Javier Verdugo Santos
Universidad Autónoma de Madrid, España
Recibido: 18/10/2021 | Aceptado: 29/04/2022
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Con la conquista napoleónica, Francia llevará a cabo un expolio de piezas arqueológicas y obras de arte para el Museo del Louvre-Muséum Central des Artes, más tarde Museo Napoleón, que fue concebido como un Museo Universal al servicio de París, capital del nuevo Imperio y sucesora de Roma. Ello supone la vuelta al saqueo del patrimonio por conquista, que durante los siglos XVII y XVIII había sido un hecho aislado. La Francia napoleónica quiso despojar a Roma de esa categoría desde la óptica de ser la nación de la libertad frente al despotismo teocrático de la Santa Sede. Con la caída de Napoleón, cuando el papa regrese y las piezas expoliadas sean restituidas, Italia ya no será la misma. Asistiremos a la aparición de una regeneración nacional fundada en la unidad estatal, que será conocida como Il Risorgimento. El sentimiento se hará palpable en la recuperación del patrimonio perdido que será considerado nacional y objeto de una mayor tutela jurídica como se refleja en el Editto Pacca de 1822, impulsado por Pío VII. |
Napoleón Roma Pío VII Louvre Arqueología Pacca |
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Abstract |
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With the Napoleonic conquest, France would carry out a plundering of archaeological pieces and works of art for the Louvre-Muséum Central des Artes. Later known as the Napoleon Museum it was conceived as a Universal Museum at the service of Paris, capital of the new Empire and successor of Rome. This implied a return to the plundering of heritage by conquest, which had been an isolated event during the seventeenth and eighteenth centuries. Napoleonic France wanted to strip Rome of that category from the standpoint of being the nation of freedom in the face of the theocratic despotism of the Holy See. With the fall of Napoleon after the return of the Pope, the looted pieces were returned, and Italy would no longer be the same. The subsequent emergence of a national regeneration founded on state unity would be observed. Known as Il Risorgimento, the feeling would be palpable in the recovery of the lost patrimony considered national and object of a greater legal protection as reflected in the Editto Pacca of 1822, driven by Pius VII. |
Napoleon Rome Pius VII Louvre Archaeology Pacca |
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Verdugo Santos, Javier. “La presa napoleónica de piezas arqueológicas y obras de arte de Roma e Italia a través de la iconografía (1796-1816).” Atrio. Revista de Historia del Arte, no. 28 (2022): 174-199. https://doi.org/10.46661/atrio.6278.
© 2022 Javier Verdugo Santos. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0. International License (CC BY-NC-SA 4.0).
En el periodo comprendido entre 1794 y 1814 se producirán una serie de acontecimientos que, siguiendo a Wescher[1], podríamos caracterizar como la vuelta a la destrucción intencionada del patrimonio o su saqueo, que durante los siglos XVII y XVIII había sido un hecho aislado. Con la destrucción de los revolucionarios franceses y el expolio napoleónico se rompió el acuerdo tácito que se mantuvo desde el siglo XV de no saquear las colecciones de un rival derrotado, el cual fue respetado en gran medida durante el Sacco de Roma[2]. Así, las campañas militares de franceses y españoles en Italia no llevaron aparejadas saqueos, a pesar del prestigio que ya poseían las colecciones y el arte del Renacimiento.
Hay algunas excepciones como el traslado de las bibliotecas de los Visconti de Pavía o de los aragoneses en Nápoles, que fueron transportadas a París en 1445[3]. También pueden considerarse excepcionales los saqueos llevados a cabo por los suecos en Baviera, Praga y Heidelberg durante la guerra de los Treinta Años. La causa de estos últimos era la personalidad de la reina Cristina de Suecia, quién ordenó en 1648 al conde Königsmarck que asegurara la biblioteca y la galería de arte que Rodolfo había reunido en su castillo de Hardschin cuando aquél conquistó Praga.
En este periodo de 1794 a 1814, los actores serán los revolucionarios franceses que actuarán contra su propio patrimonio, y los bonapartistas que expoliarán los bienes de los países conquistados, en función de tratados como el de Tolentino, en el caso de Italia, o simplemente llevados por el saqueo, como ocurrió en Alemania, Países Bajos, Malta, Egipto o España, entre otros. Examinamos a continuación el expolio de Roma e Italia.
El pontificado de Pío VI (1775-1799) es uno de los más convulsos de la historia de la Iglesia[4]. En él acontecen la Revolución francesa en 1789, la ocupación de Italia por los franceses en 1796, el Tratado de Tolentino de 1797 con el expolio de obras vaticanas y el exilio del papa de Roma en 1798. Los protagonistas de estos sucesos, en lo que al patrimonio histórico se refiere, son, además del propio pontífice, el camarlengo Carlo Rezzonico (1763-1799), el commissario[5] Filippo Aurelio Visconti y el cardenal Doria-Pamphili.
En 1796, un ejército francés al mando de Bonaparte entraba en Italia. A partir de ese momento y hasta 1815, durante veintitrés años, Italia va a verse inmersa en una serie de acontecimientos que supondrán un cambio importante en el sentir y en el pensar. Con todo ello, asistiremos a la aparición de un fuerte sentimiento patriótico, una regeneración nacional fundada en la unidad estatal, que será conocido como Il Risorgimento[6], resumido en una conciencia unitaria como reacción a la política de sometimiento y expoliación llevada a cabo por Francia.
El Tratado de Tolentino del 19 de febrero de 1797 obligó al papa a desprenderse de las legaciones, de Bolonia y de todo el noroeste de los Estados Pontificios. También, y como consecuencia del tratado, se producirá la llamada “presa napoleónica” y el traslado de obras de arte a París. El tratado impuso a la Santa Sede la entrega de 100 obras de arte –17 pinturas y 83 esculturas– y 500 manuscritos procedentes de las colecciones públicas a cambio de que no se ocupara Roma. Así, por medio de la artimaña de la reparación de “daños de guerra”, Napoleón, emulando a los antiguos romanos, se apropiaba de las más emblemáticas piezas arqueológicas vaticanas[7].
Mientras tanto, en Roma se produjeron una serie de desórdenes que culminaron con la muerte del general Duphot (1769-1797) el 28 de diciembre de 1798, en un tumulto entre tropas papales y simpatizantes de los franceses en las inmediaciones de la Embajada de Francia, en presencia del legado José Bonaparte, quién abandonó la ciudad. Estos acontecimientos tan graves forzaron la entrada el 15 de febrero de 1799 de las tropas francesas al mando de Berthier, procediéndose a la proclamación de la República Romana[8], que se apresuró a llevar a cabo ceremonias cívicas y laicas. Tras la eliminación de su poder temporal, el papa fue obligado a abandonar Roma, siendo detenido cuando iba hacia Verona y conducido a Siena, a Florencia y más tarde a Francia, donde falleció el 29 de agosto de 1799 en Valence[9].
