Crean el primer registro genético que intentará medir el impacto humano en los ecosistemas desde el neolítico

Lo que hoy somos tuvo un principio. Investigar cómo fue ese momento, qué costumbres tenían los seres humanos hace 10.000 años, cómo era su entorno y, en definitiva, cómo sobrevivían, podría facilitar las claves para enfrentarse a las nuevas situaciones que depara el futuro. Éste es uno de los principios en los que se basa el trabajo de la investigadora del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico (IAPH) y profesora de la Universidad Pablo de Olavide, Eloísa Bernáldez-Sánchez. Sus investigaciones se enmarcan en un Proyecto de Excelencia Motriz denominado "Nuevo Enfoque Técnico-Metodológico para la Protección y Conocimiento del Patrimonio Arqueológico Orgánico: Paleobiología, ADN Antiguo y Análisis Físico-Químicos".

En el proyecto, incentivado por la Consejería de Economía, Innovación y Ciencia, colaboran el IAPH, la empresa Genoclinics de la Universidad de Málaga, la Estación Biológica de Doñana (CSIC) la Universidad de Upsala (Suecia) y el Centro Nacional de Aceleradores.

El estudio persigue crear un banco de datos genéticos de las especies autóctonas y de las condiciones ambientales registradas en los antiguos ecosistemas. Según Eloísa Bernáldez: “esta base de datos nos ayudará a medir el impacto de las culturas humanas en la naturaleza que, además, facilitará la elaboración de un protocolo de actuación y protección de este patrimonio arqueológico orgánico dirigido a investigadores, empresas arqueológicas y gestores del patrimonio cultural y natural”.

Los investigadores obtendrán las muestras que conformarán el registro a través del análisis de huesos provenientes de vacas, conejos, cabras, ovejas y de otros animales que utilizaban los humanos hace más de 6.000 años para alimentarse. Este registro aporta pistas sobre la evolución del comportamiento trófico de los humanos, y de las consecuencias derivadas de las prácticas de la domesticación de especies animales. El material encontrado en los yacimientos de desechos y residuos generados por los humanos durante el holoceno (período que comienza hace 10.600 años), denominados ‘paleobasureros’, constituye algo más que basura para estos expertos: “No sólo podemos saber qué comieron nuestros antepasados, también podemos reconstruir el clima, los paisajes, los recursos naturales y cómo domesticaron especies animales y vegetales que les permitieron sobrevivir cuando otras especies desaparecían”, señala la investigadora.

La principal ventaja de los ‘paleobasureros’ es que constituyen los registros más intactos y menos manipulados. “Nadie toca la basura, porque como es algo que no tiene ‘valor’, permanece intacta, lo que resulta paradójico, pues gracias a eso se trata de una fuente de información extraordinaria capaz de conectarnos con el presente, es el eslabón perdido de nuestra huella ecológica: la paleohuella ecológica”, subraya la investigadora.

Para obtener un registro de patrimonio completo, analizan el ADN de los huesos encontrados y aquéllos que conservan material genético pasan a formar parte de una colección , “de manera que si dentro de 30 años llega alguien con una herramienta más sofisticada pueda obtener una información más completa del mismo hueso. La clave de guardar todo este registro de datos es estar dispuesto a que otro te corrija y pueda aportar más”, explica Bernáldez.

Un grupo de investigadores paleobiólogos interviene en el rescate del material orgánico de las excavaciones arqueológicas en las que participa. En primer lugar, los paleobiológos extraen la información biológica (talla, edad, sexo y patología) y posteriormente realizan un análisis tafonómico. Éste consiste en analizar la distribución de los restos biológicos en los yacimientos y determinar las huellas producidas por agentes bióticos (raíces, mordeduras, cortes de carnicería) y abióticos (erosión física y química producida por el agua, manchas o concreciones de metales…). De esta manera proporcionan una lectura de todos los parámetros observables para obtener información sobre las condiciones ambientales que existían entonces.

Una vez recopilado el material, un segundo grupo, dirigido por la doctora Jennifer A. Leonard de la Estación Biológica de Doñana y en colaboración con el doctor Javier Porta Pelayo, de la empresa Genoclinics, se ocupará de los análisis genéticos que determinarán el origen y la distancia genética entre las especies actuales y las antiguas. La principal novedad es la utilización de una metodología de genética actual que hasta el momento no se había aplicado a los estudios de genética antigua y que es capaz de solventar uno de los mayores problemas de los estudios paleobiológicos de la Península Ibérica: el nivel freático. “El agua deteriora el material genético conservado en los huesos, hasta ahora sólo el 3 % de los huesos analizados nos servían para este objetivo, . La empresa Genoclinics ha diseñado una metodología que ha aumentado ese porcentaje de huesos con material genético detectable”.

Completando el puzzle

Mientras los historiadores determinan los cambios humanos a través de su evolución cultural, el grupo de Eloísa Bernáldez se centra en relacionar esos cambios que la historia abarca con los cambios en el ecosistema.”Nosotros ya trabajamos sobre un puzzle muy bien hecho, ¿y qué le falta a ese puzzle? pues hablar de las relaciones con el medio ambiente”, apunta.

“Desde que el hombre es consciente de que puede dominar los recursos naturales, valerse de ellos y administrarlos para su propio beneficio, comienza a ejercer una presión sobre el ecosistema que podría denominarse paleohuella ecológica, el origen de la ‘huella ecológica’. Primero la agricultura y, posteriormente, la domesticación del ganado, favorecen que los humanos dejen de ser nómadas y realicen los primeros asentamientos, modificando de esta manera el espacio natural”, explica Eloísa Bernáldez.

El impacto de la actividad humana sobre el sistema tierra, se define como huella ecológica. Este concepto, a pesar de haberse popularizado recientemente, tiene su origen, al menos, en la cultura neolítica (10.6.000 años a. C. en el Próximo Oriente) que sienta las bases de la civilización actual. En este sentido, el equipo de expertos del IAPH trata de buscar esa huella en los paleobasureros de los yacimientos arqueológicos: “Aplicando nuevas ideas y técnicas como las del ADN antiguo o los análisis físico-químicos, estos registros orgánicos nos permiten ver las rutas de llegada de las especies a unos y otros continentes, acercándonos cada vez más al conocimiento de quiénes somos y cuánto más nos soportará la Tierra”, destaca.

20 de marzo de 2012

Fuente: Mariola Norte / Programa de Formación de Monitores en Materia de Divulgación del Conocimiento



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