada “pintura de casacón”.

Para la composición de sus cuadros inspirados en las escuelas pictóricas de antaño, Juderías atesoró una rica colección de objetos artísticos y de vestuario de estas épocas. En palabras del propio artista: “no he tenido apenas contacto con el público, viviendo siempre retraído en mi estudio y dedicando los ratos libres a recorrer las subastas de arte para ampliar paulatinamente el adorno de mi estudio, que llegué a convertir en un pequeño museo”[35]. Al respecto, he podido localizar recientemente fotografías que pertenecieron a Máximo Juderías Caballero en la colección particular de Raimon Graells Wagner, nieto de Teodoro Wagner, amigo y cliente del artista a su regreso a España tras la Primera Guerra Mundial. En esas fotografías puede apreciarse a personajes masculinos ataviados con ropajes del siglo XVII (Fig. 4), además de modelos femeninos en distintas poses tanto en interiores como en un jardín. Estas imágenes inéditas constituyen documentos de gran interés para una aproximación al trabajo de estos pintores de género, siendo elementos rara vez conservados por su delicado formato.

Fig. 4. Máximo Juderías Caballero, Modelo vestido de mosquetero, s. XIX. Fotografía. Biblioteca de Raimon Graells Wagner.

Entre las múltiples obras pintadas por Juderías inspiradas en la pintura del siglo XVII, cabe destacar la titulada Dos mosqueteros[36], un óleo sobre lienzo de tamaño intermedio. Como su título sugiere, el artista representó a dos mosqueteros en un interior, uno de ellos en actitud de beber, mientras el otro aparece pensativo fumando de una pipa. Junto a estos dos personajes aparece una doncella cocinando en el fogón. Varios de los elementos que figuran en este cuadro han sido extraídos del universo visual de la pintura holandesa del siglo XVII. En primer lugar, al igual que en muchas pinturas holandesas y flamencas, la chimenea cobra protagonismo en este interior, tal y como sucede en algunos lienzos de Jan Havicksz o de Adriaen van Ostade. La presencia en un plano intermedio de la mesa con sillas y taburetes, además de elementos propios de las ventas como las vasijas de vino, también forma parte del imaginario de la escuela pictórica holandesa. La principal diferencia con los cuadros del siglo XVII es que los protagonistas de estas escenas de bambochada solían ser personajes extraídos de las clases humildes, mientras que, en la pintura decimonónica, con el objetivo de lograr un efecto más pintoresco, los protagonistas suelen llevar ricos ropajes militares.

Una de las escenas más frecuentes en la pintura decimonónica inspirada en el siglo XVII fue la recreación de partidas de naipes. Máximo Juderías las representó en numerosas ocasiones, llegando a elegir este motivo para la obra que presentó al Salon de París de 1900. Bajo el título de Partida de naipes, el pintor zaragozano recreó un rico interior, con diez personajes masculinos y femeninos alrededor de una mesa en la que se está jugando a este juego. La obra fue reproducida mediante un grabado en La Ilustración Española y Americana[37]. También con el asunto de los juegos de mesa, cabe destacar un óleo recientemente localizado, fechado en 1903 y titulado Una alegre partida (Fig. 5). En este caso, el juego no se desarrolla en una taberna sino en un rico interior doméstico de inspiración dieciochesca. Sin embargo, los personajes aparecen ataviados a la manera del siglo XVII, igual que sucedía en las fotografías del pintor zaragozano. Así, la frontera entre ambos siglos parecía disiparse bajo la mirada de estos pintores decimonónicos.

Fig. 5. Máximo Juderías Caballero, Una alegre partida, 1903. Óleo sobre lienzo, 60,5 x 73,5 cm. Colección privada.

Estas creaciones permitían al artista demostrar su erudición en el estudio de la pintura antigua, así como su talento a la hora de captar las diferentes emociones que la partida suscita en los personajes. La representación de juegos de mesa fue muy frecuente en la pintura flamenca y holandesa del siglo XVII, habiendo sido abordada por autores como el holandés Jan Miense Molenaer o, más en la línea del claroscuro, por el flamenco Theodoor Rombouts. La diferencia es el carácter más ecléctico y colorista de la pintura de Máximo Juderías, deudora de la larga estela dejada por Mariano Fortuny en la capital francesa.