Lo que no habían logrado ni Francisco I ni Luis XIV –convertir París en una segunda Roma– pasó a estar al alcance de Napoleón y de los nuevos tiempos. La idea de Roma que tenía Napoleón está presente en algunos testimonios, como en las conversaciones o “diálogos” de Fontainebleau entre el emperador y Antonio Canova[10] en el otoño de 1810, un año después de la anexión de la ciudad italiana a Francia. En los diálogos se reafirma que la nueva capital del Imperio no es Roma, sino París. Como un nuevo Constantino, y emulando a los conquistadores republicanos romanos, trasladará a la nueva Constantinopla –París–, infinidad de obras de arte para el Museo Napoleón (más tarde el Louvre). De nuevo la arqueología es utilizada como un instrumento del prestigio y poder del nuevo César. Napoleón crea el Reino de Italia, siendo coronado rey en Milán, como un nuevo Carlomagno, un moderno Augusto o un Marte pacificador[11].
La ejecución del Tratado de Tolentino hizo que fuese posible la entrega a Francia de grandes obras de arte antiguo con destino al museo nacional de París. El Museo del Louvre había sido declarado en 1794 museo público, y un lugar donde depositar obras de arte confiscadas en el transcurso de las campañas[12]. Además, en 1796 se había creado la Commission pour le Recherche des objets de sciences et arts para seleccionar todos aquellos objetos u obras merecedoras de ser transferidas a París. Al frente de esta comisión se coloca a Gaspard Monge (1746-1818), quién había participado en la expedición a Egipto[13]. Monge manifiesta un especial empeño en despojar de obras de arte al patrimonio pontificio, llevado por su óptica anticlerical encaminada a liberar los bienes del clero “que tiene sometido a un pueblo mediante un gobierno basado en la impostura”[14]. Además, la idea de confiscar obras de arte de Italia estaba en el ánimo de los franceses más eruditos, como el Abate Gregoire[15] (1750-1831), quien en 1794 afirmaba: “Ciertamente, si nuestros victoriosos ejércitos penetran en Italia, será el traslado del Apolo de Belvedere y el Hércules Farnesio la conquista más brillante”[16].
El precedente del Louvre habían sido dos iniciativas pontificias: la apertura al público en 1734 de la Galleria delle Statue en el Capitolio de Roma, único en Europa, y más tarde el Museo Pío-Clementino, catalogado y sistematizado por Ennio Enrico Visconti. De esta manera, Roma se convirtió en una ciudad emblemática precursora del primer museo de Europa. La Francia revolucionaria y napoleónica quiso despojar a Roma de esa categoría desde la óptica de ser la nación de la libertad, frente al despotismo teocrático de la Santa Sede. El Louvre era, en la concepción napoleónica, un “museo universal”, una institución abierta no solo a la élite sino al servicio de la ciudadanía, a la educación del pueblo.
Los deseos de Monge y Gregoire se hicieron realidad con las “100 obras”, entre las que destacaban la cabeza de bronce de Lucio Junio Bruto y la de mármol de Marco Bruto, ambas del Museo Capitolino. Después, tras un reconocimiento de los museos pontificios, estos se despojaron de sus obras más emblemáticas: el Apolo, el Laocoonte, el Torso, el Meleagro, el Cómodo como Hércules, la Ceres, la Cleopatra, el Antinoo, el Nilo, el Tíber, Eros y Psique y el Gladiador Moribundo. Fueron respetadas las estatuas del Capitolino más vinculadas a las virtudes romanas, probablemente para no crear tensiones, tal es el caso de la Loba o del Camilo, muy apreciadas por los romanos. De este museo salieron además la Flora y el Antinoo capitolino –ambos procedentes de la Villa de Adriano–, el Eros y Psique descubierto en el Aventino en 1750, el Fauno de mármol, e incluso el emblemático Espinario.
También se expropiaron esculturas de colecciones privadas como la presente en Villa Albani en 1798, trasladando a París las mejores piezas y, especialmente, el llamado Bajorrelieve de Antinoo, que fue reintegrado a sus dueños en 1815[17]. Además de estas “incautaciones” y como consecuencia de la imposición del tratado, fueron a París otras obras compradas por Napoleón a su cuñado Camilo Borghese, que pertenecían a su colección. Entre estas cabe destacar el Apolo sauroctono, el Gladiador borghese, la Diana de Gabios, el Hermafrodito, los Danzantes borghese o el Fauno con flauta, que fueron colocados los tres primeros en el Museo Napoleón y las otras en el Louvre.
Las piezas procedentes de la colección capitolina fueron dos cuadros de la Sacra Famiglia de Garofano y de la Fortuna de Guido Reni y 21 esculturas: L’Erma di Omero, la cabeza radiada de Alejandro Magno, el busto de bronce de Lucio Iunio Bruto[18], la cabeza de Iunio Bruto Minore, la cabeza de Ariadna, el Antinoo egizio, el Antinoo Albani, el Apolo Liceo, la Giunone Cesi, el Fauno de Praxíteles, la estatua de Zenone, el grupo de Amore e Psiche, la Flora, el Galata morente, la Venus Capitolina, la sacerdotisa con la urna, el Espinario, un trípode de mármol, el sarcófago de las musas y el sarcófago de las divinidades marinas.
De otros lugares de Italia también se enviaron obras de arte: Bolonia, Cento, Forli, Perugia, Città di Castello, Loreto, Pesaro y Fano. Junto a las pinturas se añadieron esculturas colosales, bustos, hermas o bajorrelieves provenientes de Módena, Verona, Venecia, Turín y Florencia; además de un número impreciso de manuscritos, monedas, gemas, camafeos y objetos de plata. En total, el expolio sumó la cifra de 336 obras de arte provenientes de Italia, según el inventario del Museo del Louvre[19]. La mayoría de estas obras pertenecían al Estado Pontificio y una pequeña parte al Reino de Cerdeña, al Gran Ducado de la Toscana, a los Estados de la Lombardía y Parma, y otras provenían de colecciones privadas, siendo las más expoliadas las de las familias Albani y Braschi.
En febrero de 1797 Napoleón exigió la entrega y traslado a París del botín. De este modo, el 19 de mayo partió desde Roma el primer convoy de los cuatro en que fue dispuesto el traslado. Con ocasión del segundo cargamento Monge manifiesta en una carta del 9 de abril de 1797, su satisfacción por la “salvación” de estas obras de arte de manos de “vándalos”, y así justifica el envío de la carga más preciosa que comprendía, entre otras, el Apolo, el Laocoonte (Fig. 1) y la Transfiguración de Rafael. Precisamente del tercero nos ha quedado una instantánea en un grabado de Marin y Baugean[20] en el que se aprecian las carretas en las que fueron cargadas las esculturas y pinturas (Fig. 2). También poseemos un grabado en el que se observa el traslado de los caballos de San Marcos de Venecia a París (Fig. 3).
El traslado se erigió en una fiesta eminentemente política, como lo demuestra el homenaje rendido al busto capitolino de Bruto como libertador. Porque la República francesa no había conquistado estas obras por la fuerza, sino como una herencia legítima entre la República romana y la nueva patria de la libertad[21]. Para entender esta idea es necesario, como afirma Curzi,[22] plantearnos qué representan a finales del siglo XVIII la “Antigüedad y las Bellas Artes”. Ante todo, se consideran un instrumento para refinar y educar el espíritu, pues tanto las obras como su producción representan el grado de civilización de una nación en la Europa de las “Luces”. Además, conforme avanza el siglo se comienza a desarrollar una institución abierta: el museo, definido por Curzi[23] como un lugar donde se seleccionan, catalogan y ordenan modelos figurativos del pasado, generando un repertorio de formas e imágenes indispensables en la creación artística y la formulación de la estética contemporánea; y recoge a su vez los testimonios de la historia, los documenta y valoriza.
Algunas voces se alzaron contra este traslado, sin éxito, como la de Antoine Quatremére de Quincy (1755-1849). El arqueólogo y experto en artes había colaborado con la Revolución como miembro del Comité Revolucionario de Instrucción Pública entre 1791-1792. En 1796, un año antes del traslado de las obras de arte italianas a Francia, escribió contra los planes franceses alegando que los poderes europeos debían contribuir a la protección y al conocimiento del arte, y no entendía que nadie pudiera hacer revivir el derecho de conquista de los antiguos romanos[24]. Quincy defendía la idea de que Roma era en sí un museo al que no podían despojar de ninguna de sus partes, pues su paisaje, monumentos, tradiciones y todos los objetos que en ella se atesoraban eran los que la caracterizaban como tal[25]. Quincy concitó además el apoyo de un grupo de artistas, que nada pudieron hacer para impedir el traslado. Sí es cierto que, más tarde, la devolución de los objetos a Roma, en la que participó Canova, seguramente contó con la participación de Quincy, que así al menos vería paliado el desastre que no pudo evitar.
Para muchos, sin embargo, esto no fue una “presa” sino la consecuencia de un tratado. Stendhal, al referirse al papel del escultor Canova como Inspector General de Bellas Artes de Pío VII, quién acudió a París a recuperar las estatuas cedidas por el Tratado de Tolentino, afirma: “Canova ha estado tres veces en París; la última como embalador. Vino a recuperar las estatuas que nos habían cedido por el Tratado de Tolentino, sin el cual el ejército victorioso en Artola y en Rívoli no hubiera ocupado Roma. Nos roban lo que habíamos ganado por un tratado. Canova no comprendía este razonamiento. Educado en Venecia en tiempos del antiguo gobierno, no puede concebir más que un derecho, el de la fuerza; los tratados le parecen una vana formalidad”[26].
Este malintencionado sentir, manifestado por el bonapartista Stendhal, es posible que fuese general entre los intelectuales que apoyaron la revolución francesa en el trienio revolucionario –1796-1799–, y aunque en gran parte se vieron defraudados por Francia y Bonaparte, como el caso de Ugo Foscolo (1778-1827)[27], que pasó del jacobismo y del entusiasmo napoleónico al desencanto, es cierto que la política de organización de la cultura que la administración francesa[28] llevó a cabo colocó a los intelectuales italianos en la necesidad de colaborar con ellos o abstenerse.
En julio de 1798 llega a París el grueso de las pinturas y las antigüedades, según Montaiglon[29], para lo que se organizó una procesión triunfal, que coincidió con el cuarto aniversario de la caída de Robespierre en el Campo de Marte (Fig. 4). Esta fue un poco frustrante, pues salvo los Caballos de Venecia, las demás estaban ocultas en sus cajas. Los Caballos quedaron expuestos en los Inválidos y las cajas permanecieron sin desembalar en unas salas del piso bajo del Louvre durante más de 18 meses, hasta su integración en el Arco del Triunfo[30] (Fig. 5).
En opinión de Haskell y Penny[31], dos acontecimientos precipitaron la sistematización de la colección en el Louvre. La primera fue el ascenso al poder de Napoleón en 1799; y la segunda fue la huida de Ennio Quirino Visconti (1751-1818) a París ese mismo año. Pío VI lo había nombrado conservador del Museo Pío-Clementino, pero en 1799 se trasladó a París, donde fue nombrado uno de los conservadores del Louvre[32], reproduciendo en el museo parisino los mismos principios organizativos del Pio-Clementino. Paradójicamente, un italiano ordenaba el museo de la “Segunda Roma”, en el que dispuso nueve salas que respondían a una temática distinta con una pieza central, y otras tenían la denominación de la escultura principal, como la del Torso, la del Laocoonte, la del Apolo (Fig. 6), o la de la Musas. Finalmente, el museo se inauguró el 9 de noviembre de 1800, coincidiendo con el primer aniversario de la llegada al poder de Napoleón.
Las obras de arte antiguo fueron publicadas en 1800 en la Notice des statues, buste, bas-reliefs, et autres objets composante la Galerie des Antiques du Musée Central des Arts, ampliada en ediciones sucesivas en 1802 (año de la creación del Museo de Napoleón) 1803, 1807 y 1808. En la edición de 1810 Visconti nos presenta un recorrido por las ocho salas de los viejos apartamentos de María de Austria. En 1811 se abre la sala de los Ríos y se comienzan gradualmente a incorporar en la galería de la Antigüedad las obras procedentes de la colección Borghese.
La llegada a París de estas obras, fundamento de la cultura clásica, constituyó la aplicación precisa de la doble misión que la Convención había asignado a los museos: educar a los pueblos y servir a la gloria de la República. El ardor mostrado por Bonaparte, sus tropas y los especialistas que lo acompañaron a Italia (Denon, Moitte, Berthélémy o Monge) fue permitir que los parisinos, y luego todos los franceses, se familiarizaran con el arte. Conocedores del poder de las imágenes, y de la fascinación que sobre el pueblo ejerce la posesión y distribución de una brillante colección, el Consulado, y luego el Primer Imperio, se esforzaron por mantener o crear museos abiertos al público en toda Francia. Esta fue también fue una forma de relevar al Louvre, rápidamente superado por la incesante llegada de nuevas obras.