Entre los artistas aragoneses, los cuadros de mosqueteros aparecieron de manera casi exclusiva en la obra de Máximo Juderías Caballero. En cambio, la evocación del Rococó la podemos apreciar, además de en la pintura de Juderías, en la de Mariano Alonso-Pérez, Joaquín Pallarés o Germán Valdecara. Esta moda fue practicada más a menudo, no solo debido a la mayor cercanía cronológica, sino también por la existencia, tal y como se ha señalado anteriormente, de un gusto ecléctico de recuperación del lujo del siglo XVIII. Siguiendo la estela de Fortuny, Zamacois o Luis Ruipérez, los creadores aragoneses produjeron abundantes escenas Pompadour en las que se hace patente el estudio de los grandes maestros de la pintura del Rococó. Así, por ejemplo, he podido localizar un estudio ejecutado por Mariano Alonso-Pérez a partir de la citada Peregrinación a la isla de Citera de Watteau.

También estuvo muy familiarizado con las escenas Pompadour Joaquín Pallarés Allustante. Al igual que Juderías, nació en Zaragoza y se formó en la Escuela de Bellas Artes local, continuando sus estudios en Madrid en la escuela dependiente de la Academia de San Fernando, en cuyos registros figura como matriculado entre 1871 y 1876, sin haberse presentado a los exámenes de este último curso, probablemente por encontrarse ya asentado en la capital francesa[38]. Desde 1875 había visitado la ciudad, pues en esa fecha firmó allí una interesante tabla titulada La carta interceptada (Fig. 6), en la que representó un rico interior ecléctico de muros revestidos de tapices, una elegante chimenea de mármol, muebles dorados decorados con el motivo de la rocalla y un biombo lacado oriental. En esta pintura recrea un juego pícaro protagonizado por dos damas lujosamente vestidas. Una de ellas mira detrás de las cortinas en busca de algo o alguien, mientras la otra recibe de un lacayo unas cartas, cayendo una al suelo. En el cuadro de Pallarés apreciamos la reinterpretación de un tema de larga tradición en la pintura europea: el del galanteo a través de las cartas, abordado por artistas de la escuela Rococó francesa como Fragonard –véase su célebre cuadro La carta de amor (ca. 1770)[39]– o Boucher, autor de un lienzo con el mismo título, pero ambientado en un bucólico exterior natural. En el cuadro de Pallarés, la dama que porta las cartas en su mano mira hacia el resto de personajes de la sala, asegurándose de que nadie descubra su entretenimiento clandestino, del mismo modo que la protagonista del cuadro de Fragonard vuelve la mirada hacia el espectador, el único testigo de la acción.

Fig. 6. Joaquín Pallarés Allustante, La carta interceptada, 1875. Óleo sobre tabla, 37 x 45 cm. Colección privada.

Joaquín Pallarés siguió abordando estas temáticas dieciochescas, componiendo escenas de galanteo hasta el final de su vida. A comienzos de los años 20, de regreso a España, pintó un óleo sobre lienzo titulado Paisaje versallesco, mostrando a dos parejas en actitud galante en los jardines de Versalles, cobijándose en la intimidad de un lugar sombrío bajo altos árboles[40].

El eclecticismo presente en las obras de Pallarés se vio todavía más intensificado en las de su compatriota Mariano Alonso-Pérez Villagrosa. Pocos elementos diferencian su trayectoria formativa de la del resto de pintores aragoneses en París. Además de cursar estudios de ingeniería, su formación pictórica comenzó en la Escuela de Bellas Artes de San Luis de Zaragoza para, posteriormente, completar este aprendizaje en Madrid, donde figura como matriculado en las clases de “Colorido” y de “Natural” de la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado en el curso de 1874-1875[41]. No llegó a presentarse a los exámenes y, a partir de 1881, se estableció en Roma[42]. En esta urbe, en 1882, nació su primogénito Carlos Alonso-Pérez –también pintor de escenas de género–, fruto de su matrimonio con Carlota Berdugo[43]. A partir de 1889, con motivo de la celebración de la Exposición Universal, se asentó en París, donde residió hasta la Primera Guerra Mundial, consiguiendo una gran fortuna gracias a la venta de cuadros de género.