Entre las obras que ponen de manifiesto el impacto ejercido sobre la población, mencionamos el jarrón de porcelana cuya forma está inspirado en ítems antiguos de la colección Vivant Denon. En él, Antonie Beranger (1785-1867) presentó “la entrada en París de obras destinadas al Museo Napoleón”, en una evocación, a la manera de un triunfo romano, del “Festival de la Libertad y las Artes” de 1798. Se trata de una composición de friso de ritmo lento y majestuoso en la que se representa a las esculturas antiguas más famosas que completan su recorrido desde las colecciones del Vaticano hasta el Louvre. Así, bajo la protección de los soldados, el busto de Homero entra en el palacio a la cabeza, seguido por el Apolo del Belvedere que transporta una gallarda cuadriga, el Laocoonte y la Venus Médicis, bajo la mirada de admiración y asombro de los parisinos. En el vaso aparecen también los más grandes coleccionistas y aficionados de la historia, a saber, Pericles, Lorenzo de Medici y Augusto, con quienes está asociado Napoleón I. Como una especie de areópago secundario, el collar presenta una serie de medallones pintados a imitación de camafeos y que representan varias figuras de la Antigüedad. En resumen, el tamaño de este jarrón (1,20 m), sus ricas decoraciones en oro y la excepcional calidad de la pintura porcelánica lo convirtieron en “uno de los más bellos salidos de los talleres de la manufactura”, según su director, quién lo preservó de la destrucción en 1815 (véase figura 1).
Tras la muerte de Pío VI[33] (29 de agosto de 1799), contra todo pronóstico es elegido papa el 14 de marzo de 1800 el cardenal Barnabbá Chiaramonti, uno de los personajes más importantes de la corriente ilustrada dentro de la Iglesia, que será quién juegue un papel trascendental en las relaciones de la Iglesia con el Imperio Francés. Chiaramonti[34] es un hombre liberal que había bebido en el benedictinismo culto y renovado de los siglos XVII y XVIII y que en 1796 escribirá: “El Evangelio es la guía más eficaz para llegar a constituir un régimen republicano”[35]. La situación con la que se encuentra el nuevo papa era desalentadora para los intereses de la Iglesia, pues en los Estados Pontificios se había instaurado la República, que creía que el Pontificado como institución había llegado a su fin, e incluso el propio Napoleón había escrito a su hermano José, el 29 de septiembre de 1799, para que no se eligiese ningún sucesor tras la muerte de Pío VI[36]. El 14 de junio, Napoleón, tras su victoria de Marengo, recupera de nuevo todo el poder en Italia, lo que supuso la desaparición de la República Romana.
El papa emprende a finales de junio el camino hacia Roma, asentándose en una ciudad peligrosamente revolucionaria. Se apoya en el cardenal Consalvi[37], un hábil político, que estaba perfectamente identificado con sus ideas, y que afirmaba: “Nuestra finalidad consiste en dirigir y regular la revolución en lugar de dejarnos arrastrar por ella”[38]. Mientras tanto, en Roma, el aspecto de los museos debió de ser desolador, con los huecos de las grandes obras rellenos con copias en yeso de Vincenzo Malpieri, Michele Crescini y Giuseppe Torrenti, y el Zenon Capitolino por el escultor Carlo Albacini[39]. Todo ello produce una reacción del pontífice, quien, a pesar de su reducido poder, dicta el 1 de octubre de 1802 su Quirografo sobre la protección del patrimonio histórico, y en especial de las antigüedades:
La conservación de los monumentos y de las producciones de las bellas artes que, pese a la afrenta de la voracidad del tiempo, han llegado a nosotros, ha sido considerada siempre por nuestros predecesores como uno de los objetos más interesantes y más meritorios de su actividad. Estos preciosos restos de la culta antigüedad dan a la ciudad de Roma un ornamento, que la distingue entre las más insignes ciudades de Europa…
En el torbellino de las pasadas vicisitudes, inmensos han sido los daños, que esta nuestra dilectísima ciudad ha sufrido con la perdida de los mas curiosos monumentos y de las mas ilustres obras de arte. Lejos, sin embargo, de debilitarse por esto, está todavía mayormente empeñada nuestra paternal diligencia en procurar por todos los medios, sea para impedir que a las pérdidas sufridas, se añadan otras nuevas, sea para reparar con el descubrimiento de nuevos monumentos la falta de aquellas que se han perdido.
La otra disposición es el Editto del cardenal Giuseppe Doria-Pamphili (1751-1816), de la misma fecha que el Quirógrafo, el 2 de octubre de 1802[40], en el que se reitera la prohibición de exportación fuera del territorio pontificio de cualquier objeto arqueológico, ya sea de titularidad pública o privada, naturaleza sagrada o profana, sin excepción, aunque se traten de simples fragmentos.
Estas disposiciones fueron una respuesta al Tratado de Tolentino, prohibiendo todo tipo de exportaciones y fomentando nuevos descubrimientos. El autor del texto legal fue sin duda Carlo Fea[41], quien había hecho entrega al Camarlengo de un informe sobre la situación del patrimonio el 29 de abril de 1802, cinco meses antes de la publicación de la disposición.
Desde la promulgación del Quirografo y del Editto Doria-Panphili, Pío VII procede a adquirir en el mercado anticuario más de 1.000 obras, entre estatuas, bustos y bajo relieves, a las que se añaden otras que estaban en los depósitos: unas 80 aras de la colección Giustiniani donada por Canova para ser usadas como basas, 16 esculturas transferidas de los jardines del Quirinal y un núcleo procedente de la colección de la familia Lancellotti[42]. De esta forma, se pretendió reconstruir la riqueza y la majestad perdida, reparando en la medida de lo posible la humillación sufrida. El Museo Vaticano se mostraba de nuevo a los romanos y visitantes, con un Museo Vecchio y otro Nuovo, manteniendo su atractivo y promoviendo la publicación de su catálogo, que se convirtió en un gran acontecimiento cultural y una efectiva propaganda política del papado.
En 1802 Napoleón proclama la República Italiana reduciendo al papa a un pequeño poder. Aun así, Pío VII continúa luchando por su autonomía tanto temporal como religiosa. Precisamente el 17 de febrero de 1802, tras una serie de vicisitudes, pudo ser enterrado en Roma Pío VI. Y, de hecho, el periodo de 1801 a 1809 podemos considerarlo de “buen entendimiento” o “consenso”, pues se firma el Concordato y el papa participa en la ceremonia de sacralización o coronación de Napoleón. Además, durante el viaje el papa fue aclamado a su paso hasta llegar a Fontainebleau el 25 de noviembre de 1804, donde se encontró con Napoleón[43], ya como Emperador de la República, desde su proclamación el 18 de mayo de 1804.
Pío VII consagró al monarca al día siguiente, pero, como escribe Benjamin Constant (1767-1830): “aunque había prometido ajustarse a las reglas del ceremonial, Napoleón precedió al papa, asombrado por su audacia, subió al altar, tomó posesión de la corona y se la colocó en la cabeza”. Luego coronó a Josephine. De hecho, no fue un acto improvisado, sino un protocolo acordado de antemano y discutido en profundidad con el Soberano Pontífice. Constant era un acérrimo oponente del régimen imperial, y no es de extrañar que el gesto del Emperador lo conmocionara profundamente, como a muchos observadores europeos[44]. Al respecto, el 5 de enero de 1805, el cardenal Consalvi escribió a Pío VII que lamentaban en Roma que Napoleón hubiera llevado la falta de respeto hasta el punto de coronarse a sí mismo.