El éxito en París de Mariano Alonso-Pérez se debió, en parte, a su buena relación con los marchantes de arte, llegando a trabajar para la célebre casa Goupil & Cie., vendiendo a través de ella una decena de cuadros. El primero que aparece registrado en los libros de cuentas de la empresa es Los enamorados, vendido en marzo de 1889[44]. El último registro es de 1895 y se trata de una obra titulada Una desgracia, adquirida por los sucesores de Goupil por 1062,50 francos[45]. Además, el pintor zaragozano demostró una gran habilidad para la difusión de sus diseños gracias a la utilización de modernas técnicas de reproducción gráfica, entre ellas la cromolitografía. Al respecto, recientemente he podido localizar diversas casas editoriales e imprentas para las que trabajó, algunas de las más importantes del París de finales del siglo XIX y comienzos del XX, véanse Braun, Clément & Cie., Boussod, Valadon & Cie. o Manzi, Joyant & Cie.[46]. El artista ejecutaba cuidadosamente los diseños originales a la tinta, tal y como se aprecia en uno de sus dibujos conservados en el Département des Arts Graphiques del Museo del Louvre, titulado Baile en tiempos de Luis XV[47]. Además, sus imágenes ilustraron tapices decorativos destinados a las nuevas residencias burguesas de París, en las que se imitaba el recubrimiento para paredes de los palacetes de los siglos anteriores[48].

A pesar del aspecto edulcorado de muchas de sus producciones, Alonso-Pérez era un buen conocedor del arte del siglo XVIII. Además de la citada copia al carboncillo de un detalle de Peregrinación a la isla de Citera de Watteau, en sus cuadros refleja un estudio cuidadoso de la pintura dieciochesca, especialmente a la hora de representar los ropajes, vistiendo a los hombres de casacas lujosamente bordadas y a las mujeres con los típicos bonnets de la Francia rural, unos tocados de tela blanca que cubrían la cabeza y que podrían ser más o menos ricos dependiendo de la condición económica de quien los portase. Estas obras parecen inspiradas en maestros franceses del siglo XVIII como Fragonard, autor de algunos cuadros destinados a reflejar de manera idealizada la vida del campesinado. En esta misma línea podemos apreciar el tratamiento de asuntos galantes, como el aludido del cortejo a través de cartas en su tabla El cartero, de la que reproducimos aquí un detalle (Fig. 7).

Fig. 7. Mariano Alonso-Pérez, El cartero (detalle), s. XIX. Óleo sobre tabla, 71,12 x 91,44 cm. Colección privada.

Esta interpretación de la pintura de género del siglo XVIII la podemos apreciar en algunas de sus obras ambientadas en la naturaleza. Una de sus escenas galantes, fechada en 1900, muestra a un grupo de tres campesinas que portan cántaros: dos de ellas aparecen entablando conversación, mientras en un primer plano, la tercera aparece hablando con un joven elegantemente vestido (Fig. 8)[49]. A pesar de que los personajes aparecen extraídos del imaginario dieciochesco, el tratamiento de la acuarela resulta moderno, trabajando minuciosamente la fisonomía y los ropajes de los protagonistas. Estos quedan rodeados de una frondosa vegetación en la que el suelo y los árboles han sido compuestos mediante manchas, a la manera impresionista.

Fig. 8. Mariano Alonso-Pérez, Escena de género, 1891. Acuarela sobre papel, 30,5 x 23,5 cm. Colección privada.

Más allá del pintoresquismo comercial con el que compuso muchas de sus obras, en la base de dibujo que en ellas subyace, la referencia a obras del Rococó es sustancial, tal y como se aprecia en alguno de sus estudios a tinta china. Así, en uno de sus dibujos copió un detalle del lienzo La pesca, de Boucher (1757) (Fig. 9). Por desgracia, los álbumes de dibujos del artista han llegado hasta nuestros días dispersos, por lo que tan solo conocemos una pequeña parte de sus estudios a la tinta.

Fig. 9. Mariano Alonso-Pérez, copia de La Pesca, de François Boucher, s. XIX. Dibujo a la tinta sobre papel. Colección privada.

Finalmente, resulta necesario apuntar cómo el culto a la pintura de los siglos XVII y XVIII por parte de los aragoneses en París, no solo se limitó a la producción de cuadros de género. Prueba de ello son las brillantes naturalezas muertas ejecutadas por la laureada María Luisa de la Riva y Callol, una pintora nacida en Zaragoza y tempranamente establecida en Madrid, hacia 1881. Intentó conseguir una pensión de la Diputación Provincial de Zaragoza en 1884 para continuar sus estudios de pintura, sin embargo, la Sección de Fomento denegó su concesión[50]. Tal y como apuntó Magdalena Illán, tras una formación en Madrid con los maestros Mariano Bellver, Antonio Pérez Rubio y Sebastián Gessa, la creadora decidió instalarse en París a finales de los años 80[51]. Allí alcanzó una considerable fama como pintora de flores y retratista, consiguiendo sendas condecoraciones. Sus naturalezas muertas se muestran deudoras de los buenos ejemplos que de este género poseen las escuelas barrocas flamenca, holandesa y española. Al respecto, hemos podido localizar el nombre de la pintora entre los registros de copistas del Museo del Prado, acudiendo en junio y en julio de 1880 a copiar una Dolorosa y un Ecce Homo de Murillo[52]. Además de estas obras religiosas, la joven artista tuvo que contemplar necesariamente los magníficos ejemplares de naturalezas muertas conservadas en las antiguas colecciones reales. Así, pudo haber conocido los bodegones dieciochescos de Luis Egidio Menéndez, con su magistral representación de las uvas, el fruto más representado por De la Riva; o el tratamiento realista de las flores y los vidrios del pintor belga Jan Brueghel el Viejo, muy presente en las colecciones reales. Todo ello se tradujo en obras como Flores y frutas (1887)[53], en la que, a todo ese poso de la tradición pictórica de los siglos anteriores, añade un detalle moderno con la disposición de una cerámica de procedencia oriental, siguiendo la moda del japonismo, tan en boga en las últimas décadas del siglo XIX (Fig. 10).

Fig. 10. María Luisa de la Riva, Flores y frutas, 1887. Óleo sobre lienzo, 165 x 105,4 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid.

A modo de conclusión

La investigación y popularización de las escuelas pictóricas del Barroco francés, flamenco y holandés, así como de la escuela Rococó francesa, cobró especial fuerza a mediados del siglo XIX. En este momento, la École des Beaux-Arts de París y las academias privadas más prestigiosas de la ciudad apreciaron la utilidad de esta pintura en el aprendizaje de sus jóvenes discípulos. Tal y como hemos comprobado a lo largo del artículo, la cita a los grandes maestros de la pintura de estas escuelas fue un recurso muy practicado por los pintores decimonónicos, quienes quisieron dotar a sus cuadros de un contenido erudito, practicando una pintura de género inspirada en el pasado que gozó de gran fortuna comercial. Así, hemos constatado cómo el grupo de pintores aragoneses establecidos en París en la segunda mitad del siglo XIX se sumó a estas modas eclécticas, produciendo un arte que, a pesar de su carácter sumamente comercial, contribuyó a la puesta en valor de la pintura antigua, participando del espíritu historicista tan en boga en la plástica parisina de esta época y contribuyendo finalmente al proceso de internacionalización de la plástica aragonesa en el cambio de siglo.

Referencias

Fuentes documentales

Archivo del Museo Nacional del Prado (AMNP). Madrid. Fondos: Libros de copistas.

Archivo de la Diputación Provincial de Zaragoza (ADPZ). Zaragoza. Fondos: Sección Fomento.

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[*] Este artículo es fruto de una estancia de investigación en el HiCSA (Centre de Recherche en Histoire Culturelle et Sociale de l’Art) de la Université de Paris 1 – Panthéon Sorbonne, subvencionada por el Ministerio de Educación y Formación Profesional, bajo la dirección del Dr. Arnaud Bertinet. Asimismo, esta investigación se enmarca en la actividad del grupo de investigación consolidado Observatorio Aragonés de Arte en la Esfera Pública, dirigido por el profesor Jesús Pedro Lorente y subvencionado por el Gobierno de Aragón con fondos FEDER.

[1] Este fenómeno es bien conocido y ha sido abordado por numerosos especialistas españoles y franceses. Para una recopilación de estudios al respecto: Gary Tinterow y Geneviève Lacambre, eds., Manet/Velázquez. The French Taste for Spanish Painting (Nueva York: The Metropolitan Museum of Art, 2003).

[2] Ernest Chesneau, “Le réalisme et l’esprit français dans l’art: les frères Le Nain,” Revue des Deux Mondes, 1 de enero de 1863, 218-237.

[3] Chesneau, 224.