Pío VII y el Secretario de Estado Consalvi se niegan a reconocer el dominio francés, por lo que la represión imperial no tardó en llegar y fue in crescendo: los Estados de la Iglesia pronto se redujeron al patrimonio de San Pedro (1806-1808); y Roma es ocupada militarmente por el general Miollis el 2 de febrero de 1808, comenzando así un periodo de dominación francesa que durará seis años, hasta que el papa regrese tras su deportación en 1814[45]. Así, los Estados Pontificios se anexan al Imperio el 17 de mayo de 1809 y el papa fue secuestrado por el general Radet la noche del 5 al 6 de julio de 1809. Pío VII fue confinado primero en Savona (1809-1812), generándose de inmediato una leyenda sobre la resistencia del papa frente a su captor (Fig. 7) y luego en Fontainebleau (1812-1814). Napoleón incluso se planteó establecer la sede del papado en Francia, Aviñón o París.
Prisionero de Napoleón y desposeído de sus estados, Pío VII respondió no reconociendo a los obispos nombrados por el emperador. Entre tanto, Napoleón dio un ultimátum al papa para que volviera a nombrar cardenales. Pío VII lo aceptó el 20 de septiembre de 1811, firmando un nuevo concordato en Fontainebleau el 13 de enero de 1813, que permitía al emperador nombrar obispos en Italia. Pío VII devolvió la púrpura a los cardenali neri entre los que estaba Consalvi. Este, junto con Pacca y otros, procedieron a plantar cara a un Napoleón debilitado, y de este modo el 24 de enero de 1814 el papa denunciará el Concordato, y aunque Napoleón intente de nuevo deportarlo a Savona, se ve obligado el 10 de marzo de 1814 a permitir el regreso del papa a Roma para contrarrestar la ocupación napolitana de la ciudad por Murat, antiguo general y cuñado de Napoleón. Finalmente, el 15 de mayo de 1814 Napoleón le restituyó los Estados Pontificios y el papa retornó a Roma con todo su poder el 24 de mayo de dicho año, procediendo al nombramiento de Consalvi como Secretario de Estado.
Consalvi, con su inteligencia táctica, la capacidad de poner sobre la mesa argumentos tanto políticos como religiosos, la relación de estima y confianza que logró establecer con Metternich le permitió cumplir los deseos más fervientes del papa. De este modo, por el Tratado de Viena (9 de junio de 1815) regresaron tanto las Marcas como las Legaciones. El genio diplomático de Consalvi salvaguardará durante otro medio siglo la existencia de los estados eclesiásticos, garantía indispensable, a los ojos del cardenal y del pontífice, de la independencia de la Sede Apostólica.
El papa entra en Roma el 24 de mayo de 1814 tras cinco años de cautiverio aclamado por el pueblo, en todo un alarde de propaganda pontificia. Su vuelta a Roma es un símbolo de los sentimientos de nación que se están formando en Italia. Y, además, la propaganda pontificia procede de la exaltación de la recuperación de la soberanía[46] y las virtudes de un Pío VII que ha sufrido el martirio del cautiverio y que retorna como un “soldado de Dios” defensor de la Santa Sede[47]. El papa celebra el triunfo de la Iglesia y de la Providencia sobre el usurpador con la ciudad engalanada con arcos de triunfo, como el colocado en Piazza Venezia, donde se observa la mano de Canova (Fig. 8) o la instantánea de La entrada triunfal de Pío VII en la Piazza del Popolo, obra de Bartolomeo Pirelli.
A pesar de que Napoleón había creado el Reino de Italia, reformado y modernizado instituciones, este hecho fue apreciado por muchos como una injerencia. Y, sobre todo, lo que no fue bien visto por los italianos fue el saqueo de tantas obras de arte, que se consideraban un exemplum virtutis unidas a un espacio social y cultural y a un paisaje determinado con un componente identitario. Como manifestará Leopardi en 1818 sobre la defensa del honor de la nación: “la exaltación de la reciente recuperación de las obras de arte enviadas a París en los años napoleónicos ‘devueltas a la patria’, ‘divinos artificios’ nacidos de una ‘misma madre y que son mas perdurables que los reinos y las naciones”[48]. Se asiste al descubrimiento de la historia a través de la cual es posible descubrir un patrimonio entendido como un bien común y un recurso para la colectividad. Una recuperación de la memoria a través de las obras de arte.
A partir de 1815 representantes de todos los estados italianos solicitaron al Louvre la devolución de sus piezas. La operación entrañaba serias dificultades, pues no solo estaban las piezas que se hallaban en esa institución, sino también otras muchas enviadas a los museos provinciales. Todo se llevó con mucha cautela. Hubo un intento de Denon, reconfirmado como director del nuevo “museo real”, de conferir al Louvre el título de Museum européen, considerando a las obras como propiedad común de las naciones europeas. Se insistía en la idea de un museo de la “República de las Artes y de las Letras”, idea con poco arraigo ante la etapa que se avecinaba tras el Congreso de Viena de restauración ideológica conservadora. Los estados se esforzarán a partir de este momento en enfatizar su singularidad identitaria y utilizar las obras de arte como elemento de cohesión y prestigio del Estado.
A finales del mes de agosto de 1815 los comisarios italianos, cada uno con su listado, se ocuparon de rastrear las obras y de llevarlas a los cuarteles austriacos de la Pépinière donde, debidamente embaladas, partieron para Milán entre el 23 y el 25 de octubre en un convoy compuesto por 41 carros tirados por 200 caballos que llegó a su destino en los primeros días de diciembre. Otros envíos siguieron en los próximos meses por tierra y mar, hasta que la operación puede darse por concluida con la devolución a Nápoles en 1817 de las obras que se llevó Murat en su huida dos años antes. No obstante, el balance de las restituciones dependió mucho de los esfuerzos diplomáticos y la fuerza disuasoria de cada país. Así, Verona pudo recuperar todos los cuadros sustraídos en 1797 y depositados en el Louvre, mientras que la Galleria Estense de Módena solo logró la devolución de 21 de los 49 conducidos a Francia.
En general, la operación fue recibida con un auténtico júbilo popular. Se celebraron muestras como la celebrada en Bolonia en la iglesia dello Spirito Santo en 1816, que fue objeto de un comentario de Antonio Bolognini Amorini en la Gazzeta donde expresaba el entusiasmo de la gente: “Todo el mundo corre a verlo, doctos, artesanos y pintores, nobles y plebeyos, mujeres, hombres y hasta niños, miran con cierta veneración estas obras…”.