[4] Dicho término tiene su correspondencia directa en el sustantivo español “bambochada”. El diccionario editado por Gaspar y Roig en 1853 lo define como “el cuadro o la pintura que representa borracheras o banquetes ridículos”: Eduardo Chao, Diccionario enciclopédico de la lengua española (Madrid: Imprenta y Librería de Gaspar y Roig, 1853), 1:305.

[5] Jules Champfleury, Les peintres de la realité sous Louis XIII: Les frères Le Nain (París: Librairie Vve Jules Reunard, 1863).

[6] Champfleury, 103.

[7] Arsène Houssaye, Histoire de la peinture flamande et hollandaise (París: Jules Hetzel, 1846), 17.

[8] Alison McQueen, The Rise of the Cult of Rembrandt: Reinventing an Old Master in Nineteenth Century France (Amsterdam: Amsterdam University Press, 2003), 33-41.

[9] René Garguilo, “Un Genre majeur de la Littérature Populaire: Le Roman de Cape et d’Epée,” L’ull crític, no. 4-5 (1999): 85-103.

[10] Paul Hédouin, “Watteau,” L’Artiste, 30 de noviembre de 1845, 45-48.

[11] “Carle Van Loo,” Le Magasin Pittoresque, 1850, 372.

[12] Jules y Edmond de Goncourt, L’Art du XVIIIe siècle, 2 vols. (París: Rapilly, 1873-1874).

[13] En España el término arlequinada era definido como “acción o ademán ridículo como los de los arlequines”, véase: Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española. Undécima edición (Madrid: Imprenta de Don Manuel Rivadeneyra, 1869), 68. En el ámbito teatral eran pantomimas inspiradas en la Commedia dell’Arte; Manuel Gómez García, coord., Diccionario Akal de Teatro (Madrid: Akal, 2007), 56.

[14] Alison McQueen, Empress Eugenie and the Arts: Politics and Visual Culture in the Nineteenth Century (Nueva York: Taylor & Francis, 2016), 195-197.

[15] Michaël Vottero, La peinture de genre en France, après 1850 (Rennes: Presses Universitaires de Rennes, 2012), 79-82.

[16] Sobre el término de “escenas Pompadour”, fue recogido por Michaël Vottero en su tesis doctoral, habiendo sido ampliamente utilizado por la crítica de arte del último tercio del siglo XIX para referirse a estas obras inspiradas en la época de Luis XV y Luis XVI. Debe su nombre a Madame de Pompadour (1721-1764), una de las cortesanas más célebres de Versalles, gran mecenas de las artes e impulsora del estilo Rococó. Vottero, 119.

[17] Camille Lemmonier, L’école belge de peinture 1820-1905 (Bruselas: Labor, 1991), 92.

[18] The Wallace Collection. Número de inventario: P369.

[19] Petra Ten-Doesschate Chu, French realism and the Dutch Masters (Utrecht: Haentjens Dekker & Gumbert, 1974), 79.

[20] Jeanne Damamme, Ernest Meissonier (1815-1891), le maître et ses éleves (Poissy: Musée d’art et histoire, 1991).

[21] National Wales Museum. Número de inventario: NMW A 2471.

[22] Musée du Louvre. Número de inventario: R.F. 1969-24.

[23] No ahondo en las figuras de Eduardo Zamacois ni de Mariano Fortuny al ser artistas que han merecido abundantes estudios y exposiciones, en ocasiones conjuntas: Javier Novo y Mikel Lertxundi, coords., Zamacois, Fortuny, Meissonier (Bilbao: Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2006).

[24] Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Número de inventario: 1978.403.

[25] Catherine Granger, L’empereur et les arts: la liste civile de Napoleon III (París: École des Chartes, 2005), 215.

[26] Chalcographie du Louvre. Número de inventario: KM001308.

[27] Antonietta Angelica Zucconi, “Les salons de Mathilde et Julie Bonaparte sous le second empire,” Napoleonica. La Revue, no. 11 (2011): 151-182.

[28] “Dans le monde,” Comoedia, 19 de marzo de 1908, 2.

[29] Un amplio muestrario de pintores españoles asentados en la capital francesa fue recogido en: Carlos González López y Montserrat Martí Ayxela, Pintores españoles en París (1850-1900) (Barcelona: Tusquets Editores, 1989). Véase también: Guillermo Juberías Gracia, “Pintores aragoneses en la capital mundial del comercio artístico (1870-1918),” AACADigital, no. 43 (2018).