En la misma línea, una de las recepciones más importante fue la de los caballos de San Marco a Venecia que fueron retirados de su lugar el 13 de diciembre de 1797 (véase fig. 3), transferidos a Francia y colocados primero en las Tulleríes y posteriormente en el Arco del Triunfo o Carrusel (véase fig. 5). Su partida fue considerada un duro golpe para los venecianos, y el mismo Canova, según su biógrafo Antonio D’ Este, decía que el “mayor dolor que sintió fue el transporte de los caballos de Venecia y la desaparición de la antigua república veneciana, y le dijo al primer cónsul, que aquellas serán cosas que le afligirán toda su vida”. Este sentir debió ser el de muchos venecianos y su vuelta era considerada una prioridad. De este modo, y tras la caída de Napoleón, el gobierno austriaco ofreció todos los medios a la ciudad para dicho empeño y, una vez recuperados, se celebró una ceremonia solemne el 13 de diciembre de 1815, aniversario de su expolio, con la reposición en su lugar en la terraza de la basílica de San Marcos. Tenemos algunas imágenes que ilustran los hechos; en primer lugar, el aguafuerte de Luigi Martens (Fig. 9) sobre un dibujo de Giuseppe Borsato (1770-1849) con el desembarco de los caballos. También un cuadro de Vincenzo Chilone (1758-1839) nos ofrece un testimonio de la solemne ceremonia de recolocación de los caballos, transportados sobre un carro que viene arrastrado frente al ejército austriaco desplegado a ambos lados de la plaza de San Marcos, mientras que las autoridades ocupan una tribuna bajo el campanile (Fig. 10). E incluso la recuperación de los caballos fue aprovechada por la corte vienesa para una acción de arqueología y poder, utilizando la recuperación como una forma de proyección de la grandeza de Austria y su Emperador (Fig. 11).
Pero, volviendo de nuevo el Estado Pontificio, en principio podemos afirmar que el impacto que supuso la presa napoleónica y la reacción del papado al respecto, marcan un antes y un después en la tutela de sus bienes arqueológicos. La recuperación de la soberanía y de las piezas fue un momento de concienciación y confirmación del poder del papado y de la herencia cultural que custodiaban, y todo ello será suficientemente utilizado como propaganda (Fig. 12)
Sin embargo, se ha puesto demasiado énfasis en la reacción antifrancesa como único detonante, lo cual no es del todo cierto. Ya en el Quirógrafo de Pio VII de 1802 hay una referencia a la sangría de obras de arte y de objetos arqueológicos que estaba sufriendo el territorio pontificio y, en particular, Roma[49]. Los visitantes que acudían a realizar el Grand Tour[50] deseaban portar a sus lugares de origen piezas y objetos que sirvieran de recuerdo de su estancia, además de prestigiar sus colecciones o su mero afán dilettante. Al mismo tiempo grandes coleccionistas, entre ellos monarcas europeos, encargaban a marchantes romanos la adquisición no solo de piezas arqueológicas, sino también de pinturas de autores de renombre.
Lo que sí aprovecha Pío VII es la conciencia que se había despertado con la “presa” napoleónica para un mayor endurecimiento de las medidas contra la exportación ilegal, exigiendo permisos previos y fortaleciendo un sistema de control y de catalogación pionero en la historia de la tutela. Nos referimos al Editto Pacca[51] que sistematizó una organización, a la vez que establecía un control y una cuantificación del patrimonio existente. Además, se potenciaron las figuras de los Commissarii e Ispettorii. Así mismo, ante las excavaciones abusivas carentes de metodología y privadas de dirección científica adecuada, estaba en proceso de maduración una nueva concepción de la intervención arqueológica que buscaba una forma correcta y sistemática. Ello llevará a la necesidad de un mayor control en las licencias a través de los informes preceptivos de las Commissioni.
Al final de sus ochenta y un años, y después de veintitrés de su pontificado, Pío VII falleció el 20 de agosto de 1823. Fue el papa de las revoluciones, vivió la historia del Imperio napoleónico y la Restauración de Metternich en el apogeo de su desarrollo, se enfrentó a la prueba de cinco años de prisión con una disposición providencialista que implicó, por su parte, firmeza a nivel de principios, fidelidad a la herencia recibida y resignación a la voluntad divina. Bajo esta luz, tanto en sus gestos de orgullo como en sus vacilaciones, aparece el papa de los “nuevos tiempos”. En cuanto a su figura, para los italianos se convirtió, por su resistencia, en el primer héroe del Risorgimento.
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[1]* El presente artículo ha sido realizado en el marco del Grupo de Investigación ArqFOHES, Hum/F-003, de la Universidad Autónoma de Madrid.
. Paul Wescher, I furti d’arte. Napoleone e la nascita del Louvre (Torino: Einaudi, 1983), 21-30.
[2] Andre Chastel, El Saco de Roma 1527 (Madrid: Austral, 1997), 192-193.
[3] Wescher, I furti d’arte, 15.
[4] De Pío VI se conserva un retrato de 1775, obra de Pompeo Batoni en la Galería Nacional de Irlanda, y un biscuit de porcelana sin pintar realizado por Giovanni Volpato entre 1776-1798, en el que aparece el papa apoyado sobre un pedestal con el busto de Pericles en alusión a dos hermas del ateniense halladas en 1779 en Villa Pisoni y Villa di Cassio, copias de época de Adriano.
[5] León X de Medici crea el cargo de sovrintendente, ispettore generale delle Belle Arti, Commissario o Prefetto delle Antichità, que confiere primero a Bramante y después a Rafael de Sanzio en 1515, tras la muerte del arquitecto. Más tarde, y como reacción al Sacco de Roma de 1527, Pablo III Farnese instituye el cargo de Commissario dell’Antichità para proteger y vigilar los restos de monumentos antiguos, controlar las excavaciones, la exportación ilegal y la explotación incontrolada de las fábricas de los grandes monumentos como el Coliseo y el Foro, que continuamente eran considerados canteras y, por consiguiente, expoliados. El cargo se mantuvo hasta 1870, y fue ocupado por estudiosos como Wickelmann, Giovanni Battista Visconti, Carlo Fea o Canova. Con la unificación, el cargo de Commissario fue abolido por Decreto de 8 de noviembre de 1870. El último en ocuparlo fue Pietro Ercole Visconti (1836-1870) nieto de Giovanni Battista y sobrino de Ennio Quirino Visconti. Fiel al papa, no se integró en la nueva administración y dimitió. El nuevo cargo fue la Soprintendenza di Roma que ocupó Pietro Rosa. Sobre los commissari véase Ronald T. Ridley, “To protect the Monuments: The Papal Antiquarian (1534-1870),” Xenia, no. 1 (1992): 117-153; Javier Verdugo Santos, “La tutela jurídica de los bienes arqueológicos en la Roma pontificia. Del ‘Sacco’ de Roma al Dominio francés (1527-1795),” Cuadernos de historia del derecho, no. 23 (2016): 167-190; Javier Verdugo Santos, “La tutela jurídica de Patrimonio Histórico Pontificio desde el Dominio francés de Roma a la Unidad Italiana (1796-1870),” e-Legal History Review, no. 23 (2016): 1-56.
[6] Antonio Gramsci, Il Risorgimento (Roma: Editori Reuniti, 1991), 57. Sobre el Risorgimento véase Alberto M. Banti, La nazione del Risorgimento. Parentela, santità e onore alle origini dell’Italia unita (Torino: Einaudi, 2000); Alberto M. Banti y Roberto Bizzochi, Le immagini della nazione nell’Italia del Risorgimento (Roma: Carocci, 2002); Alberto M. Banti y Paul Ginsborg, Il Risorgimento, Storia d’Italia, Annali 22 (Torino: Einaudi, 2007).
[7] Claudio Parisi Presicce, “De memoria antiquaria a patrimonio della nazione in età napoleónica. Quale archeologia?,” en Il museo universale. Dal sogno di Napoleone a Canova, eds. Valter Curzi, Carolina Brook y Claudio Parisi Presicce (Milano: Skira, 2016), 33.
[8] La República romana celebró ceremonias paganas como la Fiesta de la Regeneración llevada a cabo en el Foro el 15 de febrero de 1799. Se conserva en el Museo de Napoleón de Roma (Museo Napoleonico MN. Roma 3313) un grabado de dicha fiesta obra de Bargigli, Piroli y Humber de Sperville.
[9] Se conservan en la BnF sendos grabados de la detención del papa camino de Verona y de su traslado a Francia, obra de Petrini (1803-1805).
[10] Antonio Canova, Scritti: Conversazione tra Antonio Canova e Napoleone (1810), ed. Hugh Honour y Paolo Mariuz (Roma: Edizione Nazionale delle Opere, 2007) 1: 401-443. El diálogo se conoce a través de tres testimonios comprendidos en el manuscrito A, autógrafo canoviano, 408-427.
[11] Napoleón fue representado como Marte pacificador, en un encargo realizado por el virrey de Italia Eugenio de Beauharnais –hijo de Josefina–, al artista Canova, y está fechado en 1818. Se realizó para su colocación en Milán, hoy en el Museo de Brera, donde fue erigido por deseo expreso de Napoleón III en 1859, y cuenta con una copia en mármol en el Museo Napoleónico de Roma, residencia de la familia exiliada en Roma bajo la protección de Pío VII. El tratamiento nada bélico de Canova, enfatiza el carácter de un Napoleón que trajo la paz a Italia.
[12] El Palacio del Louvre, tras la revolución, albergó además de las colecciones reales, los bienes artísticos procedentes de las iglesias y conventos clausurados, bienes de la nobleza y sepulcros reales de Saint-Denis, denominándose a propuesta de David: Muséum Central des Arts.
[13] Sobre la expedición véase Robert Solé, La expedición Bonaparte. El nacimiento de la egiptología (Barcelona: Edhasa, 2001); Javier Verdugo Santos, “Arqueología y cooperación internacional. Otra forma de diplomacia,” en Actas de la II Jornadas de Arqueología del Bajo Guadalquivir. Arqueología Cara B (Sanlúcar de Barrameda, 3-5 de diciembre de 2014), coord. Manuel J. Parodi Álvarez (Sanlúcar de Barrameda: Santa Teresa, 2015), 41-60, 44-46.
[14] Roberto Balzani, “L’Italia nella ‘lunga età’ napoleónica: il patrimonio fra geografie, evento, istituzioni (1796-1821),” en Curzi, Brook y Parisi Presicce, Il museo universale, 26.
[15] Henrì Grégorie escribió un informe en 1794 contra la destrucción del vandalismo, término que acuñó referido a la destrucción de monumentos. Véase Joseph L. Sax, “Heritage Preservation as a Public Duty: The Abbe Grégoire and the Origins of an Idea,” Michigan Law Review, no. 88 (April 1990): 1142-1169.
[16] Henrì Gregoire, “Rapport sur le Vandalisme,14 Fructidor, An, II,” en Oeuvres (Liechtenstein, 1794): 257-278; Francis Haskell y Nicholas Penny, El gusto y el arte de la antigüedad (Madrid: Alianza Forma, 1990), 123, nota 2.
[17] Haskell y Penny, El gusto y el arte, 158, fig. 73.
[18] Cuando el busto llegó a París en 1798, la imagen donada al pueblo de Roma por el cardenal Rodolfo Pio da Carpi en 1564, representaba exemplum virtutis, y se había convertido en un símbolo universal de la libertad. Ese mismo año se encargó una escultura en ella inspirada del primer cónsul por el Consejo de los Quinientos para el Palacio Bourbon de París. Véase Parisi Presicce, “De memoria antiquaria,” 34.
[19] Jean-Luc Martínez, Les antiques du musée Napoléon, édition illustrée et commentée des volumes V et VI d l’inventarie du Louvre de 1810 (París: Réunion des musées natíonaux, 2004); Parisi Presicce, “De memoria antiquaria,” 35, nota 8.
[20] Haskell y Penny, El gusto y el arte, 126, fig. 62.
[21] Haskell y Penny, 27.
[22] Valter Curzi, “L’imperio delle lettere e arti belle: verso una nuova coscienza del patrimonio culturale negli anni della Restaurazione,” en Curzi, Brook y Parisi Presicce, Il museo universale, 16.
[23] Curzi, 17.
[24] Antoine Quatremère de Quincy, Lettres sur le préjudice qu’occasionneraient aux arts et à la science, le déplacement des monuments de l’art de l’Italie, le démembrement de ses écoles et la spoliation de ses collections, galeries, musées…, Cartas a Miranda, 1796, trad. Ilduara Pintor Mazaeda (Murcia: Nausícaä, 2007); Antonio Pinelli, “Storia dell’arte e cultura della tutela Le ‘Lettres à Miranda’ di Quatremère de Quincy,” Ricerche di Storia dell’arte. Storia dell’arte e politica della tutela, no. 8 (1978-1979), 43-62; David Gilks, “Art and politics during the ‘First’ Directory: artists’ petitions and the quarrel over the confiscation of works of art from Italy in 1796,” French history, no. 26 (2012): 53-78.
[25] Haskell y Penny, El gusto y el arte, 125.
[26] Henry Brulard Stendhal, Passagiate romane (Barcelona: Serbal, 1987), 2: 158.
[27] Compuso una oda A Bonaparte libertatore (1797). Sin embargo, en su tragedia Aiace, representada en 1811 y prohibida por las autoridades, se observa una denuncia a los hombres prepotentes con una clara alusión a Napoleón.