[30] Expediente 848, 1865, sección Fomento S-XIII, Archivo de la Diputación Provincial de Zaragoza (ADPZ), Zaragoza.

[31] Patrimonio Cultural, Universidad de Zaragoza. Número de inventario: AH-11.

[32] Para más información sobre este artista: Guillermo Juberías Gracia, “Aproximación a la figura de Máximo Juderías Caballero (1867-1951): un pintor al servicio del marqués de Cerralbo,” Estuco. Revista de estudios y comunicaciones del Museo Cerralbo, no. 3 (2018): 97-140.

[33] Libros de Matrícula de la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado, s. f., Cajas 146 y 147, Archivo Histórico de la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid (AHBFBA-UCM), Madrid.

[34] Catherine Fehrer, The Julian Academy, Paris, 1868-1939 (Nueva York: Shepherd Gallery, 1989), s. p.

[35] Guillermo Juberías Gracia, “Aproximación a la figura de Máximo Juderías Caballero (1867-1951): un pintor al servicio del marqués de Cerralbo,” 134.

[36] Fue vendida en abril de 2020 en la casa de subastas Shannon’s en Milford, Connecticut (Estados Unidos).

[37] Carlos Luis de Cuenca, “París: la Exposición de 1900,” La Ilustración Española y Americana, 30 de junio de 1900, 3.

[38] Certificaciones, ejercicios de entrada, actas de exámenes, expedientes de alumnos y matrículas, 1871-1872, Sign.167, 168 y 170, Archivo Histórico de la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid (AHBFBA-UCM), Madrid.

[39] The Metropolitan Museum, Nueva York. Número de inventario: 49.7.49.

[40] Museo de Zaragoza. Número de inventario: 10715.

[41] Libro de Matrículas, 1872-1877, Sign. 174/2, Archivo Histórico de la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid (AHBFBA-UCM), Madrid.

[42] Carlos González López y Montserrat Martí Ayxela, Pintores españoles en París (1850-1900), 58-59.

[43] Agradezco a Carlos Alonso-Pérez, bisnieto del artista, la información proporcionada sobre Mariano Alonso-Pérez.

[44] Goupil Stock Book nº 12, 98, número de registro: 19725, Getty Research Center (GRC), Los Ángeles.

[45] Goupil Stock Book nº 14, 81, número de registro: 24138, Getty Research Center (GRC), Los Ángeles.

[46] En París se conservan grabados de Mariano Alonso-Pérez en el Département des Estampes et de la photographie de la Bibliothèque Nationale de France, en la Bibliothèque Forney y en los Fonds Docummentaires del Musée d’Orsay. Un óleo sobre tabla de este artista titulado Mujeres en el café integra las colecciones del Musée Carnavalet, de París (número de inventario: P2726).

[47] Número de inventario: RF 40016.

[48] He podido corroborar la autoría de Alonso-Pérez de un tapiz que fue utilizado por el artista Joan Miró como soporte de una pintura al óleo, expuesta actualmente en la Fundación Miró de Palma de Mallorca (número de inventario: 1224). Este tapiz fue adquirido por Miró en un mercado de antigüedades y posee unas dimensiones de 152 × 199 cm. En la obra definitiva dialogan el antiguo tapiz y los trazos pictóricos de Miró, manteniendo el nombre en francés del tapiz: La Partie de Pêche des Amoureux. Catherine Morency, coord., Miró à Majorque: un sprit libre (Québec: Musée national des beaux-arts du Québec, 2019). La obra fue declarada Bien de Interés Cultural en una resolución del 26 de marzo de 2014, del Consejo Insular de Mallorca.

[49] La obra apareció recientemente en el mercado del arte, siendo vendida en agosto de 2020 en la casa de subastas Antique Kingdom en Irvine, California (Estados Unidos).

[50] Pleno de Diputación Provincial de Zaragoza, Sesión pública extraordinaria, libro 51, 1885, Archivo de la Diputación Provincial de Zaragoza (ADPZ), Zaragoza.

[51] Magdalena Illán Martín, “María Luisa de la Riva: una artista española en los salones franceses. Documentos conservados en los Archives Nationales de París,” Laboratorio de Arte, no. 21 (2009): 491-499.

[52] Libro de copistas, 1879 – 1880, signatura C1377, legajo 14.88, expediente 2, Archivo del Museo Nacional del Prado (AMNP), Madrid.

[53] Museo Nacional del Prado. Número de inventario: P007198.