[28] Sobre la administración francesa de Roma véase Verdugo Santos, “La tutela jurídica del patrimonio histórico pontificio,” 28-36; Pierre Pinon, “Le rovine nella cita,” en La Roma di Napoleone: la teoria delle due città. Forma. La città antica e il suo avvenire (Roma: Luca Editore, 1985), 23-24; Ronald T. Riddley, The Eagle and Spade. Archeology en Rome During The Napoleonic Era (Avon: Cambridge University Press, 1992), especialmente el capítulo “Commissions, commissions, commisions: the administration of antiquites under the French”, 47-93; Mario Pupillo, Aspettando l’imperatore, Monumenti Archeologia e Urbanistica nella Roma di Napoleone, 1809-1814 (Roma: Gangemi Editore, 2019), especialmente 22-56, 108-146, donde se analizan los personajes y el nuevo rostro de la ciudad con las transformaciones realizadas y proyectadas.
[29] Anatole Montaiglon y Jules Guffrey, Correspondance des directeurs de l’Academie de France a Rome avec les Surintendants des Bâtiments (París: Guffrey ed., 1887-1912), XVI, 470.
[30] En 1807-1808 fueron acoplados al Arc de Trionfe du Carruosel, arrastrando un carro de guerra en plomo dorado, diseñado por Lemot, en el que iban dos personificaciones de la Victoria. Fueron devueltos a la ciudad de Venecia, bajo dominio austriaco el 7 de diciembre de 1815. Existe un cuadro de Chilone, que recoge el acontecimiento. El 13 de diciembre se reintegraron a la basílica de S. Marcos, véase Haskell y Penny, El gusto y el arte, 181, fig. 84-85; Massimiliano Pavan, “Canova e il problema dei Cavalli di San Marco,” Ateneo Veneto, no. 12 (1974), 83-111, 97, lám. 105.
[31] Haskell y Penny, El gusto y el arte,125.
[32] Comenzó así la segunda parte de su vida profesional, y nunca más volvió a ver Italia: Ronald T. Riddley, The Pope’s Archaeologist. The life and times of Carlo Fea (Roma: Quasar, 2000), 28-29. Visconti fue considerado el más destacado anticuario-arqueólogo de Europa. Su prestigio como arqueólogo se vio más fortalecido cuando el gobierno británico, después de la abdicación de Napoleón en 1814, le encomendó un dictamen sobre los mármoles del Partenón (véase Parisi, “De memoria antiquaria,” 42-43), en el que escribió el primer ensayo sobre estas esculturas.
[33] De la llegada de los restos de Pío VI a Roma y su recibimiento por Pío VII existe un grabado de Petrini de 1803.
[34] Sobre la personalidad, dotes intelectuales y dominio de idiomas de Pío VII, véase Philipps Boutry, “Pío VII,” en Dizionario Biografico degli Italiani (Roma: Treccani, 1985), vol. 84. La iconografía de Pío VII es muy variada. Destacamos el cuadro de Camuccini de 1815, conservado en el Museo de Viena, los realizados por David en 1805 y 1805/1807 –éste último en la Coronación de Napoleón–, el de Canova de 1819 y Thomas Lawrence de la misma fecha. Las recogidas en los frescos del Braccio Nuovo y, sobre todo, su tumba en San Pedro, obra de Thorvaldsen de 1825, además de sus monedas conmemorativas.
[35] Nazario González, “Pío VII el rival de Napoleón,” Historia y Vida, no. 17 (1967): 80-98.
[36] González, 84.
[37] Sobre Consalvi (1757-1824), véase Alessandro Roveri, “Consalvi, Ercole,” en Dizionario Biografico degli Italiani, (1983), 41:1-14. Se conserva en la Royal Collection del castillo de Windsor un retrato de Consalvi obra de Thomas Lawrence de 1819.
[38] González, “Pío VII,” 86.
[39] Parisi, “De memoria antiquaria,” 33, nota 5.
[40] Sobre el contenido y alcance del Quirografo y del Editto véase Verdugo Santos, “La tutela jurídica del patrimonio histórico pontificio,” 20-24, 38-48.
[41] Jurista y arqueólogo fue un personaje crucial para la defensa del patrimonio pontificio, sobre su vida y obra véase Ronald T. Riddley, “The Pope’s,” 15, 18, 24, 79f, 88, 394, 414, 421; Verdugo Santos, “La tutela jurídica del patrimonio histórico pontificio,” 21-24, 26, 28.
[42] Parisi, “De memoria antiquaria,” 36, nota 16.
[43] Del encuentro del emperador con el papa se tiene un cuadro de Demarne (1808) que se conserva en el Grand-Pelais de París.
[44] Benjamin Constant y Chateubriand recelaron de Napoleón tras la ejecución del duque d’Enghien por su participación en una conjura para asesinar al emperador, véase, Andrew Robert, Napoleón. Una vida (Madrid: Palabra, 2014), 322.
[45] El 16 de mayo de 1809 el emperador firmó un decreto uniendo la ciudad de Roma al Imperio. El 10 de junio, tras conocerse la noticia en la ciudad, Pío VII pronunció junto a su fiel cardenal Pacca las palabras del Evangelio: Consummantum est. Después firmó una bula de excomunión contra aquellos que obedecieran la orden imperial, véase Antonio Manuel Moral Roncal, Pío VII. Un papa frente a Napoleón (Madrid: Sílex Ediciones, 2002), 162. Pío VII fue detenido, secuestrado y enviado a Savona donde permaneció recluido hasta enero de 1812.
[46] Se observa en la medalla anual de plata de 1816. En ella aparece Pío VII y las legaciones restituidas a la soberanía papal. Anv. PIVS· SEPTIMVS ·PONT· MAX. ANNO XVII. Rev. PONTIFICIAE ·POTESTATI·RESTITVTIS. A.D. MDCCCXV.
[47] Se aprecia en la medalla anual en plata 1814 conmemorativa del retorno de Pío VII a Roma tras su cautiverio. Anv. PIVS·VII·P·M· AN·XV. Rev. Dos guerreros custodian la Santa Sede con el Espíritu Santo entre rayos. Leyenda: VRBI ET ORBI RESTITVTVS FIDES ET CUSTODIA MILITVUM·CAESSEN(SIS) ET FOROCORNEL(SIS). Clara alusión a Pío VII como soldado procedente de Cesena e Imola.
[48] Curzi, “L’imperio,” 15, 18.
[49] Anna Maria Corbo, “L’esportazione delle opere d’arte dallo Stato Pontificio tra il 1814 e il 1823,” L’Art, no. 10 (1970): 88-113; Riddley, “To protect the Monuments,” 144, nota 149.
[50] Sobre el tema véase Mirella Billi, “La Roma del Grand Tour memorie e imagini dei viaggiatori inglesi nel’ 700,” Studi Romani 47, no. 3-4 (1997): 331-346.
[51] Sobre los protagonistas, el alcance y contenido del Editto Pacca véase Verdugo Santos, “La tutela jurídica del patrimonio histórico pontificio,” 36-48.